América Latina: ¿viraje a la derecha o recuperación de la izquierda?

Memorial da América Latina, Sao Paulo, Brasil. Foto: Paulisson Miura

Miremos al sur

Habituados a mirar con preferencia hacia el Norte, deslumbrados unos por lo que ofrece para los que tienen con qué y otros –con más profunda visión– a lo que este súper-poder hace y deshace a su interior y alrededor del mundo, ahora todos nos mantenemos a la expectativa de lo que podrá hacer o no el nuevo, inesperado e impredecible inquilino de la Casa Blanca, Donald J. Trump. Pero sin restarle mérito y necesidad a esta actitud expectante, convoco a todos, como imperiosa necesidad, a echar una mirada cuidadosa a lo que pasa al sur del río Bravo y hasta la Patagonia. No olvidemos que es nuestra Patria Grande y que lo que allí ocurre nos afecta, para bien o mal, de mil maneras diferentes.

Una mirada muy reciente al contexto económico de la región nos revela no solo sus grandes problemas, sino las múltiples derivaciones que de los mismos se desprenden y de los cuales no nos exceptuamos. El economista y vice-presidente del Banco Mundial, Jorge Familiar, lo presenta en los términos siguientes: “Después de seis años de desaceleración y dos en franca recesión, estamos saliendo y eso es positivo. Pero crecer 1,5 por ciento este año y 2,5 el próximo tampoco es para echar las campanas al vuelo (…) Esas tasas no van a ser el motor de la reducción de la pobreza. Fortalecer la productividad y hacer un buen manejo macroeconómico: ahorrar en los buenos momentos para gastar en los malos.” (Tomado de El País, J.M. Ahrens).

Dos ejemplos bien elocuentes los tenemos en los casos de México (caracterizada como quinta economía del mundo) y Brasil (ocupando la sexta posición en la economía mundial), economías tan solventes que deberían asegurar niveles de equidad y bienestar social en correspondencia, pero donde los niveles de población en estado de pobreza y de pobreza extrema continúan gravitando sobre un tercio o más de sus respectivas poblaciones en tanto más de un 40 por ciento y hasta más del 50 por ciento de la riqueza se concentra en apenas un 10 por ciento de la población. En México, la pobreza continúa aumentando, de un 42 por ciento a un 46,2 en los años más recientes, afectando a 53,3 millones de personas de una población de 120 millones, un patrón sostenido y agravado desde hace más de 20 años.

En Brasil, con una población de alrededor de 210 millones de habitantes, la reducción de los niveles de pobreza (según CEPAL de un nivel del 38 al 18 por ciento) registrada mayormente durante el mandato de Luiz Inácio Lula da Silva, fundador y dirigente del Partido de los Trabajadores (PT), no tuvo una continuidad sostenida con el período de Dilma Rousseff, factor que la privó del necesario apoyo popular para contrarrestar el golpe de Estado pseudo-legal orquestado por fuerzas de la derecha. Hoy todavía un tercio de la población brasileña bordea los límites de pobreza y de extrema pobreza. The Borgen Project resume esta tendencia razonando que: “Esto significa que existe un considerable abismo entre los ricos y los pobres.” Para el profesor de economía de la Universidad de Sao Paulo, en Brasil, Maercio Menezes, la conclusión no deja lugar a dudas: “Brasil es uno de los países más desiguales del planeta…”, donde “la reducción de la pobreza en la década pasada ha sido de menor cuantía.”

La etapa actual de la crisis venezolana y la región

Pasemos revista a diversos conflictos y tendencias que vienen caracterizando la región a través de, o tomando como punto de referencia, el más turbulento episodio de la actualidad y el que más directamente nos toca: Venezuela. Este caso refleja las muchas maneras de manifestarse esta crisis, seguido de las diversas expresiones de crisis y cambios desatados en la región a la vuelta del nuevo siglo.

Semejante giro alcanzó su clímax en Venezuela con su “Movimiento V República” y la figura de Hugo Chávez, que irrumpían como el punto álgido de un dramático desplazamiento regional  hacia diversas opciones de izquierda. En la primera década del nuevo siglo, dichas opciones sumaban la mayor parte de los países: Brasil con el Partido de los Trabajadores (PT), con Lula como figura cimera; Bolivia marcaba un notable hito de cara al futuro con la victorias del MAS y la dirigencia encabezada por Evo Morales y Alvaro García Linera y, en la Argentina, con un peronismo heterogéneo, bajo la conducción de los Kirchner regresaban al gobierno por sus fueros de antaño, pero con nuevas perspectivas; la Alianza País en Ecuador vencía repetidamente encabezada por Rafael Correa y Lenin Moreno con un proyecto de cambios importantes; el infatigable Frente Amplio de Uruguay se abría paso con José Mújica (Tupamaro de pura cepa y excelente exponente de la nueva conciencia crítica en la izquierda latinoamericana), seguido después por Tabaré Vázquez y Raúl Sendic como vice presidente (hijo del que fuera fundador y dirigente de los Tupamaros). Las alianzas políticas en Chile con la Concertación (compuesta por la Democracia Cristiana y el Partido Socialista), permitían desalojar la primacía de la derecha e instalar un par de gobiernos encabezados por figuras socialistas (Ricardo Lagos y Michelle Bachelet) comprometidas con algunos cambios menores.  En Centroamérica, nuevos gobiernos en El Salvador, Costa Rica, Panamá y Guatemala, daban inicio a algunos procesos de cambio, más próximos a la contradictoria ruta iniciada por los sandinistas en 1979. Todos ellos, en algún grado o medida, reflejaban en sus opciones, en su pasado, en varios de sus actores, nexos y compromisos, aunque en otros contextos y de cara a otros horizontes, lo que alguna vez se describiera por un politólogo francés –Régis Debray– como “La Larga Marcha del Castrismo en América Latina”, iniciada en enero de 1959.

La suma de todos estos procesos desestabilizaron la hegemonía política y estabilidad institucional de los bloques oligárquicos dominantes, en adición a la erosión causada por sus respectivas –en la casi totalidad de los casos– desastrosas políticas y el agravado proceso descrito al comienzo por el ejecutivo del Banco Mundial. Y su inmediata reacción no se hizo esperar, traduciéndose en hostilidad permanente, por momentos violenta y golpista, y procurando el beneplácito y respaldo del siempre fiel vecino del Norte. Si fuimos testigos, años atrás, de “los contra” y “los recontra”, en Nicaragua, los kaibiles en Guatemala y atlakat en El Salvador –con plena y probada injerencia de parte de Estados Unidos, baste solo mencionar el escándalo “Irán-Contra” o la mil veces injustificada invasión de Granada– y de tempranos golpes de Estado contra gobiernos democráticamente electos como el de Honduras y poco después a Fernando Lugo, ex-obispo católico, en Paraguay, sin que faltaran los intentos contra Correa, en Ecuador. En la presente etapa, el caso de Venezuela ofrece sobrada evidencia del recurrente patrón de violencia frente al gobierno chavista democráticamente electo y refrendado en las urnas en repetidas ocasiones.

Hoy los poderes mediáticos nos ofrecen un abrumador panorama de Venezuela, que se resume en la repetición de los esquemas siguientes: el gobierno ya no es tal, sino simple dictadura; hambre espantosa, caos económico provocado por la política chavista, represión de manifestantes, corrupción y narcotráfico. Si esto es así hoy –con sus gigantescas exageraciones y distorsiones–, ¿por qué el primer golpe de Estado tiene lugar en 2002 a poco tiempo de instalado el gobierno chavista? ¿O por qué, fallido el primer golpe, sobreviene el segundo poco después mediante el uso de PDVSA para hacer colapsar económicamente al chavismo? ¿O el intento de sabotear el funcionamiento parlamentario del país, retirándose todos los opositores electos al congreso? Chávez ganó originalmente con las instituciones y mecanismos de poderes existentes, es decir, diseñados para servir al bloque oligárquico representado principalmente por el binomio Acción Democrática y COPEI. Los mismos no pudieron contener ni evitar su propio desmoronamiento y la legitimidad del chavismo representó una mayoría abrumadora, ratificada en repetidos ejercicios electorales y de referéndum –menos uno. El bloque oligárquico nunca aceptó su derrota y desde el primer día intentó violentar y revertir los resultados electorales, la nueva constitucionalidad y sus instituciones, así como su estabilidad económica y social, validada por amplias mayorías.

La nueva etapa de la crisis venezolana está indisolublemente ligada al colapso de los precios del petróleo. Razona un conocido sociólogo y activista, Emiliano Terán Mantovani, escribiendo para una publicación alemana especializada en América Latina, Amerika21: “El colapso de los precios internacionales del petróleo fue crucial en el desarrollo de la crisis en Venezuela, pero no es el único factor en la explicación de la misma…”. No por casualidad en medio de la crisis, en el 2015, Barack Obama emite una orden ejecutiva caracterizando –cual fulminante amenaza– al proceso venezolano como “una amenaza inusual y extraordinaria contra la seguridad nacional de Estados Unidos”, pronunciamiento que parece sugerir la presencia de proyectiles balísticos o bombas nucleares apuntando de Caracas a Washington, o tropas venezolanas desembarcando por Cayo Hueso o que todas las gasolineras CITGO o refinerías de PDVSA en Estados Unidos estarían complotadas en algún siniestro plan… A partir de este úkase de Obama – ¿pura casualidad o complot?– un grupo minoritario de países latinoamericanos, orquestados y encabezados por el secretario general de la OEA, aquel “ministerio de colonias” del que nos hablara nuestro Canciller de la Dignidad, Raúl Roa García, se lanzan a aislar, socavar y propiciar el derrocamiento del gobierno PSUV-Maduro.

No puede pasarse por alto que en una economía que vive de la extracción petrolera y de algunos otros minerales, que nunca modificó esencialmente –ni con Betancourt o Carlos Andrés Pérez o Caldera– su dependencia parasitaria/extractiva en un proyecto de desarrollo industrial y agrario diversificado –que no modificó en lo esencial tampoco el chavismo– al pasar de la noche a la mañana de una prolongada luna de miel de precios del petróleo a nivel mundial que bordearon los 110-120 dólares el barril a 22-23 dólares                   –coincidiendo con la muerte de Chávez– no es muy difícil imaginar la hecatombe económica que se precipitó y se ha prolongado hasta hace muy poco (precios actuales rondando apenas por los 42-44 dólares el barril). La coyuntura se presentó –a los ojos de los golpistas de siempre– como óptima para capitalizar el desgaste acelerado del gobierno PSUV-Maduro no por medios legales, legislativos u otros de naturaleza constitucional o nacidos de compromisos negociados, sino por el desafío callejero violento (las denominadas “guarimbas”), como ha sido hasta ahora.

¿Dictadura? Aunque se repita miles de veces a diario, el concepto no se aplica ni funciona en Venezuela hasta hoy. El ejercicio del gobierno no se ejerce irrestrictamente por una persona o grupo verticalmente de arriba a abajo; el poder económico más allá del sector estatal sigue estando en manos privadas; lo mismo puede decirse de los medios de información, encuestadoras y de varias instituciones federales, de algunas gobernaciones y no pocas alcaldías. Si fuera una dictadura, Maduro hubiera forzado el clásico pucherazo y manipulación de las cifras a fin de que el candidato presidencial ganara con una mayoría holgada y favorecer a la mayoría de sus aspirantes a ocupar un escaño en el congreso, como hiciera el PRI en México, en 1988. ¡Y no lo hicieron! Cuando en vida de Chávez este perdió un tema que llevó a referéndum, no violentó los resultados y admitió su revés. Habría que preguntarse si estábamos en presencia de una “dicta-dura” o una “dicta-blanda”. Cuando el infame “Caracazo” –de triste recordación por sus miles de muertos– nadie en la OEA o grupo de sus Estados miembros levantaron sus voces en contra del entonces presidente Carlos Andrés Pérez, ni tampoco los poderes mediáticos lo crucificaron. Quien no reconozca en esto un marcado doble rasero y una intencionalidad política claramente definida, es porque es ciego y sordo o porque claramente pretende escamotear la realidad a fin de fabricar los mensajes que mejor le convengan.

¿Corrupción en el gobierno venezolano? ¡Que levante la mano el que esté libre de pecado! Y máxime en una economía que bailaba su “Danza de los Millones” con los precios del petróleo, desde Washington hasta Buenos Aires. ¿Narcotráfico? Al parecer, por lo que los poderes mediáticos describen, ahora resulta que la Venezuela chavista inventó y patentó el narcotráfico. Los circuitos fundamentales del narcotráfico siguen siendo Colombia-Centroamérica-México y Brasil-Paraguay-Bolivia-Argentina, hacia Estados Unidos y Europa, amén de las conexiones con los mercados asiáticos, y ya no son ni noticias. Muchos, santos y buenos, se bañan o salpican con sus jugosos beneficios. Deberían mirar con cuidado lo que es la frontera colombo-venezolana antes de incurrir en fabricaciones simplistas. Mucho antes de que Chávez o Maduro devinieran en actores políticos, las conexiones colombianas con Venezuela en materia de narcotráfico eran antológicas. Los estudios al respecto abundan, hasta por expertos de National Geographic, que describían a principios de los 90 del siglo pasado, entre otros canales, el flujo constante de embarques masivos de drogas a través del Orinoco. Venezuela ha sido siempre un actor secundario en dichos circuitos, antes y ahora; el centro ha sido, y es, Colombia.

Mirando hacia dentro

Es innegable que en la configuración actual de la crisis en Venezuela concurren también importantes causas que nada tienen que ver con la injerencia norteamericana o los desafueros golpistas de diversos actores de la extrema derecha venezolana, y sí con el elevado desgaste político del bloque PSUV-Maduro, derivado de circunstancias, errores y deficiencias, originados en su seno, entre los que sobresalen los siguientes: a. Ausencia de un proyecto de desarrollo económico diversificado durante el largo período de “vacas gordas”; b. La incapacidad para generar respuestas de emergencia eficaces frente al impacto del desastre de los precios del petróleo; c. Un creciente debilitamiento de los mecanismos de articulación, esclarecimiento y movilizaciones entre los sectores populares seguidores del chavismo, generando una visible pérdida de respaldo y/o apatía entre los mismos, tendencia plenamente demostrada en la elección presidencial de Maduro –ganada por un margen mínimo– y ganando la derecha la mayoría en el congreso; d. La gravitación de los procesos de corrupción tiende a acentuar semejantes tendencias; e. Los conflictos y rupturas con fuerzas aliadas dentro del PSUV y del Polo Patriótico, añadieron pérdidas sensibles; e. No menos desgastante y causa de enervante descontento entre muchos es la perniciosa prolongación de la actividad de la delincuencia y el crimen organizado –que no se inventaron ni florecieron con el chavismo– que se traduce en un serio desafío de inseguridad ciudadana; f. La prematura muerte de Chávez y la percepción de muchos de que Maduro no posee los atributos carismáticos, culturales y cualidades de liderazgo de Chávez; f. Una clara subestimación de las potencialidades de las fuerzas de oposición nucleadas alrededor de la Mesa de Unidad Democrática (MUD), sucesora de la fallida Coordinadora Democrática que intentó, infructuosamente, enfrentarse a Chávez.

Desde el primer día, la victoria electoral de la MUD se tradujo en una prioridad única: desalojar violentamente al gobierno del PSUV-Maduro. A partir de semejante objetivo, sectores de este bloque que agrupa una atomizada oposición de más de 20 partidos y movimientos políticos, buscan en la confrontación violenta en las calles precipitar la caída del gobierno, ejercicio inútil hasta ahora, olvidando que si las elecciones pasadas fueron para la MUD una victoria, para el gobierno PSUV-Maduro fue una clara advertencia de que se imponía un viraje total con respecto a sus propias debilidades y errores y en las acciones a tomar frente a sus opositores violentos. Olvidan los sectores más violentos (López y Capriles, las cabezas más visibles) que no obstante su victoria electoral, el PSUV sigue siendo el mayor partido político del país, que conserva y ha recuperado al calor de la etapa actual de la crisis sus impulsos movilizadores, y que si los partidarios más violentos de la MUD se quieren tomar las calles con miles de sus partidarios, otro tanto o más puede hacer hoy el PSUV-Maduro, con amplios sectores de masas enfrentados en esta fase de la crisis, resultado de  una extrema polarización acelerada tras la muerte de Chávez y el colapso petrolero.

Olvidan estos sectores de la MUD que el chavismo, al calor de su victoria a comienzos de siglo, se propuso y logró con todo éxito, realizar una refundación constitucional completa, copando naturalmente por derecho propio las posiciones mayoritarias y más importantes del andamiaje institucional del país, incluyendo la mayoría de las gobernaciones; factor que, salvo en Bolivia, no se ha hecho presente en los éxitos electorales de la década pasada en Argentina, Ecuador, Brasil y otros. El politólogo chileno, Genaro Arriagada, argumentando por qué el 70 por ciento de los chilenos están a favor de enterrar la constitución impuesta por Pinochet y adoptar una nueva, destaca la enorme importancia de que “los socialismos del siglo XXI pusieran en su centro una nueva Constitución y una Asamblea Constituyente”.

Olvidan igualmente, esos sectores violentos de la MUD, que el gobierno PSUV-Maduro tiene todavía entre sus pilares el apoyo de las FFAA Bolivarianas, en lo que, acertadamente, se ha caracterizado como unión cívico-militar. Este componente esencial en América Latina solo se ha logrado con claridad en Bolivia, pues en los restantes actores –con excepción de Nicaragua– las FFAA siguen hasta hoy siendo reserva y apoyo implícito de los bloques oligárquicos. Olvidan, asimismo, que al interior de la MUD han prevalecido y siguen prevaleciendo, divisiones, enfrentamientos y aspiraciones encontradas, con no pocos de sus integrantes dispuestos a dialogar y negociar con el gobierno PSUV-Maduro con el auxilio de la mediación internacional –al margen de la OEA– a la que se ha sumado activamente el Vaticano. Los sectores violentos de la MUD torpedearon la mediación –incluyendo las conversaciones Maduro-Shannon– y retomaron la violencia callejera, forzando así la adopción de un estado de emergencia, en cuyo contexto debieron ser aplazadas las elecciones para gobernadores y alcaldes por parte del gobierno. Sin duda –como apunta Terán Mantovani– “se trata de una de las crisis institucionales más serias de América Latina, abarcando todas las esferas de lo legal, lo social, lo económico y político, de todas las instituciones que constituyen la República de Venezuela”.

En dicho contexto tremendamente agudizado, el papa Francisco reiteró recientemente la disposición del Vaticano de continuar participando en la mediación internacional –tras anunciar Maduro su retiro de la OEA– y lamentó que la oposición no estuviera dispuesta a conversar con el gobierno porque está dividida, planteamiento este que “saca de quicio” a la oposición, en opinión de observadores extranjeros. Meses atrás, estudios de académicos venezolanos de la Universidad Católica Andrés Bello llegaban a una conclusión similar, agregando que ello le aseguraba así al gobierno una victoria efectiva. En el horizonte inmediato está la propuesta de una Constituyente por el presidente Maduro y de ahí elecciones para gobernadores y alcaldes. Este es el rumbo que debe ser negociado, pactado, para llegar a las presidenciales de 2019, con o sin mediación internacional, y donde deberá definirse hacia dónde se inclinará la mayoría de la voluntad popular. Si el gobierno logra beneficiarse de una relativa estabilización de los precios del petróleo, y alcanza un mejor funcionamiento de la economía interna y servicios, su posición podrá verse fortalecida de cara a una negociación exitosa y los procesos electorales apuntados; coyuntura ante la cual no pocas hipótesis han llegado a sugerir el reemplazo de Maduro por otro candidato, llegándose a especular con la posibilidad de que el nuevo vice-presidente, Tarek El Aissami, alcance las mayores posibilidades de ser el relevo. El referéndum convocado por Maduro para el 5 de julio, con el fin de validar la convocatoria a una Asamblea Constituyente, será un buen termómetro. Y si la MUD y otros opositores están seguros de ejercer “el monopolio de tesis” y la más amplia mayoría, no deben tenerle miedo a tal convocatoria.

Los poderes mediáticos siguen, no obstante, vendiendo la imagen apocalíptica de Venezuela, de la inevitable derrota del PSUV-Maduro y de la victoria no menos inevitable de las fuerzas de la oposición que reclaman poseer el 85 por ciento del respaldo popular, silenciando con premeditación, nocturnidad y alevosía, la más mínima cosa que pueda resultar favorable al gobierno PSUV-Maduro. El mejor y más reciente ejemplo se relaciona con los resultados más frescos de la muy respetable encuestadora HINTERLACES y su director, el sociólogo Oscar Sahémel (del que espero no me vengan a decir que está vendido al chavismo o cosas parecidas).

En sus estudios entre marzo y abril del año en curso, ¿qué nos revela? Veamos brevemente: el 76 por ciento desaprueba la intervención extranjera encaminada a derrocar al gobierno de Maduro; el 87 por ciento rechaza cualquier intervención extranjera de carácter militar; el 85 por ciento rechaza las “guarimbas”; el 83 por ciento apoya el diálogo entre Maduro y la oposición; el 61 por ciento NO CONFIA en que la oposición pueda resolver los actuales problemas económicos ni sociales como la inseguridad ciudadana; el 48 por ciento favorece la devolución de empresas ex-propiadas y un 87 por ciento reclama mayor importación de alimentos y medicinas. En materia de expectativas, dichos estudios arrojaban los resultados siguientes: 55 por ciento preferiría que Maduro sea quien tome las medidas para resolver los problemas actuales; 35 por ciento simpatiza más con el PSUV y el Polo Patriótico; 36 por ciento no simpatiza con ningún partido; 29 por ciento expresa su apoyo a la oposición en sus diferentes expresiones particulares (7 por ciento a Acción Democrática; 7 por ciento a Voluntad Popular; 6 por ciento a MUD-Unidad; 6 por ciento a Primero Justicia). A la hora de definir los encuestados “el perfil idealizado” de un dirigente, la mayoría de los venezolanos tienen su principal referente en Hugo Chávez y entre todas las figuras políticas del momento, Maduro sigue gozando de una preferencia mayoritaria.

Si le otorgamos a estos estudios y a la encuestadora HINTERLACES algún nivel de credibilidad, entonces nos asiste el derecho a cuestionar seriamente la veracidad y alcance de las imágenes apocalípticas que nos quieren vender e imponer. Además, siempre debemos preguntarnos –razonando debidamente que Caracas no es toda Venezuela– dos cosas: a. ¿En cuántos Estados tenemos situaciones idénticas o similares a las de Caracas? y b. ¿Por qué todas las “guarimbas” y los mayores niveles de violencia parten de los núcleos gestores de Altamira y Chacao, al este de Caracas, en tanto que el oeste se presenta como bastión del PSUV-Maduro? ¿Casualidad urbanística o razones de clase y color que no pueden ser ignoradas en esta ecuación? Creo que no podemos olvidar, ni pasar por alto, la Caracas de los mantuanos ni tampoco otra Caracas, la llamada “Caracas la roja”, que ya desde 1958 demostró su pujanza (y recuerden el amargo episodio de Nixon) y la que descendió de los cerros por cientos de miles para rechazar el golpe contra Chávez de abril de 2002.

¿Viraje a la derecha o recuperación de la izquierda?

La fase actual de agudización de la crisis venezolana, junto a la victoria electoral de Mauricio Macri (bloque electoral “Cambiemos”) en Argentina –apenas por un 3 por ciento por encima del candidato peronista, Daniel Scioli– fueron glorificadas por los poderes mediáticos como una suerte de recurva o regresión hacia la oleada neoliberal de los 80 del siglo pasado, y significando el fin del ciclo “izquierdista” o del llamado “socialismo del siglo XXI”. El cuadro se completaba con el golpe de Estado con cobertura legal en Brasil, poniendo fin al gobierno del PT presidido por Dilma Rousseff, quien tras prometer una drástica reducción de la pobreza y el hambre todavía persistentes en el país, enfrentaba un considerable desgaste político como resultado del estancamiento económico-social y los escándalos de corrupción, afectando a dos de los gigantes de la economía brasileña: PETROBRAS y Oderbrecht. The Economist se hacía eco de las encuestas que indicaban un 67 por ciento de desaprobación de su gestión poco antes de su encauzamiento, caracterizando su liderazgo como “Dilma’s fragile lead”. A ello se unía el revés –casi un empate– de Evo Morales en el tema de la reelección en Bolivia y el fin de la etapa de Correa en Ecuador, con grandes expectativas de recuperación del bloque oligárquico encabezado por el banquero Lasso y sus aliados.

En el Chile de los dos grandes bloques, una alianza caracterizada como de centroizquierda y durante años conocida como Concertación (Democracia Cristiana y Socialista), reemplazada solo de nombre por la Nueva Mayoría, se desintegra lentamente con la separación de la Democracia Cristiana y con un balance muy negativo de los socialistas (Ricardo Lagos y Michelle Bachelet) donde se distingue el abandono total de todo lo prometido. Los esfuerzos de los comunistas chilenos por estructurar una alternativa de izquierda no alcanzaron resultados tangibles, en tanto que la iniciativa de Marco Enríquez-Ominami en igual dirección apenas alcanzaba un 20 por ciento en las elecciones de 2009. Todo ello dibujaba una perspectiva de franca derrota, persistiendo la presidenta Bachelet en la fórmula de que “no hay progreso sin una sólida alianza entre el centro y la izquierda”, lo que ha permitido en verdad algunos triunfos electorales en el pasado, pero pagando por ello el elevado precio de abandonar sus propuestas más importantes de reformas y cambios, incluida la promesa de una nueva Constitución que suplante definitivamente la que fuera pactada con los militares y Pinochet como parte del proceso de transición de la dictadura.

Este fenómeno de las alianzas de centroizquierda ‒recordemos los tiempos de los famosos “frentes populares” de la segunda mitad de la década de 1930 y sus controversiales desenlaces‒ tuvo un episodio no menos elocuente: la alianza del PT de Lula con el PMDB y su dirigente Michel Temer. Alianza que hizo retroceder al PT en muchos de sus proyectos y promesas de cambios radicales, expulsando a sectores radicales de su seno e incluyendo su papel en debilitar el “Foro de Sao Paulo”. Si era indispensable semejante alianza, es tema a discutir interminablemente, pero el precio a pagar fue demasiado caro y culminó con Temer como el gran director de la salida golpista contra Dilma, en su momento de mayor debilidad, situación agravada con los escándalos antes mencionados de PETROBRAS y Oderbrecht.

Parecería, entonces, como si el diagnóstico del viraje a la derecha y el éxito de los bloques oligárquicos ‒como se ha repetido hasta el aburrimiento‒ estuviera ciertamente recuperando su hegemonía a nivel regional. Permítanme argumentar en contra con varios ejemplos de suma importancia en este mismo año y para el próximo.

Empecemos por la magnificada victoria (del 3 por ciento) de Macri en Argentina. En poco más de un año de gobierno, para diciembre de 2016, “las encuestas muestran que más argentinos piensan que el gobierno de Macri es peor que el de Cristina Fernández de Kirchner”. Public Opinion Poll e IPSOS Public Affairs así lo validan, reconociendo que Macri ha caído de un 78 por ciento de aprobación popular a un 51 por ciento, con un 42 por ciento desaprobando su gestión y el deterioro de su figura, producto de sus vínculos con los Panama Papers, con uno de cada tres argentinos en estado de pobreza y un 40 por ciento de inflación, con un 48 por ciento asegurando que la economía empeorará. Sus reflejos en las elecciones parciales de octubre no le auguran buenos resultados.

Después de la euforia que siguió a la victoria de Macri, todos los observadores se concentraron en las elecciones de Ecuador. La lógica triunfalista llevaba a la conclusión mayoritaria de que la oposición debería ganar tras formar un masivo bloque electoral para la segunda vuelta en abril, encabezado por el poderoso banquero Guillermo Lasso. Atrás quedaban tres elecciones presidenciales ganadas cómodamente por la Alianza País y su dirigente Rafael Correa, con un balance neto de beneficios económicos y sociales para la mayoría de la población (en las elecciones de 2013 Correa derrotó a Lasso con un 57,7 por ciento frente a un 22,68 por ciento). Correa había logrado pasar en el congreso una ley, en diciembre de 2015, eliminando los límites al mecanismo de reelección, pero con la condición ‒acuerdo pactado con la oposición‒ de que la misma entraría en vigencia solo después de las elecciones de 2013. Sin Correa como candidato presidencial, el bloque opositor de Lasso calculó que, de seguro, ganarían frente a Moreno. La segunda vuelta de las elecciones de 2017 dejaron a Lasso, a sus aliados y fuerzas regionales e internacionales que lo apoyaban, enfrentados a una derrota, por muy estrecho margen (51-49, números que reflejan nuevamente los procesos de extrema polarización que se despliegan en la región), ratificada por las autoridades electorales. Lenin Moreno y la Alianza País ganaban legítimamente. El periódico británico The Guardian ‒con corresponsales en el terreno‒ reconocía la importancia del éxito alcanzado, dadas sus connotaciones regionales, destacando que “si hubieran perdido (Moreno y la Alianza País), ello se hubiera interpretado como otra señal del retroceso en la región de la ola rosada”. La “ola rosada” ‒como la llamaron los corresponsales británicos‒ sugería claramente un rumbo muy diferente a las predicciones apocalípticas respecto a los altibajos y reveses de las opciones de izquierda en América Latina.

El gigante brasileño, por su parte, se prepara para las elecciones de 2018 y el muy democrático Michel Temer impulsa un marcado retroceso social en los derechos de los trabajadores, recortes brutales al gasto público, profundización de la precariedad social, recortes drásticos al sistema de pensiones y otros similares. La casi virtual paralización del país entero a fines de abril de este año, con huelgas y protestas por las políticas de Temer, que ya se anota 14 millones de parados, han marcado un derrotero bien claro: Lula será presidente en el 2018. En febrero de este año las encuestas indicaban que los niveles de aprobación de Temer se hundían, en tanto Lula rebotaba en punta con vistas a las elecciones de 2018. Este pasaba de 51,5 por ciento de las preferencias al 62,4 por ciento entre octubre de 2016 y febrero de 2017, de un abanico de 32 partidos políticos y numerosos candidatos presidenciales, avanzando más todavía y estimándose que obtendría el doble y más de votación que Marina Silva, que Jair Bolsonaro y otros. Y todo esto a pesar de los cinco procesos incoados por el equipo Temer en contra de Lula, incapaces de probarle nada todavía alrededor del caso PETROBRAS. A la salida de una comparecencia ante un juez en Curitiba, Estado de Paraná, Lula declaraba el 10 de mayo: “Si la élite de este país no sabe arreglarlo, a lo mejor va a tener que hacerlo un metalúrgico con estudios de primaria”, mientras miles lo aplaudían.

En el otro gigante, en México, se asiste a un inusitado giro: frente a la hegemonía histórica del PRI y los dos intervalos del PAN, el deterioro económico, social y político ha alcanzado proporciones tales ‒agravado como nunca antes por factores como el narcotráfico y la torpe e insultante injerencia del presidente Trump‒ que un número cada vez mayor de observadores ya contemplan la hipótesis de una posible victoria del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENA), encabezado por Andrés López Obrador, más conocido por AMLO, un par de veces candidato presidencial en el pasado. Un año atrás se especulaba ‒resumen publicado por Reuters‒ con un regreso del PAN, seguido por el PRI, MORENA en tercer lugar con un 17 por ciento de apoyo y lo que queda del otrora influyente partido de la izquierda, el PRD, en cuarto lugar con apenas el 6 por ciento de preferencia.

Capitalizando los factores mencionados, AMLO, además, parece contar seguramente con la influyente figura del independiente Miguel Macera, alcalde de la capital federal y la considerable ampliación de sus redes municipales a lo largo y ancho del país, donde ha ganado un número elevado de alcaldías. Los votos del PRD deben desplazarse hacia AMLO, su antiguo colega. Si algunos estudios recientes sugieren que tanto el PRI como el PAN podrían oscilar entre un 25 y un 30 por ciento de las preferencias, a MORENA-AMLO le conceden hasta un 36 por ciento. Apenas unos días atrás, figuras bien conocidas por su profesión anti-izquierda como Andrés Oppenheimer y Jorge Castañeda, desde perspectivas diferentes, coincidían en destacar la elevada probabilidad de López Obrador de ganar la elección del próximo año, aunque atribuyéndole la mayor cuota de culpa a la política del presidente Trump hacia México, los mexicanos, la frontera y la aterradora perspectiva de sensibles recortes en las remesas.

En el caso de Evo Morales, en Bolivia, su revés para incorporar como reforma constitucional el mecanismo de reelección, se ha querido presentar como el fin del MAS y de su dirigente para competir en las elecciones de 2019. Sin embargo, existen mecanismos a los que el MAS acudirá para garantizar que Evo pueda presentarse como candidato presidencial (reforma constitucional por votación parlamentaria, nueva interpretación del Tribunal Constitucional, recogida masiva de firmas o retirarse de la presidencia seis meses antes), pues aunque la oposición del Partido Democrático encabezado por Jorge Quiroga y otras fuerzas han ganado alcaldías y departamentos, no es menos cierto que en votaciones nacionales el MAS ha garantizado un apoyo superior al 60 por ciento y su administración exhibe ‒a diferencia de otros países de Latinoamérica‒ importantes avances económico-sociales, no solo con el rescate nacionalizador de empresas claves en la minería y las telecomunicaciones, infraestructuras y energía renovable, sino logrando una significativa reducción de la pobreza, por encima del 30 por ciento, incrementos en los niveles de empleo y salarios, alfabetización y escolarización, entre otros.

En Paraguay, luego de la maniobra golpista fabricada por un sector de los propios aliados del presidente Lugo y fuerzas de la derecha en el 2012 (casi idéntico a la movida golpista contra Dilma Rousseff en Brasil), la elección de Horacio Cartes por el Partido Colorado (derecha tradicional) pareció marcar otra larga temporada de regreso de la derecha con arreglo a un mecanismo de reelección, maniobra ampliamente rechazada por más del 70 por ciento de la población, incluyendo sectores no solo de izquierda y liberales, sino también grupos de colorados, lo que ha desembocado en un renacer y fortalecimiento del Frente Guasú (término en lengua guaraní que indica amplio o grande). Ignacio González Bozzolasco, sociólogo y profesor de la Universidad Católica de Asunción, luego de examinar la oleada derechista iniciada con la destitución de Lugo por el congreso en el 2012, subraya cómo la batalla contra Cartes y su reelección ha generado el renacer antes mencionado del Frente Guasú, el regreso de Fernando Lugo y un respaldo popular acrecentado por el apoyo de liberales de izquierda encabezados por el senador Blas Llano, lo que aseguraba para marzo de este año un apoyo superior al 50 por ciento del electorado con vistas a las elecciones de abril del 2018.

Chile verá de nuevo al ex-presidente Santiago Piñera concurrir como candidato de la derecha (bloque Chile Vamos) a las elecciones presidenciales de noviembre de 2017, mientras la maltrecha coalición de centro-izquierda Nueva Mayoría encabezada por los socialistas, llevan de candidato al senador independendiente Alejandro Guillier, luego de que Ricardo Lagos, viejo dirigente socialista y ex-presidente, renunciara a su candidatura, lanzada unos meses atrás. Parecería como si fuera un capítulo más de la alternancia del mundillo político habitual. Pero no lo es, puesto que a estas elecciones se apresta a concurrir una nueva formación política, el Frente Amplio, que aglutina 12 partidos, movimientos y organizaciones sociales, buena parte de ellos originados en los movimientos estudiantiles y obreros que sacudieron al país en el 2011, que se nutre de la creciente frustración entre los socialistas y otras fuerzas con respecto a la gestión de Michelle Bachelet a quien “acusan de renunciar a su agenda reformista con la que llegó al poder en el 2014” (Rocío Montes, El País, Madrid) y una abstención del 65 por ciento en las últimas municipales, síntoma inequívoco de frustración y apatía.

Los principales dirigentes del Frente Amplio, Gabriel Boric y Giorgio Jackson ‒destacados dirigentes estudiantiles del movimiento de 2011-, promueven como candidata presidencial a Berta Sánchez, polémica periodista que figura como tercera opción entre las preferencias presidenciales, detrás detrás de Guillier y Piñera. Si se quiere algún indicador válido para medir este nuevo polo alternativo de la izquierda chilena, tómese en cuenta que a poco tiempo de su formación se lanzaron a competir en las últimas municipales y le ganaron la alcaldía de la segunda ciudad en importancia, Valparaíso, para sorpresa de todo el mundo. Beatriz Sánchez lo ha dicho con toda claridad: el Frente Amplio “es el único que plantea un cambio de verdad”, incluida una nueva Constitución, participación ciudadana, economía democrática con crecimiento para todos, derechos sociales básicos y el aborto. Critica a los partidos tradicionales y al binomio Chile Vamos y Nueva Mayoría, en particular por haberle dado la espalda a la ciudadanía. Constituye un inesperado viraje político, otro ejemplo de la polarización política que se opera en toda la región; una fuerza a ser respetada sin apenas un año de fundada. Habrá que ver cuántos socialistas y gentes de izquierda independientes, abrazarán esta opción. Aunque el pronóstico es prematuro para vaticinar una victoria en noviembre, no caben dudas que abrirán nuevos rumbos por donde 2se abrirán las nuevas alamedas” ‒al decir de Salvador Allende, en su último mensaje al pueblo chileno frente al golpe militar de septiembre 11 de 1973.

Y si examinamos estas tendencias con cuidado y rigor, veremos que el triunfo de la oleada derechista frente a los errores, debilidades, inconsecuencias y reveses en el andar y desandar de los experimentos de las alternativas de izquierda en la mayor parte de la región, des-caracterizan el triunfalismo que animó la crisis en Venezuela, la estrecha victoria de Macri en Argentina y el golpe con fachada legal de Michel Temer. Estemos atentos a un giro caracterizado por nuevas derrotas de las fuerzas de derecha y sus bloques oligárquicos, y de nuevas victorias por la izquierda, sin recetas, prejuicios o esquemas preconcebidos.

Sobre los autores
Domingo Amuchástegui 31 Artículos escritos
(La Habana, 1940). Licenciado en Historia por la Universidad Pedagógica. Máster en Educación por la Florida International University. Doctor en Relaciones Internacionales por la Universidad de Miami. Fue Jefe de Departamento en el Ministerio de Re...
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