
Foto: Desmond Boylan
Alfredo Guevara decía, y yo lo creo, que el rediseño o “actualización” del modelo económico lleva aparejado, de algún modo, la transformación de la sociedad cubana como un todo. Yo pienso también que es así. Nos falta entonces, en esta visualización del futuro que hemos emprendido en la sociedad cubana, ese otro eje sustentador que debe estar conduciendo esta transformación: la Constitución.
Sin ésta, la visual, los cambios, la manera de hacerlo y, sobre todo, la forma en que todos podemos participar en este empeño, depende fundamentalmente de los enunciados que en tal sentido se consagren en el texto constitucional. Y esto, al parecer, se nos ha ido quedando atrás.
Aun cuando se conozca ―o se infiera de algunas declaraciones públicas―, que se viene trabajando en ello o que se proyecta hacerlo, no quiere decir, como parece quizás entenderse, que la Constitución debe “resultar” de la actualización misma del modelo. Más que un resultado de ésta, pienso, debe ser una condición necesaria para ella.
En consecuencia, no es nada que deba “suceder”, sino más bien “preceder” y guiar los pasos que proyectemos dar en la reforma económica emprendida, como solución de continuidad; comprendidos ―porque le resultan en realidad consustanciales a ésta― los cambios que en lo social y lo político debemos aún realizar.
De lo contrario, pienso, tendremos quizás un estereotipo de sociedad a la que proyectamos llegar, pero no tendremos con quiénes ni sabremos cómo. Es la Constitución la que, en su papel ordenador, está llamada a propiciar y garantizar la participación de todos en la configuración del modelo, y pautar cómo. Solo ella, creo, puede comprendernos y comprometernos a todos.
En tal sentido, demorar su proyección y el examen de sus fundamentos por todos, lastra lo que estamos haciendo y, lo que pudiera ser más grave aún, pudiera “vaciar” el modelo, haciéndolo más aparente que real: sin una configuración verdadera de los derechos y libertades de todos los actores, no hay modelo económico que pueda sustentarse. Sería solo una línea de deseo que no hallaría un verdadero asiento o expresión en los proyectos de vida y las conductas de las personas.
El cómo podemos y debemos conducirnos, sujetos a qué reglas y principios, con qué derechos y libertades, y de qué manera podemos realizarnos para alcanzar esa plenitud a la que aspiramos, debe figurar en la Constitución. Esa es la parte que nos viene faltando o, en mejor cubano, la pata de la que estamos cojeando…
El modo de pensarnos y de pensar nuestra sociedad: es ahí donde se debe prefigurar con la necesaria riqueza y plenitud. Es ahí donde el hombre y la mujer deben aparecer reconocidos en todas sus dimensiones, dando paso a los nuevos escenarios. Y esto no es algo que debamos o podamos postergar.
Es en ella, pienso, que se inscriben los principios que pueden y deben ordenar la vida en sociedad, influyendo en la forma en la que actuamos y participamos, y cómo y con qué efectos lo hacemos. Toda la justicia social, fuera de la que pueda resultar del altruismo individual, se encierra en ello. No sé si estamos lo suficientemente conscientes de ello.
El sentido de lo justo, y de la realización de la justicia social, no es solo un problema del modelo económico. Son muchos los derechos y libertades que se asocian a ésta y que influyen en nuestro modo de pensar y actuar, y nos permiten ―o no― reconocer lo justo de una forma u otra de distribución o redistribución de la riqueza, y asegurar una mayor igualdad y equidad en el plano social, sin que las diferencias impidan la participación y realización de todos. Si no, el apotegma martiano “con todos y para el bien de todos”, en realidad, no pudiera presidir, como quisiéramos que siga presidiendo, la construcción ―si esta fuera la palabra― de nuestra sociedad.
No se cree en lo que no se reconoce. Las desigualdades que ya existen y las que se van generando, pueden comprometer nuestro proyecto social, el que históricamente, con sus aciertos y desaciertos, hemos compartido todos en una u otra medida, y conspirar contra el modelo de sociedad que aspiramos a tener.
Esto obliga a reconocer ―y adelantarnos a fijar― en el texto constitucional los principios que deben permitirnos explicar y limitar aquellas desigualdades, allí donde estas sean inevitables. Sin ello, cualquier modelo económico que proyectemos con desconocimiento de estos principios, puede hacer abortar nuestro proyecto social. No se llega a estos a partir de una modelación que se contrae al ámbito de lo económico; es el modelo el que debe sustentarse en estos principios y posibilitar su realización. No estoy muy seguro de que en realidad lo estemos haciendo así.
Esa es la duda que tengo.