
I
Ante todo deseo agradecer a Liudmila Morales y a los editores de Cuba Posible la oportunidad de continuar el debate sobre el tema —ya dijimos inconcluso— sobre el aborto y sus consecuencias positivas y negativas para la sociedad cubana. Esta es una ocasión singular, pues rara vez se pueden leer juicios contrapuestos en los medios, y su ausencia se extraña y se necesita.
De entrada, pues debo disentir respetuosamente de la autora. No rechazo la polémica, la necesito y es saludable para todos. Es una muy sana manera de buscar la verdad, que solo puede ser fruto de confrontar ideas, juicios, evidencias. Suelo estar del lado de quienes defienden la polémica porque los sistemas cerrados al diálogo y al cotejo de sus verdades fenecen, como cualquier ser vivo, por falta de energía, por autofagia.
Hay razones de todo tipo para defender la práctica de la polémica —viene del griego polemos, guerra—. Culturalmente somos hijos de ella. Grecia y Roma fundaron sus sabidurías en largas y profundas discusiones que dieron origen a la política, las ciencias, la filosofía, las artes. Grandes polemistas fueron Cicerón y San Agustín, este último nombrado incluso como el impugnador oficial de Roma, y que terminó converso al cristianismo, y sin el cual la historia de la filosofía quedaría coja. La dialéctica que presume el marxismo como una de sus fuentes originarias proviene, precisamente, de la lucha de dos contrarios desde donde emerge una cualidad nueva. Pero sin ir tan lejos, nuestros padres culturales hispánicos fueron connotados polemistas, desde el Siglo de Oro hasta las generaciones de poetas y filósofos de la llamada generaciones del 98 y del 27; de aquellas tertulias y escritos, a veces radicalmente opuestos, brotaron obras de un valor universal.
Polemizar es, para los cubanos, una especie de deporte nacional. Discutimos por todo. Y eso es bueno, porque polémica es lo diverso, lo polifónico, lo irreverente, lo iconoclasta. El padre Félix Varela, en sus “Cartas a Elpidio”, resalta el valor de la confrontación de ideas —siempre con respeto al otro— como una vía de llegar a la verdad y al conocimiento. Recordemos que él y otros padres fundadores reunidos en torno al Seminario de San Carlos y San Ambrosio sobrepasaron la escolástica usando como arma la lógica y la argumentación.
En el siglo XX cubano fueron varios y sabios nuestros polemistas; hay una famosa “querella cultural” entre Jorge Maňach y Lezama Lima que no tiene desperdicio. Pero quizás la polémica pública más grande de nuestra historia sea aquella que se dio en 1940, al calor del Constituyente del 1940. Solo dejar, o quitar, la palabra “Dios” de la Constitución llevó horas o días de debates. Hoy nos pudiera parecer una simpleza. La historia, ese implacable juez que dicta sentencia muchos años después, nos dice que nunca más comunistas, liberales y conservadores han estado tan cerca, pareciendo discutir desde tan lejos.
Pido, pues, disculpas por mi apego a la confrontación de ideas como única fuente de sabiduría, verdad y libertad, sobretodo de esta última. Ojalá este camino recién abierto gracias a la generosidad de Cuba Posible, y a la amable réplica de la señora Morales, pueda ser imitada por otros para bien de todos, y de la Patria de todos.
II
Las líneas que siguen no pretenden desvalorar los juicios de la señora Morales, tan válidos como los de cualquiera o quizás más. Por su seriedad y vehemencia, parece ser una estudiosa del tema, y ante eso, inclino el sombrero. Pero he pedido, igualmente, un breve espacio para esbozar algunas alternativas al discurso precedente.
Desgraciadamente seguimos mezclando las profesiones de fe con convicciones sobre la vida y la muerte, la libertad y los derechos humanos. ¿Por qué insistimos en el error de vincular al cristianismo y a otras religiones con “ideas atrasadas”, “prejuicios”, y otras lindezas devaluadoras? Aunque no se pueden descartar las influencias de las religiones —que han acompañado a la persona casi desde su existencia, en los valores y su construcción social—, es hora de decir que los abortos se los practican lo mismo católicos, que musulmanes, que judíos. Y que hoy día los “pro-life” no necesariamente son practicantes de religión alguna. El hecho de que el catolicismo defienda la vida desde su creación hasta la muerte no significa que, como sucede en las sociedades totalitarias y dictatoriales, todos cumplen los preceptos por miedo a una severa sanción. El Santo Oficio hace siglos que cambio de nombre y de profesión.
Como sugiere Morales, he hecho la tarea. Woman en Web es un sitio que no aparece “linkeado” como una página científica perteneciente a ningún “board” o centro de investigación de los Estados Unidos u otra nación desarrollada. No es otra cosa que una página que facilita abortos, y las mujeres comparten sus ideas y frustraciones, que ya es bastante. Tampoco aparece como una institución científica que genere, por ella misma, investigaciones serias. Creí, sinceramente, que iba a zanjar muchas dudas y lagunas que tengo todavía después de más de 30 años de práctica clínica en Cuba y en Estados Unidos, pero no fue así. Hay una matemática sencilla. Contando América, Asia, algunos países de Europa y una buena parte de África, sumarían más de 2,500 millones las mujeres, al menos la mitad de ellas aun estando de acuerdo con la despenalización del aborto, todavía no tienen acceso legal al procedimiento o lo encaran como un dilema ético. Son cifras de las Naciones Unidas. Eso es algo más del 25 por ciento.
Por otro lado, la autora pone en duda mi conocimiento de la postura de la Iglesia Católica sobre el aborto. No existe documento alguno en el cual el catolicismo apruebe, bajo ningún concepto, el aborto. Si la señora Morales encuentra una encíclica o una carta papal “pro-choice”, este sitio debe ser el primero en publicarlo. Las “Católicas por el derecho a Decidir” (CDD) es una organización que se dice católica pero no está reconocida por el Vaticano —por lo tanto, no es católica, porque catos quiere decir “universal”—. Fue fundada el 3 de agosto de 1994, al calor de la Conferencia Internacional sobre Población y Desarrollo efectuada en El Cairo, de triste recordación por sus escasos resultados y, sobre todo, por sus controversiales conclusiones. Ivonne Gebaraes, del mismo modo, ha sido sancionada por sus ideas sobre el aborto y su militancia en la Teología de la Liberación. Tanto CDD, como Gebaraes, deben ser respetadas por sus posiciones respecto al aborto. Son voces disidentes pero no autorizadas. Por lo tanto, decir que son ejemplos de una discusión sobre el tema dentro de la catolicidad es una afirmación falsa, tendenciosa.
Una idea que cruza la réplica de la señora Morales y que es tema ajeno a la discusión misma, es su ataque a la Iglesia como institución que debe tener “la objetividad suficiente para condenar con igual fiereza otros delitos como la pedofilia, ampliamente encubiertos y condenados, tal vez en términos morales, pero no legales”. No entiendo. Y yo me pregunto: ¿Qué tiene que ver esto con el aborto? Como dijera el papa Pablo VI, la prueba de la divinidad de la Iglesia está en que los que primero y más daño le han hecho, a veces, son sus propios miembros y ordenados. No conozco un solo católico que no critique la inacción legal por la pedofilia. El papa Francisco y su predecesor Benedicto XVI han sido claros, enfáticos; son crímenes imprescriptibles, y habrá cero tolerancias con eso. Pero sigo sin comprender la relación entre pedofilia y “pro-life”. Lo que se propone, en la réplica, es precisamente regresar al diálogo desde diferentes posiciones científicas —hay científicos muy creyentes, de misa dominical y rezos diarios del rosario, como nuestro gran Carlos Juan Finlay-, y filosóficas. Cuando usted asiste a congresos por el mundo sobre los temas de psicología o ciencias sociales suele ver kipás, sotanas y turbantes. Esa diversidad es la que enriquece cualquier evento que se titule universal.
Hay, además, en la afable réplica de Morales, una crítica subliminal al celibato como impedimento a la compresión de la sexualidad humana. Solo alguien que no haya leído los hermosos textos sobre el tema, y de Juan Pablo II en particular, puede expresarse con semejante ligereza. El celibato, que siempre será una opción para los ordenados, no para los laicos, no impide la expresión sexual, porque la sexualidad no es la genitalidad. A pesar de que muchos laicos podemos estar de acuerdo en que los sacerdotes pudieran casarse y tener descendencia, es un asunto que compete a la jerarquía, quienes por tradición, teología u otras razones, los prefieren célibes. En el caso de las órdenes religiosas el voto de castidad y de obediencia es comprensible. Pero dejo ese espacio abierto para otra polémica en torno a la cual no me siento capaz, ni cómodo. Eso sí, cuando decidimos entrar al territorio de la catolicidad, que tiene 2,000 años de historia, y sus “prejuicios”, debemos haber tenido primero muchas horas de lectura y conversación para conocer a profundidad las razones que los sustentan.
Por otro lado, en ningún momento del artículo anterior se ha criminalizado a la mujer que se practica un aborto. ¿Quiénes somos nosotros, mortales, falibles, impenitentes, para juzgar a los otros? Si eres un seguidor de Cristo debes tener la manga muy ancha para poner tu corazón en la miseria del otro —es lo que significa misericordia—. Que algunos pensemos que está mal, es el derecho que tiene cada cual a pensar y decir lo que quiera y donde quiera. Tampoco estamos de acuerdo con que las mujeres mueran o sean encarceladas por abortos mal practicados, y realizados a escondidas porque existe una prohibición legal. Que algunos creamos que el aborto debe evitarse, no quiere decir que las leyes de un país así lo refrenden. Las leyes se hacen para todos, para creyentes y para no creyentes. Se es presidente o ministro de todos los ciudadanos, no de un grupo político o religioso.
Pero la señora Morales debe admitir que, como personas pensantes, tenemos el derecho natural —no lo regala ningún gobierno o partido político, nacemos con él porque somos humanos- a expresar nuestros desacuerdos en la radio, en la televisión, en las escuelas o en un parque. Y eso nos lleva al corazón de esta polémica: no es justo despenalizar el aborto y abortarle a los demás sus ideas, “legrarle” la lengua, “regularle” sus sentimientos grávidos. No es justo que la mujer pueda decidir si va a dar a la vida o no una criatura y no puede decidir si envía sus hijos a una escuela católica, islámica o laica; si puede leer Gramma o el New York Times; si quiere ser del Partido Comunista, del Republicano o de ninguno. Menciona la autora a Foucault, y para quienes estamos familiarizados con el gran filósofo francés, es una cita temeraria, de implicaciones políticas en círculos de pensamiento totalitario. El citado autor fue una piedra en el zapato para todos los sistemas de pensamiento rígidos, incluidos los religiosos y los políticos. Sí, deberíamos releer a Michel Foucault para entender por qué, tratando de liberar a algunos, terminamos haciéndolos prisioneros a todos.
III
Esto último nos lleva a una idea que atraviesa toda la réplica de la señora Morales y que desborda el tema mismo del aborto: el feminismo. Debo aclarar que, como muchos de mi generación, soy un defensor de los derechos de la mujer. El feminismo fue y es un movimiento necesario, polémico en tanto útil para equilibrar una sociedad todavía altamente machista, excluyente. Pero lo que sí puede resultar chocante, lo menos, es que ciertas mujeres de orientación homosexual —lo cual es su derecho-, se disfracen de feminismo, tuerzan el sentido liberador de este y se roben el protagónico de quienes defienden la familia y el amor a los hombres cuando su intención manifiesta es atentar contra la familia tradicional —que también merece respeto- y las relaciones heterosexuales. No por gusto hace ya algunos años en La Habana, durante un evento científico, una alta representante del feminismo norteamericano comenzó su discurso diciendo que le gustaban los hombres y tenía familia, y también era feminista.
Nadie “desprecia” el feminismo. No el autor. Lo que sí es despreciable es cualquier “ismo” que pretenda imponerse por la fuerza, por la mentira y las medias verdades, por la “verdad científica” que es, lo sabemos, obsoleta en el tiempo. Los “ismos” que coartan las libertades, la posibilidad de elegir, son condenables. Así ha sucedido también con los “movimientos verdes”, quienes defienden el ambiente de una depredación incontrolada. Una cosa es reciclar, limitar el uso de combustibles fósiles y los gases de efecto invernadero, y otra regresar a la caverna, a cocinar con leña, a defender los animales más que la vida humana. También quienes defienden la opción “pro-life” deben cuidarse de la tendencia a generalizar y a absolutizar las cosas. Que el aborto no nos agrade, no significa que, bajo ciertas circunstancias, no haya necesidad de poner término a una vida.
Y para concluir, porque lo peor es ser aburrido, la autora —no cita mi nombre por ningún lado, lo cual es una falta de cortesía entre polemistas-, señala que tengo prejuicios sobre la relación entre abortos y la demografía. Para ello se hace eco del Centro de Estudios Demográficos de la Universidad de la Habana, que “han desmontado el argumento de la relación causa-efecto entre estos elementos”. La palabra “desmontar” resuena en mi inconsciente: acabar con un complot, desbaratar una falacia, quitarle una razón al enemigo. Bueno, con el perdón de tan importante Centro, no hay un solo especialista en el mundo que no diga que la tasa de abortos practicada masivamente —la palabra masiva es definitoria—, no incida en la demografía de un país. No es un “montaje” del enemigo. Es una verdad que no resiste una discusión seria. Me fascinan por falsas y tendenciosas algunas estadísticas y los datos que, como los bikinis, enseñan todo menos lo fundamental. Los números, a veces, suelen ser los mejores aliados para ocultar las incompetencias y los fracasos, los abusos y encubrir a los déspotas. No podemos prescindir de ellos, pero en asuntos éticos y de naturaleza humana, muchas veces carecen de objetividad.
La señora Morales dice que yo apelo a las “paridoras” de la especie para rescatar la población insular, decrecida por los abortos, la masiva emigración de jóvenes y niños —un tema que si merece mayor atención-, y la baja tasa de fecundidad. Pero es que los hombres no tenemos la enorme fortuna de llevar una vida humana adentro, lo cual sí es un privilegio. Y es así porque es el orden natural de las cosas, nos guste o nos disguste. Lo dice el dominó de esquina antes de empezar el juego y discutir la salida: los hombres no paren.
No hay que ser muy “interpretativo” para darse cuenta de que si no se actúa rápido y con valentía, la Cuba que todavía nos duele a los que ya no estamos allí cada día, tendrá menos niños y jóvenes. A veces me da la impresión de que una parte del feminismo a ultranza, de los números y estadísticas y los “globos” para ocultar las realidades son los que ocultan los privilegios a que la autora hace referencia. Creo, sinceramente, que en la Isla hay cosas mucho más importantes que discutir que la desigualdad “sexo-genérica”, que los argumentos de “Católicas por el derecho a Decidir”, que casi nadie sabe quiénes son, o incluso dedicarle tiempo y esfuerzo a la membresía de un supuesto panel integrado por “ensonatados” con causas pendientes con la justicia.
En la réplica de la autora hay frases altisonantes y ofensivas que quisiera fueran desatendidas por los lectores, pues en nada ayudan a una polémica, que repito, siempre es sana y necesaria para todos (si se conduce con decencia y respeto al otro). Así, Morales dice que mi texto es obra de la “franca ignorancia, la peligrosa simplificación y el terrible asesinato conceptual”. Además, que hay una “pobre interpretación”, pues “no se ofrecen argumentos académicos, ni siquiera establecen referentes o fuentes claras con los que se pueda dialogar”. Las palabras “odio” e “inmisericorde” aparecen también en el texto. Bueno, esta no es una revista científica, en la cuales, como la autora podrá comprobar, también hay trabajos míos. Pero cuando se escribe para un público diverso, se puede ser de todo menos “pesao”. Por cierto, cada cual escribe como vive.
La autora termina confiriéndome, cuando ya he pasado la media rueda y soy abuelo, la categoría de niño —“la escena evoca las pataletas de un niño”, escribe. Se lo agradezco. Es como ser un Benjamín Butom criollo: viejo por fuera, infante por dentro. Y que me van a arrebatar algo. Privilegios. ¿Privilegios? A lo mejor me van a abortar las ideas, drenándomelas desde la infancia feliz, una época de inocencias y de asombros ante el contradictorio mundo de los adultos. Bueno, señora Morales, mientras no me quiten a la Sonora Matancera y a Celia Cruz, todo es discutible.
Lea también: