
Introducción.
Como señalé en un trabajo anterior, algunos teóricos han defendido el criterio de que el jefe del gobierno no sea la misma persona que ocupe el cargo de jefe de Estado. Estos estudiosos indican que constituyen dos ocupaciones distintas que pueden distorsionarse mutuamente cuando se integran de manera indisoluble y confusa en un mismo cargo. ¿Qué es un jefe de gobierno? ¿Qué es un jefe de Estado? ¿En qué podría consistir la diferencia? ¿Cuáles podrían ser las ventajas y/o las desventajas de que ambas funciones se integren en un mismo cargo? ¿Cuál podría ser el aporte importante de un jefe de Estado que no ejerza la jefatura del gobierno? Comprender lo anterior y acercarse a una preferencia, aunque sea circunstancial y/o provisional, obligatoriamente nos conduce a un esbozo acerca de criterios en torno “al régimen político”, “al Estado”, a “los tipos de Estados”, a “los sistemas de gobiernos” y a “la institucionalidad del Jefe de Estado”, en cualquiera de las variantes posibles.
Algunos fundamentos básicos.
Se conoce como régimen político al conjunto de instituciones y leyes que permiten la organización del Estado y el ejercicio del poder. A través del régimen político se determina la vía de acceso del pueblo al gobierno y la forma en la cual las autoridades pueden hacer uso de sus facultades. Con el régimen político se produce una situación paradójica. El régimen emana de la voluntad popular, que determina las características del régimen político. Pero, de manera simultánea, la propia estructura de este régimen establece el marco de actuación de la propia población. No obstante, siempre deberá resultar posible que la ciudadanía controle dicho marco y su funcionamiento, y que pueda transformarlo si fuera necesario.
Por su parte, la forma de Estado, mediante la cual se articula el régimen político, históricamente ha sido disímil. Por ejemplo: monárquica, aristocrática y oligárquica, así como republicana. En otros trabajos he sostenido que, en la República, el ciudadano ha de constituirse en el principio y el fin; en el sujeto, el actor, el artífice y el beneficiario del diseño y la gestión de los asuntos comunitarios, de la cosa pública. Asimismo, he señalado que en la República se debe resolver la dicotomía entre sociedad y Estado, que resulta algo esquizofrénica. Para ello, resulta imprescindible comprender, desarrollar y consolidar una sinergia que integre indisolublemente a la sociedad y al Estado. Lo anterior resulta obvio; si apreciamos cualquier Constitución de una República, donde debe quedar diseñado el Estado y el vínculo unitario entre este y la sociedad, de seguro encontraremos todos los objetivos que, de manera consensuada, procuran los ciudadanos de ese lugar en cuanto al universo de ámbitos de la vida.
Esto indica que una sociedad no puede conseguir todo esto si no lo refrenda, si no institucionaliza la posibilidad de realizarlo, y si no se constituye en responsable de encauzar los esfuerzos para alcanzar tales fines. Cuando lo hace, entonces la sociedad se erige en Estado. Por tanto, el Estado serían todos los ciudadanos, todas las comunidades, todas las asociaciones, todas las instituciones (de cualquier tipo) y, por supuesto, todas las autoridades. Llegado hasta aquí, se hace obligatorio aclarar que el hecho de que todos debamos ser considerados como parte del Estado no significa homogenización, ni totalitarismo. A cada entidad, a cada dinámica, se le debe reconocer, asegurar y promover su naturaleza social o institucional. Reitero, dentro del Estado y actuando como Estado, cada cual debe desempeñar su quehacer de acuerdo a su naturaleza. De este modo, por ejemplo: una escuela debe educar con toda la libertad académica posible, un sindicato debe disfrutar de la necesaria autonomía para representar a los trabajadores, un medio de prensa debe informar y opinar con libertad y responsabilidad, y una empresa debe producir de acuerdo a lógicas eminentemente económicas.
En tal sentido, necesito reiterar que todos actúan como Estado y aportan a la realización del mismo. Sin embargo, alerto, no por esto hemos de considerar al Estado como un fin, sino únicamente como el medio establecido para conseguir la dignificación de la sociedad y de cada persona. El Estado, solamente, constituye la necesaria institucionalización (entendida en el sentido más amplio que puede alcanzar el término) para lograr el desarrollo humano por medio de la actuación comprometida, tanto de forma privada como pública, de todas las entidades y de todos los ciudadanos (actores principales de tal institucionalidad).
[quote text_align=»» float=»left»]En tal sentido, necesito reiterar que todos actúan como Estado y aportan a la realización del mismo.[/quote]
No obstante, resulta posible que determinados compromisos ideológicos y/o ciertos intereses logren que muchos distorsionen algunos de estos elementos e introduzcan desequilibrios en el diseño de lo que debería ser una conceptualización armónica del tema sociedad-Estado, en una auténtica República. No cuesta trabajo confirmar esta tesis. Basta escuchar continuamente presentar como una virtud la dicotomía entre sociedad y Estado. En el peor de los casos, reconocen al Estado en la figura del presidente de la República y al resto, a la sociedad, como una especie de masa suspicaz, que debe tener libertad y ha de poder enfrentarse al Estado, como si este no fuera el medio a través del cual todos deben poder enrumbar de manera protagónica la realización comunitaria. En otros casos, desde la misma lógica y con idénticas consecuencias, aunque con un mayor sentido institucional, reducen el Estado al gobierno, por ejemplo: al consejo de ministros. Y otros, con mayor sensatez, pero que no consiguen cambiar mucho la realidad, identifican al Estado solo con las instituciones de poder, que clásicamente han sido: el propio gobierno, el parlamento y el sistema judicial. Estos ejemplos muestran que aún fragmentamos la sociedad entre poderosos y gobernados en el sentido más radical e injusto de la palabra.
El jefe de Estado y los actuales sistemas de gobierno.
Los sistemas de gobiernos, más comunes y generales, diseñados y establecidos durante la modernidad y la contemporaneidad, han sido denominados “presidencialistas”, “parlamentarios”, “semipresidencialistas” o “semiparlamentarios”. Por otra parte, existe consenso acerca de que todos pudieran resultar funcionales a una monarquía, a una aristocracia, a una oligarquía o a una república. Del mismo modo, afirman que indistintamente pudieran ser eficaces en modelos sociales con un partido político único, así como en modelos bipartidistas o multipartidistas. Igualmente, muchos los consideran con capacidad para ser compatibles con dinámicas y proyecciones que se inclinen tanto al liberalismo como al socialismo.
Para el sistema presidencial, las responsabilidades de jefe de Estado y jefe del gobierno están unidas en la misma persona, que por tanto ejerce las funciones representativas, propias de la jefatura del Estado, y además las funciones políticas y administrativas, inherentes a la jefatura del gobierno. Tiene, por consiguiente, mayor poder. Puede nombrar y remover libremente a los ministros, que se desempeñan más bien como secretarios del presidente, y por ende, el gabinete es solamente un órgano de asesoramiento que puede o no ser convocado y cuya opinión no es vinculante para el jefe de Estado. En la Constitución de Estados Unidos, que data del año 1787, se constituyó el modelo puro de presidencialismo; donde no existe una mención al gabinete, ni el presidente resulta electo por el Congreso y funciona con independencia de este.
En el sistema parlamentario, la institución legislativa elige a quien ejerce la función ejecutiva, o sea, de gobierno. En este sistema, el jefe de gobierno o primer ministro no es la misma persona que se desempeña como jefe de Estado. El primero dirige el gobierno, mientras que el segundo puede ser un monarca que accedió a su condición de manera hereditaria, o un presidente electo por el parlamento o el pueblo. En este caso, la población elige, a través de su voto, a los integrantes del parlamento y luego los diputados votan por el jefe de gobierno, quien debe responder ante el parlamento por todos los actos ejecutivos. En este sentido, el jefe del gabinete, bajo la dirección del jefe de Estado, coordina y gestiona las tareas del gobierno, mantiene el contacto permanente del ejecutivo con el parlamento (e inclusive con los tribunales, dado el caso), y rinde cuenta de todo su desempeño ante el presidente de la República. Desde esta lógica, el jefe de Estado no gobierna y debe desempeñarse como un poder moderador. Es por ello que Benjamín Constant (escritor y político francés, nacido en Suiza, en 1767, y fallecido en París, en 1830) comienza a elaborar la llamada “doctrina del poder moderador”. Aquí comienza a considerarse al jefe de Estado como aquella persona que ejerce las máximas funciones de representación del Estado en el orden interno y en el ámbito internacional; y al jefe de gobierno como aquella persona encargada de ejecutar en el gobierno la administración pública. Inglaterra y Escocia fueron los primeros países en adoptar el parlamentarismo –desde 1707 como el Reino de Gran Bretaña y desde 1801 como el Reino Unido. No obstante, este modelo también fue asumido, aunque con sus peculiaridades, por la Constitución de Brasil de 1824 y por la Carta Constitucional Portuguesa de 1826 –ambas diseñadas por el Emperador Pedro I.
El sistema semipresidencialista constituye un término empleado por primera vez por el politólogo francés Maurice Duverger, en su obra titulada “Instituciones políticas y derecho constitucional”. Con este se designa a un sistema político, en el que un presidente elegido por sufragio universal coexiste con un primer ministro y un gabinete, responsables ante la asamblea legislativa. En el sistema semipresidencialista, el presidente es autónomo, pero comparte el poder con un primer ministro. El poder ejecutivo se divide entre un jefe de Estado –el presidente de la República– y un jefe de gobierno –o primer ministro. Sin embargo, cada uno tiene un origen distinto. Mientras que el presidente de la República surge directamente del voto popular, el jefe de gobierno es propuesto por este presidente y designado por la mayoría parlamentaria. Por ello, el presidente de la República, para designar su propuesta para primer ministro, siempre deberá atender a las proyecciones mayoritarias en el parlamento. El primer ministro o presidente del gobierno estará comprometido en la lucha política cotidiana, de la cual estará relativamente exento el presidente de la República. Con esto se procura que, a pesar del compromiso del jefe de Estado con el gobierno, pueda disfrutar de cierta capacidad de arbitraje, con el objetivo de que logre sostener una relación no conflictiva con las proyecciones sociopolíticas diferentes, y se favorezca así la moderación, la negociación y el compromiso entre las más diversas posiciones. Se considera que Francia fue la primera República con un sistema de este tipo, a través de la Constitución de la Quinta República Francesa, que fue promovida tras un movimiento del general Charles De Gaulle, en reacción al rechazo social que generó el sistema parlamentario en dicha nación.
Por su parte, el sistema semiparlamentario resulta análogo al denominado semipresidencialismo, pero procura la mayor fuerza y el mejor dinamismo para el parlamento, así como una definición clara y profunda de las facultades y posibilidades reales de ejecución del cargo de primer ministro. Muchos estiman que fue la República de Weimar, en Alemania, quien en 1919 diseñó el primer sistema semiparlamentario, al proponerse cincelar el mayor equilibrio posible entre los poderes del parlamento y del presidente.
Sin embargo, a pesar de los diversos esfuerzos para que el jefe de Estado logre cierto arbitraje entre las diferentes entidades de poder y los disímiles intereses sociales, no se ha conseguido de manera suficiente y eficaz. Es por ello que algunos actores y filósofos han considerado la pertinencia de un jefe de Estado que no sea jefe del gobierno, ni participe directamente de las funciones parlamentarias ni judiciales; pero con atribuciones, capacidades e instrumentos sólidos que le permitan ejercer una moderación activa y efectiva ante la intensificación del poder y sus posibles abusos, así como ante las múltiples dinámicas sociales, para de esta forma evitar o atenuar los conflictos y procurar la colaboración y el control mutuo entre las instituciones de todo tipo y los más disímiles intereses sociales.
El cubano Félix Varela, filósofo y cristiano-católico, del siglo XIX, se inclinó a favor de la búsqueda de esta posibilidad. Este miembro de la pléyade fundadora de nuestra nación se acercaba, de algún modo, a la noción de un Estado donde la sociedad se constituye en continente y en contenido del mismo; razón por la cual todos los ciudadanos, todas las comunidades, todas las asociaciones, todas las instituciones (de cualquier tipo) y, por supuesto, todas las autoridades, resultan parte, sujetos y fines del Estado. En su labor filosófica y patriota propuso indagar acerca de las potencialidades de un jefe de Estado, desligado del ejercicio directo de las funciones ejecutivas, legislativas y judiciales del poder; que, a su vez, fuera capaz de constituirse en símbolo supremo de unidad, así como en facilitador de la armonía institucional y social. Siguiendo esta misma lógica, el francés Paul Ricoeur, también filósofo y cristiano, del siglo XX, ratificó la posible ventaja de un jefe de Estado que no dirija el gobierno. Sin embargo, argumentó que en estos casos el presidente de la República deberá ser una persona con elevadas cualidades, apta para ser más que una persona de Estado, una persona de la nación.
Para este pensador, una mujer o un hombre de la nación, sería aquella o aquel que lleva al más alto grado la conciencia nacional y está dispuesta/o a exaltarla a través de sus acciones y a procurar que todo el acontecer social, cultural, económico, jurídico y político e incluso estatal, corresponda al carácter, al espíritu y a los fines de la nación, así como a los intereses y derechos de cada persona, de cada grupo, de cada segmento, de cada visión sociopolítica. Igualmente precisó que esta singularidad tendría que ser garantizada, por supuesto, con un entramado de normas jurídicas que, junto a otras exigencias, establezcan las características y condiciones que han de cumplir los que pretendan ser candidatos a este alto cargo, y precisen, además, cómo deberán ser nominados y cómo habrán de resultar electos. Del mismo modo, indicó que se haría forzoso diseñar, desarrollar y garantizar la institucionalidad necesaria para que el jefe del Estado pueda cumplir sus funciones de manera dinámica, vital, eficaz y efectiva. O sea, quienes defienden que la jefatura del Estado sea una institución autónoma, procuran definirle una naturaleza institucional propia, necesaria y funcional para todos, con el propósito de que, en estos casos, el presidente de la República no sea una figura decorativa, como actualmente suele ocurrir en los países donde ambos cargos son ocupados por personas diferentes.
Acerca de un Taller sobre estos temas.
En una sesión de clases, empleada como taller, que llevó unas semanas de preparación, un grupo amplio de alumnos coordinados por mí, debatimos sobre todos estos temas. La experiencia fue posible mientras impartí un curso de “Teoría del Estado y de las Instituciones”, en un Instituto de enseñanza de la Iglesia católica, en La Habana. Fue entonces que aquellos estudiantes, después de leer textos y artículos, y de reunirse en grupos para debatir y prepararse, expusieron y dialogaron sobre todas estas cuestiones; lo cual aprovecharé para reproducir algunos de los criterios presentados en aquel momento sobre el posible carácter moderador del jefe de Estado.
Durante el taller los estudiantes implicados en la aceptación y el desarrollo de un jefe de Estado que, de manera suficiente, represente y exalte a toda la heterogeneidad nacional y desempeñe funciones moderadoras, indicaron la posibilidad de institucionalizar su quehacer a través de disímiles responsabilidades y facultades, para lo cual se haría imprescindible, además, la creación y afianzamiento de legislaciones, entidades, mecanismos, procedimientos, etcétera. En lo adelante muestro algunas ideas esbozadas, por medio de las cuales pretendieron encontrar maneras para concretar esta aspiración. En tal sentido, se refirieron al posible carácter arbitrar entre las funciones legislativas y ejecutivas, al derecho al veto, a su capacidad para proponer la destitución de ministros, a su relación con las fuerzas militares, a sus prerrogativas judiciales, y al derecho de disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones para ocupar los cargos de diputado, entre otros.
Según algunos participantes, para su desempeño, el jefe de Estado ha de tener el derecho de impedir y de aprobar. Debería poder exigir a la asamblea legislativa de cualquier instancia, de creerlo oportuno, que decida con urgencia sobre cualquier asunto. Por ende, también debería poder impedir, si lo entiende necesario, cualquier acto del ejecutivo o de sus instancias inferiores, hasta tanto se pronuncie la asamblea correspondiente (aprobándolo o prohibiéndolo.) Además, debería poder vetar los acuerdos del parlamento nacional.
Sobre el veto del jefe de Estado procuramos entender que este produce uno de los efectos que se pretendía con la existencia de un senado: contener y balancear los esfuerzos de la asamblea de diputados. Se evaluó que la máxima autoridad del Estado no ha de tener poder sobre el legislativo, pero sí debe gozar de prerrogativas para intentar detener (de manera provisional, pues jamás el veto debe ser absoluto) un acuerdo de este si lo juzga perjudicial. En tal sentido, dejamos claro que en estos casos el parlamento tendría que programar un nuevo debate sobre el tema, que estará influido por los argumentos del jefe de Estado y por la opinión ciudadana; y solo podrá anular el veto de la máxima autoridad si en esta segunda ocasión aprueba lo acordado por mayoría reforzada, o sea, con el setenta y cinco por ciento de los votos.
Algunos estudiantes propusieron que el jefe de Estado pudiera proponer el inicio del proceso de revocación del mandato de toda autoridad electa directamente por la ciudadanía, en cualquier rama o instancia del poder. Asimismo, sostuvieron que pudiera proponer al jefe del gobierno o al parlamento la destitución de un ministro, o de un grupo de ministros, o de todos los ministros. De la misma manera, algunos conocedores del derecho y de la sociología alegaron que, en casos extremos y bien determinados, debería tener derecho a disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones para ocupar los cargos de diputado. Igualmente, muchísimos coincidieron en que pudiera, cuando lo estimara oportuno, convocar a consultas ciudadanas, a plebiscitos y a referendos; y que poseyera iniciativa legislativa y constituyente.
Por todos estos motivos, un grupo defendió que un jefe de Estado, con carácter de moderador, debería disfrutar del derecho de participar en las reuniones de todos los órganos y comisiones del parlamento y de las asambleas locales, así como en las reuniones del consejo de ministros y de sus instancias inferiores. Por ende, también defendieron el derecho de este a estar informado del desempeño de estos quehaceres.
En cuanto a la instrumentalización de la justicia, también discurrieron acerca de que el jefe de Estado pueda tener el derecho de ratificar la designación de los jueces de la más alta instancia del tribunal de justicia, y deba resolver las apelaciones acerca de la designación de jueces en los tribunales de las instancias inferiores. En este sentido, le reconocieron además el derecho de conceder indultos y de proponer amnistías a la asamblea de diputados. Por otra parte, pero también en relación con la justicia, algunos abogaron a favor de que detente el control directo y total de la fiscalía. Esta última, según argumentaron, debería ser un ente que, dirigido por el presidente de la República y en virtud de su función moderadora, ejerza el control de la legalidad sobre toda la sociedad y sus instituciones (sin prejuicio de las relaciones que en cualquier caso siempre deberá tener con el parlamento del país, aunque debe tener facultades para también exigirle la legalidad a la propia asamblea de diputados.)
Ciertos estudiantes fundamentaron que este jefe de Estado también debería tener, entre sus prerrogativas, el mando del ejército y de los servicios de seguridad, dado el carácter estratégico del quehacer de ambas entidades, y sin prejuicio de las relaciones que en cualquier caso siempre deberán ser cuidadosamente esculpidas entre estas entidades y el parlamento del país. Dichos alumnos no incluyeron los órganos policiales, que sí aconsejaron mantener, en todo caso, bajo la dirección y gestión del consejo de ministros, encabezado por el jefe del gobierno.
Casi concluido el taller, algunos participantes advirtieron que el desempeño moderador del jefe de Estado debe sobrepasar las instituciones e instancias de poder, y orientarse también hacia las organizaciones sociales, porque en una República la sociedad toda contiene al Estado y toda la sociedad resulta el contenido del mismo. En este sentido, se especuló sobre el asunto, aunque de manera rápida y simple, y en el empeño se mencionaron posibilidades análogas a las siguientes: que el jefe de Estado tenga derecho a estar informado del trabajo de las asociaciones civiles, al menos de carácter nacional; que esté obligado a concurrir a la convocatoria de los órganos de dirección de las mismas y responder por los compromisos asumidos con estas; que existan mecanismos y procedimientos institucionales de la jefatura del Estado para gestionar la solución de conflictos entre las organizaciones sociales y las entidades de poder, así como entre diferentes agrupaciones civiles; que los órganos de dirección de las asociaciones populares deban acudir a la convocatoria del jefe de Estado; que este pueda solicitar, y se le deba conceder, permiso para asistir a las reuniones de los órganos de dirección de estas agrupaciones; que el jefe de Estado posea el derecho de proponer a los órganos correspondientes de cada organización la revocación del mandato de sus dirigentes; y que en todo momento la ciudadanía tenga asegurado el derecho para revocar el mandato del jefe de Estado; entre otras.
Final.
Con estos modestos apuntes ofrezco algunos tópicos a nuestro debate sobre el tema. Sin embargo, no intento presentarlos como sugerencias. Más allá de cuánto puedan convencer sus defensores teóricos y de cuánto hayan podido aportar históricamente en determinados lugares y momentos, las potencialidades de dichos modelos siempre estarán atravesadas y condicionadas por las circunstancias y las preferencias consensuadas.
Cuba misma, durante la etapa llamada “República”, experimentó el sistema presidencialista; y cuando lo consideró un obstáculo, y se sintió incompatible con el sistema parlamentario, optó por un modelo semiparlamentario, que fue sobre todo semipresidencialista, con una tendencia desmesurada al presidencialismo. Posteriormente, al institucionalizar el Estado revolucionario, se erigió un modelo asambleísta, no analizado en este trabajo, que tiene un buen antecedente en Suiza y que fue mal reproducido en la antigua Unión Soviética. Este sistema de gobierno, en Cuba, colocó teóricamente todo el poder del Estado en una asamblea de diputados, pero en la práctica supeditó este parlamento al poder de un gobierno dirigido por una autoridad que ha concentrado, como un todo integrado, la jefatura del Estado y del gobierno, reforzada a su vez por las prerrogativas de otras fuerzas preponderantes.
Ante nosotros tenemos toda la experiencia local e internacional, que debe constituir una riqueza para esta época de estudios y de transformaciones. Sin embargo, no hemos de utilizarla para copiar meramente lo que han hecho otros, ni para reproducir nuestras experiencias fallidas. Debemos incorporarla para enriquecer nuestro conocimiento, tomar lo positivo de tanto aprendizaje y también aceptar ideas nuevas que emergen en la Isla y en el mundo. Solo entonces seremos capaces de la necesaria originalidad que reclama el actual momento histórico, para asegurar un desarrollo del modelo sociopolítico que responda, cada vez más, a las funciones que le demanda la sociedad cubana.