
Desde hace décadas, la cuestión de las expropiaciones efectuadas a cubanos en Cuba (ya sea porque la propiedad privada resultó ilegal, o porque alguien emigrara de forma “definitiva”), constituye un tema peliagudo, controversial, polarizante, que demanda atención y serenidad. Sin embargo, nos adentramos en una época que reclama, con urgencia, una comprensión y una perspectiva diferentes, acerca de estos actos y hechos, así como una orientación renovada en cuanto a las consecuencias de esas decisiones políticas que aún perviven; pues se hacen “incoloras”, “inodoras” e “incipidas” en una Cuba cada vez más transnacional que, además, clama por el desarrollo de una propiedad privada convocada a ser elemento esencial del desarrollo humano progresivo y equitativo.
No obstante, me inquietan ciertas propuestas; como aquellas que podemos encontrar en los textos de Los derechos a la propiedad en la Cuba Post-Castro, de Oscar M. Garibaldi y John D. Kirby, publicado por la Universidad de Miami. Algunas de estas tesis sobre el asunto proponen colocar los recursos del país en función de restituir todas las propiedades adquiridas antes de la Revolución que hayan sido ocupadas por el Gobierno revolucionario, junto al pago del valor que tenían inmediatamente antes de la expropiación, así como el reembolso de los intereses que debieron devengar desde que fueron ocupadas hasta la fecha de la devolución (siempre en dólares o su equivalente en moneda nacional según el valor de la divisa en el momento del pago). También la indemnización total, con el pago de los intereses, de aquellas propiedades ocupadas, adquiridas antes de la Revolución, imposibles de restituir porque ya no existen o se han transformado sustancialmente, etcétera.
Es factible percibir que, en el estado actual del conjunto de los bienes y riquezas del país, varias generaciones no lograrán saldar esos requerimientos, aunque pongan todos los recursos a disposición de este proyecto y decidan vivir en la más espantosa miseria. Por muy justos que puedan llegar a ser los argumentos a favor de tal propuesta, quedaría hipotecado el futuro del pueblo cubano y del Estado –cada vez más transnacional. Esto, por supuesto, cuestiona la justeza de dicha proposición.
Otra cuestión que puede causar molestias bien visibles es la propuesta de algunos en cuanto a la propiedad de la vivienda. Estos sustentan la necesidad de devolver, junto a un resarcimiento adicional, todas las viviendas ocupadas por el Gobierno revolucionario a quienes las poseían en propiedad antes del triunfo del mismo o después de que emigrarán “definitivamente” hacia otros país. En estos casos proyectan, además, pagar alguna compensación a quienes las ocupen, únicamente si logran probar que no tenían razón para darse cuenta de la naturaleza injusta de la expropiación. Con independencia de la cantidad de argumentos que logren presentar para acreditar el derecho de cualquier persona sobre los bienes obtenidos honradamente, es posible imaginar cuánto desconcierto y hasta explosión social podría originar esta sugerencia. Muchos prueban que dicha intención resulta extremadamente difícil, tanto desde el punto de vista legal como político.
No obstante, se hace necesario reconocer que los mecenas de estas devoluciones, y de tantos gravámenes, parten de la doctrina del derecho. Sin embargo, no logran una oferta justa, pues lo hacen solamente a partir de intereses particulares que, además, ya son en gran medida incompatibles con la realidad. Es imposible desconocer la historia. El transcurso del tiempo transforma todo el entramado social hasta convertirlo en otra realidad que, por lo general, sólo admite las posibilidades de sus circunstancias concretas.
Tanto dentro de la Isla, como en nuestra emigración, es neurálgica la cuestión en torno al tema. Unos desean dicha devolución total, con indemnización y pago de los intereses. Otros aspiran a que los afectados renuncien, en nombre de facilitar posibilidades futuras, a cualquier reclamo. Esto último posee un gran sentido de altruismo.
No obstante, ambos ideales de justicia expresan deseos supremos. Y el derecho supremo, como enuncia una vieja sentencia, es una injuria suprema. Los mejores pensadores han afirmado siempre que practicar la justicia es un mínimo indispensable. En este sentido, lo más justo sería una solución intermedia, donde todo cubano –afectado o no- pueda ser beneficiado de manera directa, en alguna medida, y gravado únicamente de forma indirecta, sin comprometer el futuro nacional. (Resulta posible encontrar el modo adecuado, si atendemos a cubanos expertos y honestos que estudian y proponen sobre el asunto.)
Igualmente, resulta indispensable aceptar que las exigencias de una Cuba continuamente más transnacional, y la comprensión de que la propiedad privada constituye un instrumento legítimo y provechoso para el bienestar general, podrían demandar cierta compensación a quienes fueron afectados; aunque esto haya sido por una consideración de Estado diferente, en un contexto diferente, en una etapa diferente. En tal sentido, no sería errado acoger, de manera colectiva, la obligación de soportar, también por justicia, algún tipo de gravamen, pues a todo cubano le corresponde cierta responsabilidad en lo acontecido.
Es necesario aceptar con responsabilidad que una mayoría casi abrumadora de cubanos un día aceptó la estatización de la economía y la privación de los derechos de propiedad de quienes emigraran de manera “definitiva”, incluyendo a un número significativo de nacionales que hoy pueden desear lo contrario e, incluso, vivir en el extranjero y en algunos casos hasta querer recuperar alguna propiedad en la Isla. También son responsables muchos, no todos, de los que nunca se entusiasmaron con dicha estatización y con la esbozada privación de los derechos de propiedad, porque contribuyeron, por acción u omisión, a crear las condiciones que lo propiciaron.
Esto es innegable y reafirma lo inconsecuente de aspirar a reedificar el pasado. Ello sólo aseguraría un sinnúmero de males que podrían dañar aún más a la nación, como por ejemplo: petrificación social, atrincheramiento político, desconfianza humana, división nacional, exaltación de importantes y diferentes sectores sociales, batalla entre cubanos, violencia entre compatriotas, inopia para todos.
Ante esto, de seguro el mejor recurso sería concentrarnos en crear el futuro y, para ello, convertir este dilema en potencialidad de concordia, satisfacción, inclusión, desarrollo compartido. Aunque, como es lógico, sin dejar de soportar nuestras añejas cargas colectivas, porque ello nos ayudará a ser más responsables.