
El artículo 68 (que lamentablemente no fue el 69), es la “cortina de humo” detrás de la cual se esconden muchas otras cuestiones de mayor relevancia en el Proyecto de constitución. Puede observarse todo el debate mediático alrededor del mismo, relegándose a un segundo plano cuestiones como la distribución del poder, el rol de las autoridades, el Partido o la propiedad, que deben ser atendidos con mayor gravedad.
Pudiera incluso decirse que no es necesario que en una constitución aparezcan líneas referidas a algo que, desde mi punto de vista, debe ser naturalmente incorporado por la sociedad. Es como si la constitución debiera decirnos qué debemos hacer, si tenemos hambre, sed, o nos damos un martillazo en las manos. Pero, lamentablemente, el mundo ha sido construido bajo ciertos principios morales y culturales que legitiman solo una manera de entender la sexualidad, el placer, la felicidad, la familia o la procreación. Esas estructuras patriarcales, verticales y hetero-normativas, condenaron durante siglos a millones de personas que sufrieron todo tipo de escarnios, penalidades y muertes, simplemente por hacer valer su legítimo derecho a la felicidad y realización personal.
Muchos creen, y así lo han dicho en los medios, que el matrimonio entre dos personas del mismo sexo solo traerá un decrecimiento de la natalidad (¡!), o que niños y niñas crecerán bajo principios morales y éticos, terribles y reprobables, sin una figura paterna, que ponga orden, cree patrones y vele por su futuro. Tal creencia solo legitima al hombre, al varón como columna vertebral y única que sostiene toda la evolución humana. Mantiene la construcción cultural de que solo en una familia tradicional (madre- padre- hijo-hija) puede encontrarse la
felicidad y el bienestar. Reproduce todos los prejuicios que durante milenios se han erigido acerca de las prácticas sexuales, el deseo y el placer; observando que unos, son buenos y permisibles y los otros, frutos del pecado, el mal y la perversión.
Desde esa perspectiva binaria, uno pudiera preguntarse si no tuviéramos suficientes ejemplos en la Historia del mundo con las guerras, genocidios, saqueos, miserias, ambiciones y odios generados por figuras, comunidades y sociedades, estructuradas alrededor de familias tradicionales y prácticas heterosexuales. La violencia, la vanidad, la obsesión por el poder y la dominación, no tienen sexo, ni género: son resultado de conductas y complejos procesos humanos.
Nuestros hijos e hijas necesitan amor, cariño, respeto, educación. Gestos y acciones que pueden encontrarse en cualquier persona, sin importar su raza, estructura familiar o identidad sexual. Si se comprende que alcanzar la felicidad, el placer y la paz es un anhelo de todos los seres humanos, ésta búsqueda se convierte en un derecho elemental que no debe ser normado, condenado o limitado solo para algunos. La homosexualidad no acabará con el mundo, solo lo hará mejor, más justo y, seguramente, también más divertido.