
Imagen: «A Garland for May Day 1895, original relief print», Walter Crane
I- ¿De qué se habla cuando nos referimos a los derechos sociales?
A poco más de una década del fin de la Guerra Fría, el elenco de promesas incumplidas por el capitalismo globalizado resulta inquietante. Las desigualdades, la pobreza y los privilegios no han dejado de crecer. La historia, a pesar de las oraciones fúnebres pronunciadas en su nombre, se niega a asistir a sus exequias y la sociedad abierta dista de estar asegurada. La fuerza persuasiva con la que el lenguaje de los derechos ha irrumpido en los últimos tiempos es sólo un síntoma de esa insatisfacción.
Y es que, en cierto modo, la historia de los tiempos modernos ha sido la historia de una serie de luchas, arduas y dispares, por la conquista de derechos, de contrapoderes capaces de contener, en ámbitos diferentes, los efectos opresivos de micro y macro poderes que, desprovistos de límites y controles, constituyen una amenaza para la autonomía individual y colectiva de las personas, sobre todo de las más vulnerables.
Este fue el sentido de los derechos liberales, surgidos contra el absolutismo político, clerical o policial. Y también en ese proceso histórico debe situarse la aparición de los derechos sociales, nacidos como un producto tardío (y no siempre deseado) del proyecto ilustrado, con el objeto de compensar o remover los elementos de explotación y exclusión inherentes al desarrollo capitalista.
Desde un punto de vista histórico, de hecho, la consolidación de los derechos sociales como categoría jurídica forma parte de un proceso relativamente reciente. En el plano del derecho positivo, su reconocimiento más o menos generalizado no tiene siquiera un siglo. Y los movimientos sociales que los impulsaron, apenas algo más. Son parte, en suma, de un paradigma joven, inmaduro y, en último término, inacabado.
Entre quienes poseen una sensibilidad igualitaria, el reclamo de derechos sociales suele evocar emociones favorables. Los derechos sociales expresan expectativas de recursos y bienes asociados a la promoción de objetivos de justicia social y a la protección de los más débiles. Sin embargo, el mundo de los derechos sociales no ha sido, ni es, monolítico. Pues si los derechos en general dan cobertura a intereses y necesidades de las personas, lo cierto es que la articulación de dichos intereses no es nunca ingenua. Responde a sujetos, a actores concretos, de cuya fuerza y capacidad de organización depende el alcance que se les otorgue y las vías que se establezcan para garantizar su preservación.
En ese sentido, los derechos sociales, como todos los derechos, han sido derechos contradictorios. Han reflejado los intereses tanto de los sin poder como de los poderosos. Allí donde han tenido vigencia efectiva, han supuesto la extensión de los beneficios del progreso social a vastos colectivos que hasta entonces habían permanecido marginados de ellos. Pero, a diferencia de las garantías relativamente estables que recubrieron la evolución de los derechos liberales clásicos, los mecanismos jurídicos de protección de los derechos sociales han sido inconsistentes, frágiles, e incluso en sus momentos históricos de mayor expansión el acceso a su disfrute ha sido desigual y, en buena, parte discriminatorio.
Ello explica que el lenguaje de los derechos y sobre todo de ciertas políticas sociales asistenciales haya operado, según las circunstancias, bien desde una lógica paternalista ilegítima, bien desde una lógica emancipatoria. O dicho de otra manera, que haya encerrado tanto fines de dominación, dirigidos a ocultar o profundizar privilegios y jerarquías, generando nuevas formas de subordinación y control social sobre individuos y grupos vulnerables, como fines igualitarios y de autonomía, orientados a liberarlos del miedo y la necesidad.
Los múltiples embates contra el Estado social tal como se ha conocido en el siglo XX han traído consigo una actitud hostil frente a los derechos sociales. Hoy en día, las posiciones hegemónicas oscilan entre el retroceso más o menos abierto hacia un modelo residual, minimalista de derechos sociales y, si acaso, el mantenimiento de los tradicionales esquemas corporativos y particularistas de protección. Ninguna de estas perspectivas, sin embargo, ofrece respuestas satisfactorias a las transformaciones económicas, sociales y culturales que hoy ponen en cuestión la configuración moderna de los derechos de ciudadanía.
La modernidad, en efecto, es un proyecto sociocultural vasto, originalmente europeo, cuyas ambiciones y promesas revolucionarias han sido recortadas, canceladas o cumplidas de manera perversa bajo los límites estructurales de desarrollo impuestos por el capitalismo mundial. El Estado social tradicional, que es el marco histórico en el que se consolidan los derechos sociales, es un reflejo cabal de esas contradicciones. Precisamente por eso, no cabe defenderle como un fin en sí. Es preciso establecer qué tipo de Estado social ha de considerarse valioso y qué tipo de derechos obliga a reconocer a las personas.
En ese sentido, un proyecto neo-ilustrado debería corregir, extender y, en último término, refundar las bases sobre las que pretendió articularse el proyecto moderno de emancipación humana, progreso moral y remoción de los privilegios. Entre las tareas de esa segunda ilustración ocupa un lugar central la de dotar a los derechos de mejores garantías, de vínculos y controles idóneos para preservarlos frente a todas las fuentes de abuso de poder y dominación, sean éstas públicas o privadas, estatales o internacionales. Lo cual, en último término, supondría potenciarlos como instrumentos, no ya de desmovilización, de control social o de simple repliegue a un ámbito de inmunidad privada, sino de autogobierno y compromiso comunitario.
Esa perspectiva crítica plantea una serie de interrogantes y desafíos impostergables para una nueva cultura de los derechos sociales. En primer lugar, como se ha dicho, los que tienen que ver con su justificación como derechos. Pero también los que tienen que ver con sus potenciales titulares, con su ámbito espacial de vigencia, con sus vínculos con las generaciones pasadas y futuras, con los agentes obligados a su satisfacción o, simplemente, con las mejores vías, políticas y jurídicas, disponibles para garantizarlos.
II- Los derechos sociales como derechos constitucionales
En un sentido normativo, el constitucionalismo puede entenderse como un sistema de vínculos y límites al poder en beneficio de los derechos de las personas. Se trata, sin embargo, de una definición relativamente formal. Nada dice, en efecto, acerca de qué poderes deban limitarse, ni de qué derechos deban garantizarse a las personas. El poder, según se ha dicho, consiste en la capacidad de dominar a otros, es decir, en la posibilidad de influir de manera arbitraria en el ámbito de sus elecciones. La finalidad del constitucionalismo es minimizar las posibilidades de dominación haciendo responsables a los poderes, es decir, imponiéndoles límites y controles. De acuerdo a la forma en que se planteen dichos vínculos pueden deducirse concepciones del constitucionalismo distintas e incluso contrapuestas.
Para la tradición liberal conservadora, el constitucionalismo aparece como una técnica dirigida a restringir la actuación de los poderes estatales en resguardo de los derechos civiles. Entre estos últimos se incluye, con carácter privilegiado, el derecho de propiedad privada y la tutela de las libertades contractuales. El constitucionalismo social, en cambio, también reconoce a los poderes privados, a la autonomía mercantil, como un posible factor de dominación y vulneración de los intereses de las personas. Por lo tanto, se propone a sí mismo no sólo como un constitucionalismo de derecho público sino también de derecho privado. O, lo que es lo mismo, propugna límites y controles, no sólo para los poderes públicos, sino también para las libertades mercantiles y los derechos patrimoniales. Y ello en beneficio de todos los derechos fundamentales: no sólo de los civiles y políticos, sino también de los derechos sociales.
En virtud de este enfoque, que los derechos sociales sean derechos constitucionales supone que ni el absolutismo de las mayorías electorales ni el absolutismo del mercado pueden disponer del contenido esencial de los mismos. A pesar de su aparente simplicidad, la fórmula ofrece no pocas aporías.
En primer lugar, exige afrontar el recurrente problema, axiológico pero también jurídico, del tipo de límites “razonables” que puedan establecerse a la propiedad privada, a la libertad de empresa y al resto de los derechos patrimoniales, sobre todo sin que eso menoscabe otros derechos de libertad, acaso no identificados con ellos, pero sí vinculados, en cierto modo, a su ejercicio.
Y es que el problema, en buena medida, reside en que la indisponibilidad para el mercado de los bienes y recursos que constituyen el contenido de los derechos sociales no es una cuestión de todo o nada ¿Qué elementos del derecho a la vivienda deberían proveerse libremente en el mercado? ¿Cuáles deberían someterse a límites y controles públicos? ¿Qué servicios sanitarios podrían prestarse como mercancías accesibles sólo a quienes tengan capacidad adquisitiva para ello sin que de ese modo resulte vulnerado el contenido esencial del derecho de todos a la salud?
El punto de vista liberal-conservador defiende que las personas satisfagan sus necesidades a través del mercado o, en su defecto, de instituciones como la familia. Todo límite a las libertades de mercado, desde este enfoque, sería arbitrario, y toda intervención estatal con fines distributivos estaría condenada a generar una pendiente resbaladiza que arrasaría no sólo con la propiedad sino con las libertades de las personas, convirtiéndose de ese modo en un irrefrenable “camino hacia la servidumbre”.
Sin embargo, la propia experiencia histórica de las sociedades democráticas ha desmentido, con las reservas que se quiera, esta afirmación. Rodeadas de controles democráticos adecuados, las intervenciones públicas legítimas, no arbitrarias, son posibles. En ese sentido, la existencia de límites en materia penal no supone que se acabe “penándolo todo”, del mismo modo que la existencia de un sistema tributario progresivo no comporta despojar a las personas de “todo lo que poseen”. Más aún, si el objetivo de los derechos sociales es distribuir de forma igualitaria la autonomía entre las personas y los grupos sociales, las posibilidades efectivas de su protección dependen de la existencia de poderes públicos capaces de imponer a los más privilegiados los límites necesarios para mejorar la situación de los menos autónomos en la sociedad.
Dicho esto, es evidente que en observación del principio de igual dignidad y consideración de todas las personas y de la necesidad de minimizar toda fuente de dominación, estos límites no podrían, en ningún caso, colocar a los más autónomos por debajo del umbral de las necesidades básicas o en peor situación que aquellos cuya autonomía se pretende impulsar. Pero la observación de este principio no depende sólo de su formulación normativa. Una cierta descentralización y difusión del poder estatal, y sobre todo, la introducción de vías amplias de control y disputa de sus decisiones, podría introducir ciertas garantías que prevengan la degeneración burocrática y despótica de las instituciones estatales encargadas de prevenir, a su vez, la proliferación de centros de dominación privada.
En todo caso, si esta cuestión es importante, la inversa no es menos crucial: ¿cómo evitar, no ya los abusos de los poderes privados, sino la frecuente complicidad entre poderes estatales y privados en vulneración de los derechos sociales? ¿Qué tipo de límites cabría imponer a los propios poderes públicos en cumplimiento de la finalidad constitucional de protección de los derechos sociales?, ¿qué órganos, y de qué modo, deberían estipular dichos límites?
Si durante la fase de expansión del Estado social los poderes políticos pudieron actuar con distinta intensidad como instrumentos de promoción y no sólo de amenaza para los derechos sociales, en las últimas décadas el panorama se ha modificado de manera radical. El impulso garantista no sólo ha remitido sino que ha cambiado de signo. Los derechos sociales han pasado, de ser derechos legislativos, a configurarse en sedes administrativas, opacas, cuando no a experimentar significativos procesos de re-mercantilización.
En un contexto de este tipo, el constitucionalismo social autorizaría, más que nunca, una serie de límites a la democracia de representantes en resguardo de la provisión de bienes y recursos básicos para todas las personas, sobre todo para los miembros más vulnerables de la sociedad. Esta postura, sin embargo, genera aun fuertes reticencias. Las razones de la oposición son diversas:
Desde posiciones liberal-conservadoras se trataría, sencillamente, de un uso desvirtuado e inadmisible de la técnica constitucional, que debería servir para proteger el funcionamiento “natural” de los derechos de propiedad y la libertad contractual y no, en cambio, para propiciar su limitación “artificial” por parte de los poderes públicos. Las mismas objeciones de carácter general a la existencia de derechos sociales legales, en suma, se plantearían también a los derechos sociales constitucionales.
Otra variante de esta postura, en la que convergen posiciones doctrinarias diversas, es la que aun admitiendo la pertinencia de derechos sociales legislativos, rechaza su consideración como auténticos derechos constitucionales. Las razones de esta reserva estriban en la desconfianza ante la eventual introducción de garantías jurisdicciones en la protección de los derechos sociales. Este rechazo admite múltiples variantes argumentativas. Dos son las más frecuentes: una vinculada a la legitimidad de estas intervenciones y otra a razones de competencia.
De un modo simplificado, la primera objeción sostiene que el reconocimiento de derechos sociales constitucionales supondría supeditar las acciones, y lo que es peor, los silencios del legislador, a los designios de los tribunales. Esto introduciría en las democracias representativas un inadmisible elemento anti-democrático: la constricción de la facultad de libre configuración de las políticas sociales por parte de representantes electos, otorgando la última palabra en la materia a funcionarios jurisdiccionales sin responsabilidad directa ante el electorado. O en otros términos, la subordinación de la política al derecho y los criterios legislativos a los de los jueces.
La segunda objeción invoca cuestiones de viabilidad técnica. Pues incluso si se estuviera de acuerdo en que la democracia representativa no debería tener dominio absoluto sobre los derechos sociales, la justiciabilidad de éstos últimos resultaría imposible por razones estructurales.
Ante todo, porque los derechos sociales serían derechos vagos, abiertos, en los que las conductas debidas para su satisfacción permanecerían en buena medida indeterminadas. En segundo término, porque su protección exigiría de los jueces una serie de capacidades técnicas en relación con la asignación de recursos y con la evaluación de información relevante en materia de políticas públicas de las que simplemente carecen.
A la luz de estos límites, los derechos sociales constitucionales sólo tendrían sentido como normas programáticas, como simples principios de orientación para el poder político no exigibles ante los tribunales. O si se prefiere, como derechos de configuración legal pero nunca como auténticos derechos constitucionales fundamentales.
La cuestión de si los derechos sociales son, o deberían ser justiciables, es una de las más recurrentes del derecho constitucional e internacional modernos. Pero a menudo el debate ha descansado más en prejuicios ideológicos que en la práctica general de los Estados o en razones sólidas de dogmática positiva:
Ante todo, porque la oposición a la exigibilidad judicial de los derechos sociales asume una concepción en exceso beata de las instituciones representativas y de las burocracias administrativas “realmente existentes”, así como una demonización a priori de las instituciones jurisdiccionales en las sociedades contemporáneas. Dicha concepción, un tanto simplista desde el punto de vista del funcionamiento de los actuales estados constitucionales, se manifiesta en un peculiar ejercicio de jacobinismo teórico que tiende a presentar todo control jurisdiccional del legislador como un elemento de asedio y restricción de la democracia. Pero las consecuencias prácticas de este argumento son las opuestas: otorgar cobertura a la impunidad de los poderes estatales en la vulneración de los derechos sociales y, por lo tanto, de los propios presupuestos materiales que sostienen, como se ha visto, el proceso democrático.
Por lo demás, si lo que se pretende es que los tribunales difieran al legislador todas las cuestiones que involucren decisiones fiscales o de política social, lo lógico sería no optar por democracias constitucionales. A diferencia de las democracias legislativas, fundadas en la idea (teórica) de la soberanía parlamentaria, una democracia constitucional supone límites, incluso a las mayorías electorales, cuando éstas vulneran derechos fundamentales de los ciudadanos. Formulada en términos radicales por tanto, la “objeción contra-mayoritaria” debería extenderse con igual rigor al control jurisdiccional en materia de derechos civiles y políticos.
Pero una vez más rige aquí un llamativo e injustificado, desde el punto de vista dogmático, doble rasero. También la garantía judicial de derechos civiles y políticos supone, en realidad, límites a los márgenes de actuación del poder político, incluso en lo que concierne a sus facultades presupuestarias. Sin embargo, lo que en un caso se acepta como consecuencia lógica del paso de un estado legislativo a un estado constitucional de derecho, en el otro se presenta como un factor de amenaza para el sistema democrático ¿Por qué el argumento de la deferencia parlamentaria se desvanece cuando se trata de intereses que afectan a los sectores más satisfechos? ¿Por qué se acepta la necesidad de introducir un control de razonabilidad a las intervenciones públicas en materia de derechos de propiedad y no en cambio cuando se trata de actuaciones u omisiones que afectan derechos sociales? La distinción, como se ve, se resuelve en un elemento de discriminación antes que de democratización.
Y es que, en efecto, la jurisprudencia en el derecho comparado es lo suficientemente nutrida como para constatar que la negativa de garantías jurisdiccionales en materia de derechos sociales, al afectar sobre todo a los grupos más desaventajados de la sociedad, lejos de redundar en resguardo del sistema democrático, actúa en su detrimento. No sólo porque a la sombra de esta laguna aumentan la marginación y la exclusión, y en consecuencia, decae la legitimidad del sistema en su conjunto. Sino también porque en muchos casos las decisiones que vulneran derechos sociales ni siquiera son decisiones legislativas. Son cambios reglamentarios y decisiones administrativas adoptadas a puertas cerradas, sin audiencias, sin consultas, sin debate, sin procedimientos, en suma, democráticos.
Más razonable, por tanto, parece sostener que, con la ayuda de ciertos arreglos institucionales, el acceso ciudadano a los órganos jurisdiccionales puede constituir un factor relevante para la introducción de un relativo control entre poderes en materia de derechos y, por consiguiente, para una mayor transparencia, des-burocratización y democratización del sistema en su conjunto. Así concebida, la posibilidad de los ciudadanos, sobre todo de los más vulnerables, de contestar no sólo política sino también judicialmente las decisiones públicas, actúa como un elemento dirigido a desbloquear y robustecer, y no a estrechar o a suplantar, los canales de participación democrática, desatascando la tendencia a la esclerosis que a menudo afecta a las instituciones representativas y administrativas.
Dicho esto, tampoco el argumento de la falta de competencia resulta insuperable. Ninguna de las dificultades técnicas que se atribuye a la justiciabilidad de los derechos sociales puede excluirse en el caso de los derechos civiles y políticos. Todos los derechos constitucionales presentan una cierta apertura, una relativa indeterminación semántica. En parte porque la propia lógica pluralista de una constitución democrática así lo exige. Pero indeterminado no significa indeterminable, y apertura relativa no equivale a ausencia de límites. Prueba de ello es la vasta eficacia jurisprudencial de los derechos civiles y la creciente afinación dogmática de los derechos sociales a partir del desarrollo del derecho internacional de los derechos humanos, fundamentalmente de todos aquellos tratados, convenios y declaraciones referidos a derechos sociales.
Por otra parte, que los órganos jurisdiccionales tengan algo que decir en materia de control y garantía de los derechos sociales no supone que deban tener la única y ni siquiera la última palabra en la cuestión. De las muchas opciones que el legislador o el gobierno tienen en materia de políticas sociales, por ejemplo, los jueces pueden exigirles que pongan en marcha alguna, dando prioridad a los casos más urgentes y a los grupos más necesitados de protección en sus derechos, e incluso sugiriéndole un término razonable para hacerlo. Los controles intermedios no tienen por qué ser controles definitivos, y el intercambio de información y de demandas entre instancias jurisdiccionales, legislativas, administrativas y ciudadanas puede verse como una mejor manera, más eficaz y dialógica, de identificar los supuestos de violación de los derechos y los mecanismos más idóneos para su reparación.
En último término, la frontera entre lo políticamente “decidible” y lo jurídicamente controlable es una frontera móvil. Cuestiones políticas, excluidas del control jurídico en un momento histórico dado, han pasado en otro a considerarse, sin más, objeto de escrutinio y fiscalización jurisdiccional. Y es que un estado constitucional, en último término, no admite cuestiones totalmente sustraídas a la política o a la justicia. Así ha sido para los derechos civiles y políticos. Los derechos sociales, en tanto derechos ampliamente incumplidos y vulnerados por el poder, no tienen por qué ser una excepción.
No se trata, en cualquier caso, de obviar los desafíos que un programa dirigido a concebir los derechos sociales como derechos exigibles pueda entrañar. En materia de derechos, se sabe, el matrimonio entre constitucionalismo y democracia no resulta sencillo. Pero dificultad no equivale a imposibilidad o a “utopismo” ilegítimo. El perfeccionamiento garantista y democrático de las concepciones tradicionales de los derechos sólo puede concebirse como una lucha a mediano y largo plazo en la que, más allá de las actuaciones institucionales que puedan estipularse, sean aquellos cuyos derechos son cotidianamente violados quienes tengan el protagonismo. Desde un punto de vista histórico, la satisfacción de necesidades colectivas no ha precedido nunca a los reclamos sociales por su implantación, sino que ha sido más bien un producto de ellos. En ese sentido, la demanda de un modelo republicano libertario, institucional y extra-institucional de derechos sociales, impulsado sobre todo por parte de grupos desaventajados, representa un vigoroso motor de cambio en las actuales democracias constitucionales. Un motor indispensable para crear voluntad política y, sobre todo, “voluntad de Constitución” , a través de la identificación adecuada tanto de las barreras y obstáculos que impiden la realización de estos derechos como de los mecanismos que permitan reequilibrar la desigual distribución de poder que subyace a sus vulneraciones.