
Breve nota introductoria
El presente texto constituye una síntesis de uno publicado originalmente en la revista Espacio Laical. El original, titulado “Cuba hoy: compatibilidad entre cambios reales y panorama constitucional” (http://espaciolaical.org/contens/publicacion/libro2/3848_cuba_hoy.pdf), es el fruto de una larga y animada conversación, una tarde del año 2009, en la parroquia de San Agustín, entre el padre Céspedes, Roberto Veiga y Lenier González; quienes le solicitaron a Monseñor que escribiera sus opiniones para ser publicadas.
En casi todos los países resultan frecuentes los diálogos y las disputas acerca de posibles cambios: políticos, económicos, etc. Varía la extensión, el grado de diferencia y la radicalidad o no que se otorgue a estos cambios. Cuba no ha sido ni es una excepción. Si recorremos nuestra historia desde que los cubanos ilustrados comenzaron a pensar en Cuba como una realidad política distinta de España, al menos desde los inicios del siglo XIX, el señorío estuvo casi siempre ocupado por la diversidad de criterios acerca de la naturaleza de nuestra Nación y de los proyectos que mejor se avenían con su identidad, naciente y adivinada primero, con mayores definiciones después.
Por otra parte -y es natural que así fuera-, quienes se ocuparon de la cosa pública en Cuba después del 20 de mayo de 1902 y hasta el 1º de enero de 1959, se organizaron en distintos grupos políticos, en cuya formación estaban presentes los intereses personales no siempre confesables, pero también los diversos “proyectos–plataformas políticas” acerca de la Nación. Estos “proyectos” normalmente desembocaban en la creación y sostén de partidos políticos diversos, de mayor o menor consistencia, apoyo popular, definición ideológica y perdurabilidad. Me parece que, simplificando mucho las cosas, la línea divisoria entre “las plataformas políticas” de los partidos (filosofía política y estrategias electorales de los mismos) pasaba por la concepción acerca del Estado, más o menos “fuerte”, según el caso, y más o menos inclinado a desarrollar o no una política social. Todo eso, “en principio”, porque en la práctica la mayoría de los partidos terminaban por ser “engañadores” y el tránsito de los dirigentes de una a otra organización, o la fundación de nuevos partidos fue moneda frecuente.
¿En qué radica la novedad de la temática hoy, en estos inicios del siglo XXI? En principio, dejo la historia en un segundo plano, al que recurriré sólo excepcionalmente. Me ciño a la actualidad, a la Cuba de ahora, a la de estos últimos años, después de un período prolongado de una relativa inamovilidad en cuestiones sustanciales: inamovilidad dentro del marco del “gran cambio” que fue la organización de la Nación y del Estado, con paradigmas socialistas, a partir de la evolución que tomó el poder el 1º de enero de 1959. Me estoy refiriendo a la Cuba posterior al discurso -ya citado- del 26 de julio de 2007, en el que el presidente Raúl Castro abrió las puertas a la posibilidad de sugerir y discutir todos los cambios, incluyendo “cambios estructurales y de concepto”, acerca de todo -o casi todo- en la realidad cubana. Por supuesto que Raúl Castro no deseaba con sus palabras desatar un proceso de irracionalidad en el terreno sociopolítico y económico. Basta tener una idea suficientemente clara acerca de su personalidad, para reconocer que lo caótico le ha sido siempre ajeno. Pero su discurso sí apuntaba a exorcizar la inmovilidad y el empantanamiento, responsables de tantos desganos y apatías sociales.
Toda nación que aspire a realizar la mayor dosis posible de bienestar para sus ciudadanos debe contar con un Estado visible, bien estructurado y apoyado en el consenso de la mayoría significativa de la población. La “fuente de derechos y obligaciones” debe ser, en cualquier Estado contemporáneo, una constitución que se avenga con la realidad del país, su historia, idiosincrasia, tradiciones culturales, etc. Dado su carácter de Ley Fundamental, la Constitución de un país no es un texto que se pueda estar manoseando a diario, ni que se pueda cambiar a capricho. Pero tampoco es un corsé que nos limite la respiración, como el que usaban nuestras tatarabuelas en los siglos XVIII y XIX. El propio texto constitucional, si está bien redactado, debe prever el cuándo y el cómo de sus eventuales reformas, si la situación cambiante del país en cuestión lo aconseja.
¿Cómo conjugar la proposición del presidente Raúl Castro del 26 de julio de 2007 con la fidelidad a la Constitución? ¿Se puede ser fiel a la Constitución y, simultáneamente, pensar en cambios de estructuras y de conceptos? En principio, esto es posible. Para que no lo fuera, esos cambios de estructuras y de conceptos eventualmente propuestos tendrían que referirse a la esencia misma del Estado, tal y cual lo organiza la Constitución vigente. En nuestro caso, se trata de la Constitución de 1976, reformada en 1992. En el caso de que esto no sea posible, ¿serían compatibles con la legislación constitucional anterior, o sea, con la Constitución de 1940? ¿Resultaría más conveniente acaso convocar una Asamblea Constituyente que redactase una nueva constitución acorde con los cambios postulados?
Personalmente estimo que, en principio, las constituciones no son textos elaborados para ser sustituidos cada vez que en un país sean demandados cambios, por grupos más o menos numerosos y bien fundados. Toda constitución incluye las normas de reforma de la misma constitución; es decir, prevé cuándo y cómo debe ser reformada, como indican los artículos 285 y 286 de la Constitución de 1940 y el artículo 137 de la Constitución vigente hoy. Además, una constitución bien elaborada no debe descender a normas muy con cretas, sino debería permanecer en el nivel de los principios que sustenten “la vida” de la nación, así como las leyes y reglamentos posteriores, que son los que deben sustanciar la puesta en práctica de esas cuestiones concretas, minucias o no. Una de las objeciones que suelen hacer a la Ley Fundamental de 1940 los especialistas en Derecho Constitucional es, precisamente, que desciende a “minucias” no propias de un texto constitucional. Sabemos que las razones de los miembros de la Asamblea Constituyente radicaban en la crisis republicana -sobre todo a partir del gobierno de Gerardo Machado-, al amparo de la Constitución de 1901. Pensaban que, al establecerse una nueva, más minuciosa, se podrían evitar las violaciones de los principios democráticos de la misma. Sabemos también hoy que la salvaguarda de una verdadera democracia depende de cuestiones más complejas que la buena redacción de un texto constitucional.
Existen propuestas acerca de la reforma constitucional y, aunque no dispongo de encuestas sobre las mismas, me da la impresión de que es la opción mayoritaria: elaborar una nueva Constitución. Tal y como se presenta esta posibilidad, me parece que se requeriría entonces la previa celebración de elecciones para una Asamblea Constituyente. Este sería el organismo responsable de redactarla para después someterla a plebiscito nacional, proceso en parte análogo al de 1939 y 1940. ¿Cómo se propondrían lo eventuales candidatos a constituyentes? Aquí hay un primer problema para esta opción, porque actualmente, en Cuba, los candidatos para cualquier organismo elegible son presentados por el único partido, el Partido Comunista de Cuba. Se discuten en asambleas de barrio, pero sabemos cómo de hecho funciona esto. De ahí que, precisamente, una de las realidades para las que se postulan cambios es el sistema electoral, unido a la opción por el monopartidismo.
En principio, el monopartidismo no está reñido con la democracia. Del mismo modo que el pluripartidismo no es garantía del buen ejercicio de la misma. Pero para que el monopartidismo fuese sustento de una democracia real, tendría que funcionar con unos criterios de transparencia y de libre debate de todas las cuestiones. De la transparencia y del debate libre deberían emanar las proposiciones que luego, según el nivel de las mismas (nacional, provincial, municipal), serían discutidas por el órgano de gobierno correspondiente. Otro tema de capital importancia que no podría eludirse en una situación de cambio real, estructural y de conceptos en Cuba, por cualquiera de las vías constitucionales que se elija, es la articulación de los poderes estatales.
Otros temas que rozan también las estructuras estatales son, por ejemplo la articulación de las Fuerzas Armadas y la articulación económica. En el segundo caso, podríamos preguntarnos hasta dónde pueden llegar las inversiones y las gestiones privadas; hasta dónde estos “privados” pueden ser extranjeros, etc. ¿En qué áreas se favorecerían las inversiones privadas, nacionales o foráneas, cuáles serían sus límites o cómo entrarían bajo el control estatal normal? ¿Cómo regular, a nivel constitucional, la tenencia de tierras? De las dobles y hasta triples ciudadanías, ¿qué? Según las constituciones de 1940 (artículo 15–a) y la de 1992 (artículo 32), se pierde la ciudadanía cubana por el hecho de adquirir otra. Ahora estas medidas constitucionales no se están teniendo en cuenta, no se aplican, y la cuestión de la doble ciudadanía se mantiene en una especie de limbo jurídico. Otro asunto constitucional interesante sería la estructura del Parlamento: ¿se volvería al sistema bicameral o se mantendría el actual sistema unicameral? Cada una de las dos opciones tiene sus ventajas y desventajas con respeto a la otra. En fin, la lista de asuntos a tener en cuenta sería sumamente extensa, pero los responsables no deberían excusarse de este esfuerzo a la hora de elegir la articulación constitucional más conveniente –Constitución de 1940 reformada, o Constitución de 1992 reformada, o nueva Constitución– para el proyecto nacional, provincial o municipal que se persiga.