
Una vez más en la llaga del dedo…
Quien pretenda definir la construcción de la identidad cubana en asuntos de raza y etnicidad atraviesa por complejas definiciones de estrechos márgenes. Desde esta perspectiva, la conformación de la nación ha dejado incontables evidencias del acento intrínseco de la cubanía del ciudadano negro, quien carga a sus espaldas los 400 años de diálogo entre racismo y antirracismo (binomio palpable en la médula cotidiana de la contemporaneidad insular).
Al respecto, tales aproximaciones transitan por dos carriles de identificación semántica: la primera, enmarcada en lo “cubano”, condición de larga duración y resultado de profundas renegociaciones; la segunda, desde lo “afrocubano”, denominación perceptible desde los años 20 del siglo pasado que, lentamente llegando de fuera hacia adentro de la insularidad, se actualiza y recicla dentro de la oratoria del espíritu nacional[1].
Ambas denominaciones son empleadas indistintamente en espacios académicos, espirituales y artísticos. Su uso revela relativa ambigüedad, que por momentos homologa las interpretaciones alrededor de la problemática raza y etnicidad. Sin embargo, son diferentes sus representaciones en cuanto a decursar histórico, político, social y cultural.
Mi objetivo es reflexionar en torno a tales términos ―cubano vs./y/o afrocubanos― en cuanto a su complejidad dentro del proceso nacional y los caminos comunes de su trayectoria que explican su presencia en los debates actuales sobre las desigualdades, la discriminación y el activismo social. Sus contenidos y empleos han servido tanto de reconocimiento y auténtico método de indagación, así como de prácticas de exclusión y marginalización.
Nada pedir como negros, todo como cubanos
Antonio Maceo, el líder negro más importante de la Guerra de Independencia (1868-1898) insistió, una y otra vez, en que el camino de la integración de los ex-esclavos y libertos se validaba, en primer lugar, desde su pertenencia grupal a la nación; luego se ubicaba el estamento y el color de la piel[2].
En este sentido, las definiciones de criollo y cubano en oposición a español comenzaron tempranamente, antes de que sonara el primer tiro en la manigua, cuando ya se cuestionaba dentro de la blanca dirigencia mambisa el tipo de inclusión de los negros en los campos de batalla y el proyecto de independencia (Poyo, 1998; Ferrer, 2011). La permanente mención de tal condición entre los militares negros operó en calidad de argumento ante las reticencias del sentido común conservador insurgente, además que enfrentaba las tradicionales acusaciones de racismo anti-blanco y supremacía negras (Helg, 2000). El discurso de “negro cubano” marcó la estratégica plataforma política-social del grupo en conformación, filtrado en sectores, capas, y marcado por las jerarquías sociales y las múltiples combinaciones resultantes entre negros, blancos y mestizos.
La sociedad colonial cubana post-emancipatoria (de finales de la centuria decimonónica), reforzó el proceso de reclamo aprovechando la incipiente civilidad. Buena parte del activismo de la raza negra facturó sus demandas y negociaciones desde el reconocimiento y desde su valía grupal (Hevia, 1996; Montejo, 2004). Junto a la propaganda antirracista de José Martí, las tempranas voces de Juan Gualberto Gómez, Martín Morúa Delgado y Rafael Serra dejaron constancia de la inclusión.
A pesar de algunos matices clasistas y divisiones internas en sus posiciones, los intelectuales “de color” trazaron desde la educación y la autosuperación su línea ciudadana coqueteando con el canon e imagen del sujeto nacional blanco, culto y civilizado. En la República, el ejercicio de la ciudadanía en estas cuestiones osciló contradictoriamente entre la visión martiana de una república con todos y para todos y el contexto social racista (De la Fuente, 2000). Durante cinco décadas los sectores de los activistas negros reclamaron lo que les correspondía.
Sin embargo, las fronteras del juego de la igualdad racial se marcaron violentamente con la masacre de los miembros del Partido Independiente de Color en 1912, definiendo el grado posible de su participación política. Luego de la “guerrita de los negros”, la labor de los no-blancos fue presa de las maquinarias electorales y la propaganda periodística que llamó a la aceptación de la jerarquía social (Castro, 2002; González, 2004). La élite negra continuó su discurso de “negros cubanos”, pero se distanció de las expresiones sociales de la mayoría pobre y popular de su raza. Pero justo en el instante que renegociaba su espacio de distinción y prestigio alejado de la influencia africana, llegó la moda del “movimiento afrocubano”.
Afrocubano: insular, congo y carabalí
Antonio Veitía introdujo la denominación en 1847 (Barcia, 2004). Sin embargo, lo “afro”, durante siglos, fue sinónimo de barbarie y de salvajismo, una latente marca de opresión que los propios negros ilustres prefirieron olvidar a cambio de su reconocimiento. La identidad del negro cubano transitó muchas veces en su oposición, por las constantes alusiones públicas a los temas de brujería, ñañiguismo y mala vida. En 1906, Fernando Ortiz en su libro Los negros brujos retomó el prefijo desde su estudio del Hampa Afrocubana bajo la influencia del racismo científico (Ortiz, 1906, Bronfman, 2004). Décadas más tardes, el propio Ortiz extendió de forma auténtica y desprejuiciadamente el término, popularizando su acepción entre un grupo de intelectuales y estudiosos.
Los años 20, con la influencia de la moda primitiva africana de las vanguardias artísticas europeas y el movimiento de Harlem Renaissance reconfiguró lo “afro” en el campo cultural asociándose al discurso del mestizaje. No obstante, funcionó en contradictorias lecturas al igual que la narrativa de la “identidad cubana”: de un lado, recomendó la actualización de la imagen de negro desde la etnografía como sujeto, pero también funcionó como dispositivo de control social y minimización de los conflictos raciales (Kutzinsky, 1993; Benítez, 1996; Moore, 1997).
Los llamados productos “afro” ―la rumba, la danza y la música― pasaron por cierta purificación semántica, convirtiéndose en calidad de folklore exótico. Lo cierto es que el término dinamizó el debate cultural y científico durante décadas, pugnando junto a lo cubano en materia de identificación y reconocimiento. Su calidad de “antídoto de Wall Street” da cuenta de sus préstamos y reapropiaciones (Carpentier, 1933).
Así aconteció hasta 1959… cuando “llegó el Comandante y mandó a parar”.
La batalla más dura de la Revolución
Durante 40 años el discurso político de la subversión iniciada en 1959 minimizó la palabra afrocubano del espacio público, ubicándolo junto a otras imágenes del “antiguo régimen” y calificadas de desvirtuar la moral comunista y la formación del “Hombre Nuevo”. Su mención se realizó mayormente desde el discurso del pasado esclavista y racista colonial-republicano, con la función de legitimar el nuevo orden.
Blancos, negros y mestizos, cubanos sin distinción, vivieron por décadas, amén a los prejuicios solapados, favorecidos tanto por los espacios de socialización revolucionaria como por el reconocimiento efectivo de la igualdad social y disfrutaron de los nuevos espacios de socialización al amparo de la jurídica igualdad de derechos. En tanto, los resortes de adaptación del racismo se reacomodaron en el proyecto social, bajo el silencio de las instituciones. El ejercicio ciudadano potenció su símbolo y significado, hasta finales del siglo XX en que las desigualdades sociales, con la crisis, revelaron la impronta del color de la piel (Alvarado, 1996; Colectivo de Autores, 2010).
De esta manera, lentamente se ha desarrollado un debate social en materia de relaciones raciales, donde participan algunos sectores de intelectuales y artistas. El racismo ya se reconoce como parte intrínseca de la identidad cubana por la fuerza de su tradición, cultura e historia. La capacidad mutante de los esquemas de diferenciación racial y de clase, se acompaña del conservadurismo de las mentalidades, y reproducen tanto ingenuos como intencionadas prácticas, textos e imágenes. Desde ese carácter, la distinción “afrocubano”, a tono con la movilización afrodescendiente de la región desde el 2001, después de la Conferencia de Durban, África del Sur, se convierte en la Isla un necesario mecanismo de reconocimiento y activismo social.
Y entonces cómo quedamos…
En los últimos años el término afrocubano ha ganado espacio, atención y definición académica e intelectual en Cuba en cuanto a relaciones raciales, sumándose al papel tradicional de los estudios sobre etnias y culturas africanas (Fernández, 2009; Rubiera y Martiatu, 2011)[3]. Ambas identidades ―cubano y afrocubano―, desde su confluencia, intercambios y flexibilidades de apropiación, conviven en el cuerpo de la nación definiendo insistentemente al grupo portador de su práctica.
Aún nos queda por profundizar en el proceso particular de sus relaciones sociales, imponiéndose una mirada crítica y alejada de los clichés y maniqueísmos. Para acometer la profundización de tal objeto de estudio en la Cuba de hoy una cuestión es palpable: mientras persista el racismo en sus variantes y facetas de exclusión, el ciudadano negro actual se reconocerá cubano por definición a su condición histórica, pero también afrocubano en oposición, autoestima y respeto a la memoria histórica del pasado.
Notas:
[1] En este sentido, recuerdo las observaciones de la historiadora María del Carmen Barcia Zequeira, cuando afirmaba que hablar de afrocubano equivalía a mencionar también a los hispanocubanos e indocubanos. Advertía que descomponer tales raíces minimizaba la resultante general del proceso de formación de nuestra identidad, si bien reconocía los diversos recorridos históricos de cada grupo. Al respecto, la necesaria deconstrucción de la identidad cubana en sus prefijos hispano/afro/indo es el camino más válido en la revaluación y reconocimiento del valor de tales fragmentaciones en el proceso histórico por los procesos de silenciamiento e invisibilización al interior de la narrativa de la identidad cubana
[2] La afirmación de Antonio Maceo la escuché por primera en 1999 en el curso sobre el negro en la bibliografía cubana, que impartía el profesor Tomás Fernández Robaina en la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí.
[3] El empleo del término afrocubano en calidad de discurso aún se encuentra en discusión académica. Generalmente son más frecuentes las menciones de relaciones raciales y racialidad. Hay cierta reticiencia a su utilización por el prefijo que implica otras consideraciones culturales relacionadas con la herencia africana. No obstante, fuera de Cuba es común su denominación discursiva en referencia a investigaciones o movimientos sociales y artísticos.
Bibliografía
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