
Introducción
El pasado 20 de octubre el blog Segunda cita público un artículo de opinión del profesor Guillermo Rodríguez Rivera, acerca de algunos aspectos relacionados con nuestra legislación electoral y con la dinámica del parlamento cubano. El autor argumentó sobre temas importantes, sensibles y decisivos para el desarrollo de ese anhelo, bastante generalizado, que procura acercar cada vez más la participación directa y la representación pública, la soberanía popular y el desempeño parlamentario. En tal sentido, deseo compartir ciertos criterios en relación con algunas de las cuestiones tratadas por el destacado intelectual. Del mismo modo, quiero precisar que lo hago solamente con el propósito de incorporar ideas a un debate que cada día deberá ser más amplio y no para debatir con otros cubanos, ni para pretender que mis opiniones puedan resultar un propuesta.
Reducción del parlamento: ¿mayor o menor democracia?
Una de las materias indicadas por el profesor Rodríguez Rivera advierte acerca del desafío en torno a la reducción y dinamización de la Asamblea Nacional. Algunos defienden esta propuesta y otros consideran que un parlamento pequeño suele reducir la cualidad de la representación. Realmente, mientras mayor sea la cantidad de diputados, menor la cuantía representada por cada uno de ellos, y mejores los mecanismos de interacción entre ambos, mayor podría resultar la cualidad de la representación parlamentaria.
Sin embargo, esto último sería posible si todo ello se integra en una robusta cultura ciudadana, en mecanismos sensatos y certeros para conseguir el debido vínculo “ciudadano-diputado”, y en la altura política y de gestión de los representantes electos. Para ello, hace falta un universo de condiciones y si este no existe en la magnitud debida, habría que trabajar para ir lográndolo progresivamente.
En dicho caso, tal vez sea oportuno asegurar una institución parlamentaria con la dimensión apropiada para que ofrezca resultados efectivos y, a su vez, genere un núcleo “re-fundacional” que pueda ir, continuamente, ensanchando y profundizando su institucionalidad, su dinámica, su eficiencia, su cualidad representativa. En tal sentido, en determinadas condiciones podría sostenerse la pertinencia de un parlamento más pequeño, pero no por ello insignificante, sino todo lo contrario: iluminador, potente, activo y exigente, capaz de marcar la pauta de un quehacer parlamentario en crecimiento –en todos los sentidos.
En la búsqueda de lo anterior, el profesor Rodríguez sugiere reducir el número de diputados a siete por cada una de las quince provincias y a tres por el municipio especial Isla de la Juventud, para un total de 108 curules. La cifra podría acercarse al número aceptable según el objetivo defendido por algunos estudiosos del tema en la Cuba actual. Sin embargo, quizás sea mejor que la cuota de representación sea en base a los municipios y no a las provincias. El municipio debe constituir la comunidad primaria, el tejido civil más inmediato a la ciudadanía, y por ende de ahí debería emanar la representación parlamentaria en las instancias superiores, que en Cuba son: las asambleas provinciales y la Asamblea Nacional.
Entonces tendríamos que preguntarnos sobre cuántos diputados debería tener un país que posee 167 municipios, más uno especial: Isla de la Juventud. En general, se establece la cuantía de diputados en base a la cantidad de ciudadanos que se considera debe representar cada parlamentario. Esta podría ser: uno por cada 10 mil habitantes o uno por cada 20 mil electores, etcétera. Son cifras que, con mecanismos eficientes, podrían garantizar una relación debida entre ciudadanos y diputados. Sin embargo, con estos números tendríamos que mantener, o duplicar, la actual cuantía de miembros de la Asamblea Nacional; lo cual, en las desafiantes circunstancias actuales y próximas, podría anclarla en un “marasmo pantanoso”.
Tal vez una cifra que ronde lo necesario y posible estaría en unos 168 diputados, que son la cantidad de municipios del país. No obstante, la población de muchísimos de estos territorios supera los números citados como ejemplos y en la mayoría de los casos la cantidad de habitantes resulta muy asimétrica. Por ende, la representación tendría que legitimarse en base a otros criterios, por ejemplo: en nombre de la citada “comunidad primaria y tejido civil más inmediato a la ciudadanía”, y en la búsqueda de la articulación necesaria entre los intereses de los habitantes de cada localidad, y los de la respectiva provincia y el país todo -entre otros argumentos válidos que debemos comprender, formular, debatir, consensuar y establecer.
Lo anterior, por supuesto, nos introduciría en la cuestión del valor del voto de cada diputado que, si resultara una representación municipal, en cada caso podría sustentarse en un número singular de ciudadanos, desigual entre todos los representantes elegidos. Entonces tendríamos que preguntarnos, por ejemplo: ¿mantendríamos un voto por cada diputado?, ¿el voto de cada diputado debería tener un valor proporcional a la cantidad de ciudadanos del municipio que representa?..
Hacia una mejor profesionalidad parlamentaria
El profesor Guillermo Rodríguez Rivera también señaló el tema de la profesionalidad del parlamento. Esta cuestión resulta determinante porque en ella se decide la capacidad funcional de la institución, así como la posibilidad de un desempeño socio-político efectivo. Para ello, el profesor Rodríguez Rivera aboga para que el trabajo de cada diputado sea ordinario, permanente, intenso, activo y retribuido. En tal sentido, muestra la necesidad de comprender cuán importante y beneficioso pudiera resultar un parlamento que sesione de manera permanente.
El desempeño cotidiano de todos los diputados puede representar un salto cualitativo en el quehacer parlamentario. Por ende, sería factible instituir lo que pudiéramos llamar una Asamblea Nacional que sesione de forma permanente. Sin embargo, se hace imprescindible desentrañar cuál sería el significado de sesionar esa manera, porque un plenario perpetuo no sería posible, ni representaría el resultado de una dinámica social amplia y aguda. En tanto, se haría obligatorio preciar entidades, mecanismos y procedimientos, que hagan posible una multiplicidad de maneras para desarrollar un quehacer permanente, capaz de asegurar la necesaria vitalidad cotidiana del parlamento, por medio de una interacción intensa entre el mismo, y cada uno de los diputados, con toda la sociedad, con toda la institucionalidad y con cada uno de los electores. Al respecto, habría muchas posibilidades por analizar; ahora sólo me referiré a tres que pudieran indicar algunas maneras de concretar, con efectividad, el trabajo del parlamento con carácter permanente.
Como he sostenido en otros trabajos, muchos juristas, politólogos y actores sociales coinciden en que los coordinadores de diputados por organizaciones de procedencia, los directivos de las comisiones de trabajo (en especial las permanentes), y la presidencia del parlamento deben constituir una entidad que debería sostener y promover el quehacer permanente de la institución. Sustentan que esta debería gestionar las funciones parlamentarias; representar al pleno de diputados en los periodos que no sesiona el mismo; convocar al plenario de manera extraordinaria por iniciativa propia o de un cuórum de diputados; consultar a los mismos cada vez que se gestionen temas importantes bien determinados; asegurar el resultado del trabajo de todas las comisiones parlamentarias; garantizar las relaciones de cada diputado con toda la sociedad, con toda la institucionalidad y con cada elector; y decidir (en caso necesario) cualquier asunto relacionado con la naturaleza de la institución, lo cual tendría que ser confirmado o no por el pleno, con prontitud y después de un análisis exhaustivo.
Del mismo modo, también he señalado en otras ocasiones que la mayoría defiende la institucionalización de comisiones parlamentarias de trabajo, permanentes o temporales, integradas por diputados, que poseen el objetivo de analizar y controlar diferentes quehaceres sociales, estatales y gubernativos, así como hacer sugerencias en cuanto a sus respectivos ámbitos. Sin embargo, algunos demandan un trabajo más sistemático y activo de estas comisiones, y reclaman que al efectuar su gestión (de análisis, propuesta, aprobación y control) estén obligados a hacerlo en interacción con personas, grupos, sectores y entidades especializadas que conozcan la materia de su competencia.
Todo lo anterior, tendría poco sentido si cada diputado no consigue proyectarse en la búsqueda del equilibrio entre los intereses de los electores y la comunidad local, y los intereses sociales y estatales. Para eso, resulta obligatorio que todos los diputados deban y puedan interactuar continuamente con la ciudadanía de la localidad por donde fueron electos, y a partir de esa relación vital desempeñen la representación en dos direcciones –reitero, en dos direcciones. Una, que debe encaminarse a integrar los intereses particulares y locales en el quehacer estatal y nacional; y otra, que ha de promover la integración de las perspectivas que realmente resulten nacionales y estatales en los desempeños personales, barriales y locales. Esto demanda un mayor diseño funcional, así como discernir la mejor armonía posible en los deberes y en las facultades del diputado, con el propósito de que logre la representación de este universo de intereses, dando prioridad al compromiso con los anhelos generales y, sobre todo, con el mandato cotidiano de los electores, sin violentar la conciencia personal del representante –esto último también resulta de suma importancia.
La elección del diputado, un tema peliagudo
La manera de nominar y elegir a los diputados siempre influirá decisivamente en la capacidad de quienes resulten electos para ejercer sus funciones, a través de una representación que pudiéramos denominar “profesional”, entendido este termino más allá del mero desempeño permanente del oficio, sino sobre todo como ejercicio cualitativo del mismo. Acerca de esta cuestión, el profesor Guillermo Rodríguez Rivera se refiere a tres aspectos fundamentales: la nominación, la elección y la socialización de las perspectivas de trabajo de los candidatos.
En relación con el primer aspecto: la nominación de candidatos; el profesor Rodríguez Rivera señala que una buena parte de los diputados son designados por el gobierno u otras entidades políticas, y que el resto resultan propuestos por una “comisión de candidaturas”. Del mismo modo, indica que en ningún caso elegimos, pues no tenemos que escoger entre dos o varias propuestas, sino sólo ratificar o no a los escogidos por dicha “comisión”. Igualmente, deja saber que ningún candidato debe mostrar a los electores sus puntos de vista sobre el trabajo que desempeñará, sino sólo un breve esbozo biográfico que pueda revelar su integridad personal. En tal caso, asegura el profesor Rodríguez, es la “comisión de candidatura” quien realmente elige a los diputados.
En tanto, sugiere que no sean posible los diputados designados; y a partir de su preferencia en torno a que los diputados constituyan una representación de las provincias, opina que estos sean propuestos por las asambleas provinciales. En este caso, aconseja que un cincuenta por ciento de los candidatos sean delegados de tales asambleas y el otro cincuenta por ciento sean personalidades ajenas a las asambleas provinciales, pero propuestas y aprobadas por las mismas. Esta pudiera resultar una propuesta interesante y coherente, capaz de aportar al desarrollo del modelo electoral cubano. Sin embargo, me atrevo a citar otros criterios.
Tal vez sea conveniente estudiar la pertinencia de que la posibilidad de nominar diputados no esté concentrada, o hasta monopolizada, por ninguna entidad, ya sea “comisión de candidatura” o “asambleas provinciales” (o municipales, si la representación fuera de esta comunidad territorial). Quizás sería beneficioso que fueran muchas las entidades con dicha capacidad, para así garantizar un proceso capaz de desatar la subjetividad y la creatividad de toda la multiplicidad social.
Para eso, considero que sería ventajoso ratificar que sean las asociaciones civiles y sociales, y no una entidad partidista (que siempre suele monopolizar el gobierno de todo país), quienes nominen candidatos al parlamento, pero introduciendo la posibilidad de hacerlo directamente en cada caso y no por medio de otras entidades, como por ejemplo: la “comisión de candidatura”. De esta manera, el parlamento podría convertirse en un laboratorio donde cada ley, política de gobierno u otra gestión que deba aprobar, resulte la mejor síntesis entre todos los intereses y saberes, desde consideraciones que sobrepasen lo clásicamente político (aunque si excluirlo, por supuesto). Esto, como es lógico, nos conduce a otro tema neurálgico del asunto: el desarrollo de organizaciones civiles independientes orgánicamente de los gobiernos y de los programas políticos; sin desconocer el derecho a simpatizar, a establecer alianzas y a cooperar mutuamente. Sin embargo, en este texto no ahondaré sobre el asunto.
Siguiendo la lógica de subordinar el quehacer socio-político a la sociedad y a las bases ciudadanas, también podríamos analizar la propuesta de varios académicos y políticos internacionales que señalan la posibilidad de aprovechar el mecanismo de elección del diputado para contribuir al fortalecimiento del municipio. Para hacerlo, algunos sugieren que las asociaciones con derecho a nominar candidatos a diputado puedan hacerlo sólo cuando hayan obtenido previamente determinado por ciento de representación en las asambleas de los municipios. De esta manera dichas organizaciones tendrían el privilegio de poseer representantes en el parlamento únicamente si logran desempeñar un trabajo amplio, profundo, activo, serio, sereno y efectivo en las bases sociales, y consiguen aportar de manera directa e intensa al desarrollo de las comunidades municipales.
El segundo aspecto, ya implícito en el anterior, se relaciona con la disyuntiva de votar o elegir. El profesor Rodríguez expone que hasta ahora votamos a favor o en contra de una lista de candidatos, o indistintamente a favor o en contra de cada uno de ellos, y lo pertinente sería que en cada caso se pueda escoger uno entre varios nominados. Igualmente sostiene que no debemos elegir sólo a partir de un conocimiento limitado de la biografía de los candidatos, sino con la mayor comprensión posible acerca de la perspectiva de trabajo de cada uno de ellos. Por ende, el autor sugiere lo que técnicamente se denomina una “elección libre, secreta, directa y competitiva”. Esto último, la “competencia”, resulta una materia que agrega una fuerte dosis de estremecimiento al debate y nos introduce en el tercer aspecto.
Es cierto que la necesidad de “competir” en la política ha desarrollado mecanismos de ataque entre personas y sectores, y ha ido agregando una mercantilización creciente de la política. Esto resulta muy evidente, por ejemplo, en la actual grotesca e incivilizada campaña de Donald Trump en Estados Unidos, y en el extremo apego de tantos candidatos para tantos cargos a los intereses financieros de aquellos que hacen posible la mercantilización de sus ideas –o de sus embestidas o simples propuestas, porque algunas veces carecen de lo que realmente son ideas. Esto ha generado rechazo por parte de muchos y, como consecuencia, en Cuba se ha llegado a desmeritar, casi en absoluto, el imprescindible quehacer a favor de la socialización de las perspectivas de trabajo de los candidatos para ocupar cargos públicos, entre los cuales se encuentran los diputados.
Por ello, el Profesor argumenta: “El rechazo a la vieja politiquería, ha motivado que los electores estén muy desinformados con respecto a los diputados que eligen. No basta con la biografía de cada uno de ellos. Esas biografías pueden mostrar a una persona irreprochable pero yo, como elector, necesito saber también y principalmente, cuáles proyectos quiere llevar adelante ese candidato, si es electo diputado.” Y entre las sugerencias que desea ver realizadas apunta: “Un mes antes de las elecciones, los candidatos a diputados comparecerán ante las cámaras de los telecentros para informar de sus proyectos a sus electores.”
Tiene consciencia el analista de la necesidad de incrementar este intercambio vital, sin arribar por ello a la competencia burda y mercantil. Considero que, incluso, pudiéramos esbozar un procedimiento de socialización aún más amplio, profundo y pluriforme. Dicha socialización, como parte de todo el proceso electoral, debería estar normada y arbitrada por una autoridad competente que asegure dicha dinámica, así como el financiamiento público equitativo de todo el quehacer de cada candidato. Estos, por su parte, quizás deberían poder interactuar con los electores a través de los telecentros, pero también de la televisión en general, de la radio, de la prensa en todos los formatos posibles y de diversos tipos de reuniones con la ciudadanía, y con las organizaciones e instituciones, de la comunidad en la cual cada uno es candidato. Este resulta otro tema crucial que, a su vez, no conduce a la cuestión del funcionamiento de la prensa en la Isla.
Algunos que no aceptan en Cuba algo parecido a lo denominado “campaña electoral”, argumentan que resulta innecesario porque los diputados en la Isla provienen de las organizaciones sociales, civiles, y no deben representar directamente un programa partidista de gobierno. Esto debería cumplirse estrictamente y por ello no dejaría de ser necesario que los candidatos expliquen sus proyecciones de trabajo. Los ciudadanos tienen que acudir a las urnas con suma responsabilidad y para hacerlo deben conocer hasta la saciedad que procurará el representante a elegir. Por otra parte, esto garantizaría que los electores puedan evaluar el desempeño de los parlamentarios. Al socializar las perspectivas de su quehacer, cada candidato podría presentar, explicar y dialogar sobre su proyección y compromiso con todas las circunstancias particulares, locales y generales del país; con las temáticas acerca de las cuales posee conocimiento cualificado; con sus razonamientos en torno a las políticas de gobierno; con las tareas que acometerá, tanto por medio del trabajo legislativo como de otra índole; y con aquellas cuestiones que no comparte; aunque en todo momento dentro de los marcos de las leyes y de los horizontes que siempre debe encauzar la Constitución de la República.
Final
Termino así los breves comentarios que, gracias al análisis del profesor Guillermo Rodríguez Rivera, he logrado articular en estas páginas. Con ello, ofrezco mi modesta contribución al debate, que cada día reclama una participación mayor, acerca del desarrollo de la “profesionalidad” (entendida en el sentido más profundo del término) de nuestro quehacer parlamentario. El mismo está llamado a acompañar de forma pro-activa, inteligente y eficaz a la sociedad toda, al gobierno del país y al presidente de la República, en estos tiempos de rediseño institucional de la Cuba que muchos, y con diferentes visiones, llevamos dentro.