Así nacía la sana laicidad que viene pujando a lo largo de los últimos siglos. Ciñéndonos al campo religioso, dos extremos se han ido alternando en contra de la sana laicidad: la confesionalidad del Estado, pretendiendo imponer a todos una religión, y el laicismo empeñado en eliminar el sentimiento y el hecho religioso. Cuando uno piensa en estos dos extremos, viene a la mente un chiste de nuestro inolvidable Mingote; dos viejitos sentados en un banco ven cómo un niño arroja una piedra contra el escaparate y comentan: “gamberro será, aunque todavía no sabemos si de izquierdas o derechas”.
Si aceptamos la libertad religiosa como un derecho de los ciudadanos para tener una religión, varias o ninguna, el gobierno representante del Estado tendría que ser aconfesional. Sin embargo, debería garantizar la posibilidad de que los ciudadanos puedan ejercer ese derecho siempre que respeten el orden público y el bien común.
Una manifestación de la democracia verdadera es la libertad religiosa. Se trata de un derecho anejo a la dignidad de la persona. No resulta un derecho concedido por las religiones ni por los gobernantes políticos. Constituye un derecho de cada persona, que a su vez siempre se integra en su comunidad, sin la cual no hay un Estado moderno. En tanto, en cualquier comunidad, Estado, las personas pueden ser ateas o agnósticas, musulmanas, hindúes, cristianas o ser fieles de otra religión. Por ende, una democracia real conlleva el respeto y a la satisfacción de ese derecho. En consecuencia, cualquier atentado en contra del mismo resulta un delito contrario a la verdadera democracia.
No obstante, en muchísimas sociedades abundan esos delitos en contra de la libertad religiosa. Pero esto no debe extrañarnos pues, por ejemplo, se suele declarar de modo grandilocuente que todas las personas tienen derecho a un trabajo digno y vemos normal que, incluso en países económicamente ricos, haya varios millones de personas que ni siquiera encuentran un modesto empleo; y esto también resulta un derecho esencial.