
Imagínese en la sala de un museo. Imagine también que frente a la evidencia de nuestras luchas emancipadoras del siglo XIX, la persona que le sirve de guía resuma la historia de Cuba en estos términos: “Primero colonia de España; luego americanos aquí; ahora, Revolución”. Tremendísimo poder de síntesis, ¿verdad? Pero eso no es todo. Imagine palabras en un pésimo francés, colocadas a capricho, dichas a pasmados turistas que, para colmo, escuchan respecto a un ejemplar de Versos sencillos autografiado por su autor que Martí es, también, el creador de la Guantanamera. No lo invento, juro solemnemente que lo presencié, junto a mi primita, cierto día en cierto museo de La Habana.
La anécdota es muy gráfica: muestra la facilidad de un discurso que casi en los mismos términos escuché a otra guía, eterno ritornelo que simplifica hasta el extremo asuntos tan serios como los asociados a los objetos allí reunidos. Es señal también de esas poses grotescas que algunos asumen cuando tratan con el público venido de allende los mares.
Es cierto que lidiar con tales visitantes debe ser muy difícil. Supongo que hay varias maneras de ser turista. Debo confesar que mi conocimiento sobre el asunto es muy limitado y nada empírico. Lo que sé de ellos, o sea, casi nada, lo he aprendido viéndolos andar, medio desasidos de todo —cualquiera diría que hasta de ellos mismos— por nuestras calles. Y también para ellos debe ser muy complicado lidiar con los eternos “amici”, con ofertas de todo tipo y con sonrisas falsas y mezquinas.
Para algunos cubanos, un turista —y por extensión un extranjero, el otro por excelencia— es el tipo con dinero para despilfarrar y, sobre todo, pagar comidas y tragos. Otros les ven cara de bobos y quieren estafarlos, y los hay, con colonizado espíritu, seguros de que nada de lo nuestro vale y que lo bueno es solo lo ajeno.
Otra anécdota: un bicitaxero —o bicitaxista, ¿cómo se dirá bien?— casi frente al Castillo de la Fuerza, le contaba a una turista su versión de la historia de Isabel de Bobadilla. Sí, esa dama fue, según el improvisado cronista, y no de Indias, una de las primeras extranjeras que se fijó en un criollo… Hasta la Giraldilla debe haberse estremecido.
Basta que una cubana sea un poco blanquita y use una pamela —es mi caso— para que le pregunten el pesado “Where are you from?”. “From Camagüey”, le respondí a uno. Por su cara de idiota no pude menos que echarme a reír y decirle: “Qué fiasco, ¿verdad?”. De más está confesarles que, como por arte de magia, perdió su interés en mí.
También están los que confunden cortesía con sumisión: en algunas instituciones públicas se modifican los horarios porque, imagínense, “hay que esperar por ellos”. Tal fue la respuesta tras la larga espera por un concierto que nunca comenzó en tiempo. Son esos sietemesinos de que hablaba Martí, pues semejantes actitudes son cara y envés de una misma moneda. Y serán más frecuentes y visibles en la medida en que aumente la afluencia de visitantes.
Tendremos que soportar, como le pasó a otro primo mío —y esto sí fue en Camagüey— que un gringo le preguntara si tenemos Himno Nacional. Pero si a ese desconocimiento flagrante e irrespetuoso oponemos actitudes tan poco profesionales como la mostrada por la guía del museo habanero, créanme que haremos de Cuba una caricatura. Y no pretendo que en trance semejante deba impartirse una conferencia magistral, o adoptar actitudes chovinistas. Nada de eso. Basta con una pizca de sentido común, sensibilidad y ética profesional para encontrar el tono justo que haga de la acumulación de objetos —hablo del museo— una expresión de la vida misma de la que formaron parte. Por eso vamos a esos sitios, no a prender cirios o varitas de incienso. Vamos para sentir la aureola de cuanto nos antecede, de cuanto somos.
Convendría no anteponer poses ni disimulos frente a los ojos ajenos que, escrutadores, nos miran. Tampoco frente a esos para quienes somos el telón de fondo, entregados como están al sol y a las playas. Pero a todos debemos tratarlos con respeto, al tiempo que debemos exigírselo también a ellos; sin olvidar que al respetarlos nos respetamos a nosotros mismos.