
Presentación del libro «Por el camino del mar o nosotros los cubanos», 13 de febrero de 2017. Foto: Habana Radio
Quiero comenzar esta presentación con una observación muy personal. Acabo de leer, por segunda vez, muchos años después, “Por el camino de la mar…”, de Guillermo Rodríguez Rivera, que ya pasó por mis manos en su edición de 2005. Y volví a disfrutar ahora esta lectura tanto o más que la primera, sin que el retorno a pasajes conocidos me impidiera admirar de nuevo el ingenio de sus metáforas y su puntería para revelar los escondrijos que nos dejan muchas veces los relatos historiográficos. Es una obra escrita para regresar a ella.
Recuerdo que en 1975 tuve la suerte de leer por primera vez “Ese sol del mundo moral”, de Cintio Vitier (el privilegio sería más exacto decir), gracias a que alguien me lo hizo llegar publicado en México por la editorial Siglo XXI. Privilegio, porque lamentablemente sería desconocido por varias generaciones de estudiosos y estudiantes universitarios cubanos. Me sentí impresionado entonces por esa capacidad de Cintio de explicar en solo un centenar de páginas el trayecto esencial de nuestra historia nacional. Y de hacerlo centrado en la eticidad, con más verdad que la que me permitían hallar la mayoría de los historiadores. Hasta entonces, al menos, porque debo reconocer que la historiografía nos ha dado mucho en estas tres o cuatro últimas décadas.
No digo “verdad” pensando solo en la verdad de los hechos, que nos permite descifrar coyunturas, sino la Verdad con mayúscula, cuya coherencia da cuenta precisamente de la Nación.
Sin intención alguna de hacer comparaciones, esta sensación de hallarme ante una síntesis reveladora de una verdad integral es la que me transmite también Guillermo en su ensayo sobre la identidad del cubano, la cubanía, entre un orgullo legítimo y la reticencia a exagerar virtudes o edulcorar defectos. Conjugando lo uno y lo otro.
No será la lógica de la historia la que aporte el hilo conductor de la lectura en el caso de esta obra – en la cual el poeta y crítico que es Guillermo no vacila en filosofar – aun si lo pareciera en el comienzo del texto inicial, “Por el camino de la mar”, que da nombre al libro. Allí consigna las raíces de lo cubano que llegaron a nuestras costas por el camino de la mar en manos de los arauacos a través del collar de Islas que configura a el Caribe: esta única región americana que recibe su nombre a partir del mar.
Lo hace con todo rigor, pero también con ese toque de humor tan oportuno, propio de Guillermo, como cuando alude a Cristóbal Colón, “a la postre fundador del turismo”. De igual modo, vindica desde el comienzo, la centralidad del concepto de transculturación, que Fernando Ortiz opuso al de aculturación –con conocido impacto en la Antropología, después de ser asumido por Bronislaw Malinowski– y con la imagen también orticiana del ajiaco, definitivamente transcultural. Categorías claves las dos, ajiaco y transculturación, para quien se empeñe en la tarea de conceptualizar la cubanía.
Recurre el autor a la grandeza de nuestros libertadores y el legado que culmina en Fidel. Aunque no solo para definir la identidad en clave de glorias, sino para pasar después a despejar –a sugerirlo al menos– el debate sobre el “choteo”, conjuntamente con otros rasgos cuya constancia se hace característica como son el del “alarde”, la “palucha” o “aguaje” en la cotidianidad del cubano. El llamado “cubaneo”. Recuerdo haberle escuchado a Antonio Núñez Jiménez una interesante disertación sobre otra expresión representativa de estos rasgos: describía entonces la “parejería” del cubano.
Y en el entorno de una carga de secular guapería de tintes machistas, la cual el cambio radical de roles en favor de la mujer no ha superado del todo, destaca Guillermo la polaridad entre el papel de “cabrón de la vida” y el de “comemierda”, antípodas irreconciliables en el imaginario cubano.
Este primer capítulo culmina resaltando una presencia personal en nuestra historia reciente, la de Benny Moré, “guajiro pobre y negro que ascendió por su talento hasta ser el mejor cantante en un país de cantantes, y que respetó siempre sus valores de origen […] buen amigo, buen hijo, buen padre y mujeriego; una síntesis de lo que el cubano del pueblo querría ser y podía llegar a ser”. Benny Moré, que también inmortalizó en sus sones esa mirada fija a la mar, tras las bahías Guantánamo, Manzanillo, Santiago, Cienfuegos, Santa Isabel de las Lajas…, creo que pocas veces cantó con la mirada puesta tierra adentro.
Para mí el propósito profundo de Guillermo es el de descifrar una identidad que otros han descrito magnificando valores que tampoco aquí se escatiman, exaltando glorias incuestionables (o al contrario, hipostasiando defectos). O que logran balances a veces muy sugerentes (desde aquella nota sobre “El profeta” de Luis Aguilar León, escrita a fines de los 50 y difundida mucho como anónimo, hasta un comentario de un mexicano en un blog que recibí hace dos o tres días), pero que no comportan esclarecimiento de causalidades ni la integración de una imagen. Guillermo se vale en su empresa de un conocimiento indispensable de la historia, de la historia de la realidad y de la historia del pensamiento, de la gran historia y de la historia de la gente sin historia, como la llamara Juan Pérez de la Riva, la cual con frecuencia se pasa por alto.
Los 12 títulos que integran el libro se pueden considerar independientes y, a la vez, no lo son. Puede costar verlos como capítulos ligados en un hilo conductor hacia la elucidación del tema central. Este hilo existe, sin embargo, y no aconsejaría al lector desatender el orden sugerido por el autor, aunque se sienta tentado a hacerlo. Es obvio que no voy a pasar aquí por los 12, sino a detenerme solo en algunos aspectos puntuales que escogí entre otros.
El mar impone también, desde lo que Guillermo llama el “desamparo insular”, un especial condicionamiento migratorio, ligado a una singular seducción; “la maldita circunstancia del agua por todas partes”, como inspiró a Virgilio Piñera referir esa suerte de misterio y desgracia que te tientan a buscar “fuera” (allende los mares) lo que sientes que no has hallado “dentro”. El drama migratorio cubano es un tema necesariamente recurrente en la reflexión de Rodríguez Rivera, que define el equívoco existencial del exilio cubano con estas palabras: “imaginar el país que se ha perdido, el cual se reconstruye con datos transformados, re-semantizados, que vuelven amigo lo que históricamente no lo fue”. Regresa el autor al dilema migratorio, indiscutiblemente sensible, en uno de los capítulos finales, en la perspectiva de en la reunificación familiar.
Paso a otro punto, para decir que no creo haber leído una exposición de la insurrección de los vegueros de La Habana de 1717 que me revele tan claramente la magnitud de su significado como conflicto de clases, el primero visible, en una economía nacida en el contrapunteo del tabaco y el azúcar (siempre la luz que arrojó Ortiz). Tras este contrapunto se configuran dos maneras de vivir, “dos polos de un equilibrio”, en el cual se impone la frialdad de la ganancia azucarera que desde la segunda mitad del XVIII compromete al país por encima del producto más emblemático de nuestra identidad: el tabaco. “Desde entonces, gracias al mar, Cuba aprendió a vivir de su posición en la Tierra…” concluye Guillermo. El azúcar fue la commodity por excelencia del mercado europeo, que era propiamente el mercado mundial cuando el norte de América estaba poblado por trece austeras colonias del Commonwealth. Producto destinado a escapar de nuestras manos por el camino de la mar, para generar riquezas para otros.
Dedica también un capítulo especialmente a la religiosidad del cubano, creo que uno de los tres centrados con más precisión en uno de los aspectos que definen nuestra cultura. Impecable síntesis. Solo quiero aludir ahora al peso que le transfiere a la cubanía la asimilación de una lógica sacrificial de la filosofía cristiana del martirio [1]. Idea esta que estimo Guillermo atrapa muy bien cuando pondera “la exigencia de sacrificio en la vida, que el cubano reclama de sus jefes, por ser la definitiva prueba de legitimidad de su liderazgo”. Esta exigencia se corresponde con la respuesta sacrificial del pueblo que ha permanecido cerrando filas en actitud de resistencia, junto a quienes le conducen.
Otros dos son los capítulos añadidos en esta edición. En primer lugar, el titulado “Comer en Cuba”, que no se limita al erudito manejo de la tradición alimentaria, sino que toca a las escaseces padecidas, las limitaciones de las políticas para producir alimentos, el desafío real y las maneras de vivirlo ingeniadas por el cubano, que padece aun estas dificultades.
No puedo detenerme y dejo al lector que haga su descubrimiento. Lo mismo digo sobre “Sagüita al bate”, capítulo igualmente añadido, dedicado a “la pelota”, que es el nombre definitivo de nuestro deporte nacional; baseball para sus creadores, del cual nuestro lenguaje cotidiano da cuenta en numerosísimas expresiones. Esto refleja tal vez que se ha hecho parte de nuestra cultura de manera más arraigada incluso que donde nació, donde es un negocio jugoso y se juega con una destreza que solo desde el lejano oriente parece haber comenzado a competirse con éxito. Sospecho – no sé por qué – que estos dos capítulos han sido los más disfrutados por el autor al escribirlos. Se nota que sentía que les faltaban. El lector también los disfrutará mucho, sobre todo si gusta de “la pelota” y de la buena mesa.
No me extiendo en otros comentarios para no hacer monótona esta presentación (si es que he logrado que no lo sea hasta aquí). Solamente quiero reconocer a Claudia Fernández el cuidado impecable de la edición y a la editorial Boloña por haberlo vuelto a sacar a la luz. Y a todos ustedes, que nos honran hoy con su presencia, les reitero que nos encontramos ante una pieza indispensable de reflexión sobre lo que somos, ¡un ajiaco!, que merece ser leída, no con credulidad sino con la misma irreverencia con la cual ha sido escrita. Estoy seguro de que Guillermo agradecerá esto.
La Habana, 13 de febrero de 2017
*El presente texto se publica con la autorización de Aurelio Alonso. Apareció originalmente en la web del Centro Pablo de la Torriente Brau.
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[1] La verdad del mártir ha sido expuesta por Juan Pablo II como máxima expresión dogmática de la verdad en su encíclica Fides et ratio, que vio la luz a finales de 1998, tras muchos años de elaboración y que constituye a mi juicio su contribución filosófica más importante.