
I
Resulta sumamente probable que pronto la sociedad cubana posea una nueva Constitución de la República. Ello constituye un desafío enorme. Aseguro esto, porque la legitimidad y la eficacia de la misma dependerán: 1) de cuánto logre identificarse la generalidad de la ciudadanía con el texto; 2) de la elaboración debida de las normas jurídicas que demande la Carta Magna; 3) de la efectiva aplicación que hagan las instituciones de la nueva Constitución y de las leyes correspondientes; y 4) de la entronización de una práctica socio-política y de una cultura cívico-jurídica consecuentes con el “nuevo modelo social”. En tanto, toda la ciudadanía y la sociedad civil, toda autoridad e institución pública, deberán asumir este reto con ingente responsabilidad.
Por otra parte, también debo precisar que, en cualquier caso, por buena o ideal que resulte la próxima Ley de Leyes, esta emana de una coyuntura transitoria (o sea, de la necesidad de adentrar al país en un cambio de época); lo cual la convierte, de facto, en una Constitución transitoria. La misma, de seguro, exigirá reformas parciales y, además, en su momento, reclamará una revisión y reforma profunda de sus contenidos. Asimismo, resulta indudable comprender que, llegado este caso (ya se realicen muchísimas modificaciones o sólo se renueven unos pocos preceptos, pero de contenidos fundamentales y/o con transformaciones significativas), en ese entonces ocurrirá un cambio “copernicano” en nuestro sistema republicano. Sin embargo, debemos asumir ese instante con ciertas claridades, que tal vez aún están pendientes, acerca de una variedad de tópicos.
II
La Constitución de una República no es una “ley particular” o un “reglamento”, susceptible de fáciles derogaciones y sustituciones. Una Constitución, en sí misma, “ontológicamente” supone longevidad efectiva y vital. No obstante, también debe asegurar suficiente flexibilidad que la capacite para recibir enmiendas y reformas cuando situaciones concretas las requieran.
Asimismo, la construcción de un texto constitucional siempre puede estar sometida a la tensión de convertirlo en una declaración de principios y de meta-ideales, o de sólo asimilarlo a un elenco de instrumentos posibles de aplicar y emplear de acuerdo, meramente, a las condiciones del país. Del mismo modo, puede estar sometido a la tensión de recopilar unos “mínimos” con los cuales nadie, o casi nadie, pueda estar en desacuerdo, o refrendar unos “máximos” que pretendan garantizar la instrumentalización de todas las preocupaciones de cada uno de los ciudadanos. Sin embargo, los dos elementos de ambos binomios, y estos dos entre sí, no tienen por qué excluirse unos a otros; sólo deben ser integrados armónicamente.
Cualquier Ley de Leyes requiere de un conjunto de principios e ideales, y hasta de exigencias que pudieran resultar difíciles de cumplir en determinadas circunstancias, capaces de identificar el “sueño de país” que comparte la sociedad y de ofrecer promesas/exigencias que le indiquen a sectores en desventajas su inclusión en la senda del protagonismo y del desarrollo. No obstante, si logra lo anterior, pero no consigue bocetar, de manera suficiente, los derechos y los deberes, las instituciones y las autoridades responsables, así como los instrumentos capaces de asegurar el desempeño de la soberanía ciudadana, de la sociedad civil y del Estado en general, dejaría de erigirse en un documento de carácter constitucional y no disfrutaría de la capacidad necesaria para dotar de vida al “modelo social” esbozado. Igualmente, se hace indispensable comprender que dichos instrumentos deben ser diseñados con “total” realismo pues, de lo contrario, podrían resultar anhelos por conquistar y no caminos ya transitables en la búsqueda de ese sueño de lo posible.
Por otra parte, también podríamos encontrarnos ante el dilema de preferir un documento constitucional de “mínimos”, o un texto de “máximos”. Al respecto, es obvio que siempre sería beneficios a una Carta Magna de “mínimos”. Sin embargo, estos “mínimos” habrían de quedar bocetados de manera que orienten sólidamente el desarrollo de los “máximos”. Para ello, los preceptos constitucionales deben asegurar, con rigor, la responsabilidad de los organismos estatales para garantizar que la Constitución no se reduzca a letra muerta, a esqueleto sin músculos ni nervios –como dijera monseñor Carlos Manuel de Céspedes. En tal sentido, por ejemplo:1) los organismos legislativos deben elaborar la legislación complementaria requerida por la Constitución; 2) los ejecutivos, administrativos y políticos han de ejecutar la legislación eventualmente elaborada de acuerdo a los principios constitucionales; y 3) los tribunales deben permanecer vigilantes ante la elaboración de leyes y reglamentos y ante su aplicación en situaciones concretas, para así lograr la mayor justeza posible.
Sin embargo, cuando se han debilitado la cultura jurídica y la práctica socio-político-jurídica, pueden no estar garantizadas:1) ni la claridad necesaria para el desarrollo de los “máximos” a partir de los “mínimos” constitucionales; 2) ni la voluntad socio-política de someterse, con rigor y eficacia, al imperio de la Ley de Leyes. En estos casos, muchos apuestan a un texto que trascienda los “mínimos”, con el propósito de forzar la búsqueda de claridades y el compromiso de la voluntad política. Esto, en dichas condiciones, resulta lícito y podría ser conveniente. No obstante, debo señalar que este empeño caracterizó la redacción de nuestra gran Constitución de 1940, y ello no aseguró el requerido desarrollo de tales propósitos.
III
La actual propuesta de Carta Magna, que pronto será sometida a referendo, facilita el derecho inalienable de reformar su contenido. En tanto, el Artículo 221 establece que: “Esta Constitución solo puede ser reformada por la Asamblea Nacional del Poder Popular mediante acuerdo adoptado, en votación nominal, por una mayoría no inferior a las dos terceras partes del número total de sus integrantes.” O sea, instituye un mecanismo ya convencional para modificar su texto. Sin embargo, en el inciso g del Artículo 92, garantiza que también la ciudadanía pueda ejercer la iniciativa constituyente. Esto sí resulta una novedad, no consagrada aún por constituciones de países importantes.
Esta parte de todo texto constitucional, denominada “cláusula de reforma”, posee extrema importancia. La misma está llamada a constituirse en garantía final, aunque no única, de la soberanía popular y de la primacía de la sociedad con respecto al Estado. En esta cláusula se determina, aunque para muchos pueda resultar imperceptible, dónde radica, de veras, el origen del poder y el primer poder en toda sociedad. En tal sentido, debe precisar, con sumo esmero, quiénes tendrían facultad constituyente. Igualmente, debe detallar cómo proceder en caso de reforma parcial y menor; o de reforma total, o de la mayoría de los preceptos, o sobre cuestiones fundamentales.
Para finalizar, y sólo con vista a una reforma futura, deseo esbozar cinco nociones, con el propósito de interpelarnos: 1) En caso de que la reforma sea total, quizá sea pertinente la convocatoria a una Asamblea Constituyente, que apruebe cada modificación con el consentimiento del 60 por ciento de los delegados, y finalice el proceso a través de un referendo. 2) Cuando la reforma sea parcial, tal vez pueda continuar gestionándose en el propio Parlamento y, de igual forma, cada modificación se apruebe con el consentimiento del 60 por ciento de los diputados. 3) Sin embargo, si la reforma parcial proviene de la iniciativa ciudadana, acaso también debería participar en el plenario, con voz y voto, un grupo de representantes de la ciudadanía que ejerció este derecho, equivalente a determinado por ciento de los escaños parlamentarios. 4) Por otro lado, sería conveniente mantener que las reformas menores, tramitadas en el propio parlamento, no requieran referendo. 5) Asimismo, resultaría un acto de “justicia suprema” salvaguardar y defender tanto la posibilidad de reforma de cualquier aspecto de la Constitución, así como el imperativo del referendo para cuando las reformas parciales se refieran a los derechos y deberes consagrados en la Constitución; o a cuestiones relacionadas con los elementos fundamentales del Estado, así como a la integración y facultades del Presidente de la República, del Parlamento, del Gobierno o del Sistema de Justicia.