
Introducción.
Desde hace décadas se han intensificado los estudios y el debate sobre la manera de estructurar el gobierno de un país; o sea, en relación con su forma, constitución, legitimidad, objetivos y eficacia, así como acerca de la centralización o descentralización del mismo. En Cuba, en estos momentos, se presenta la posible pertinencia de redefinir todo lo anterior y de avanzar hacia una descentralización del gobierno de la República, que podría ser refrendada en una reforma constitucional a concretarse en el fututo próximo. Sin embargo, existen diversos criterios al respecto, incluso diversas maneras de concebir tal descentralización.
Solo para precisar, debo señalar que cuando me refiero al gobierno de un país discurro en torno a la entidad ejecutiva del Estado, a la cual la sociedad y la ciudadanía encargan la gestión de las normas generales y la administración pública. Este se constituye, por lo general, mediante un Consejo de Ministros y de sus homólogos inferiores, instituidos por ejemplo, en las provincias y en los municipios. De este modo, todo gobierno deberá gestionar, de manera directa y cotidiana, el desarrollo integral y universal de todos los ámbitos de la sociedad.
Un anhelo justo.
En el actual debate sobre el asunto, en determinados sectores de cubanos, muchos argumentan a favor de la desconcentración del poder en todos los sentidos; y particularmente en cuanto al gobierno de la Isla, entendido como: Consejo de Ministros y Consejos de Administración provinciales y municipales. En tal sentido, se desea una descentralización grande, que pudiera considerarse auténtica, pero también regulada. Sin embargo, en algunos casos acompaña esta aspiración el sueño de una especie de República de Repúblicas municipales o provinciales, que no resulta una figuración, pues constituye un viejo anhelo del republicanismo cubano. Esto sería ideal y debemos trabajar para conseguirlo. Incluso todo parece indicar que la posible futura concreción de la integración de bloques de naciones, de regiones, de continentes y, en un supuesto tal vez remoto y difícil, de toda la comunidad mundial, sería por medio de un engranaje federativo. Por ende, podría ser bueno que las unidades políticas territoriales inferiores a la nación también se organicen y desarrollen sobre esos criterios de gestión; separada y compartida a la vez, entre instancias superiores e inferiores.
Sin embargo, no sería pertinente decidirlo a partir de valoraciones abstractas que desconozcan las circunstancias creadas por una historia de siglos que ha cimentado al Estado-nación como la unidad política básica. Igualmente, resultaría riesgoso imponer el federalismo entre territorios e instancias territoriales, sin las debidas condiciones culturales, civiles, económicas y políticas para desarrollar tal proyecto. Hace falta trabajar mucho, y bien, para enrumbarnos positivamente por esos caminos.
Entre tanto, deberíamos cincelar la ejecución del poder en la instancia nacional y asegurar la debida cohesión entre esta y las instancias inferiores. En un Estado unitario, no federativo, solo la instancia nacional ejerce poder y las instancias inferiores son consideradas como meros agentes que deben facilitar el ejercicio del poder central. Sin embargo, este principio no debe resultar en prejuicio de la autonomía que deben disfrutar las provincias y los municipios para emplear plenamente las potencialidades locales, e ir preparando a la sociedad y a la ciudadanía con vistas a la posibilidad de un futuro federalismo. Para ello, habrá que discernir acerca de cuestiones fundamentales, entre las cuales se encuentran: el sentido de la descentralización, la armonía entre las instancias centrales y locales del gobierno, la debida naturaleza y pertinencia de la burocracia, así como los mecanismos de control ciudadano sobre el gobierno y la debida transparencia en el desempeño de este.
Descentralización.
En muchos países, los esfuerzos realizados para “fomentar la descentralización” han sido un gran fracaso. A menudo, esto ocurre debido a que dichos esfuerzos no se han enfocado en la descentralización, sino más bien en la desconcentración. Es decir, los gobiernos centrales han tratado de transferir la responsabilidad de determinados servicios a los gobiernos locales, pero no les han concedido el poder para desarrollarlos de forma suficiente. También han tratado de crear estructuras administrativas, a través de las cuales siguen manteniendo un tipo de control que desvirtúa la descentralización, pues la convierte más bien en programas del gobierno nacional que sólo administran a nivel local.
Una verdadera descentralización implicaría la transferencia, a los gobiernos locales, de las responsabilidades y de las facultades necesarias para cumplimentar las mismas. Sin embargo, igualmente se debería garantizar que estas autoridades locales tengan la obligación de rendir cuentas a los ciudadanos de la localidad, a la comunidad del territorio y al gobierno central.
Por otra parte, también sería imprescindible esclarecer si la descentralización de funciones y servicios del gobierno, debería privar al gobierno central de toda responsabilidad en dichos menesteres. Estudiosos y políticos experimentados sugieren que los ciudadanos, en todo caso, puedan acceder a los provechos de la buena gobernanza de múltiples gobiernos locales y de niveles superiores de gobierno. Según estos, la descentralización no debería limitar, sino todo lo contrario, que si los ciudadanos no logran recibir el servicio deseado en una unidad de gobierno, en un nivel específico, puedan optar por obtenerlo en otra unidad u otro nivel de gobierno.
No obstante, una gobernanza descentralizada y los gobiernos locales fuertes podrían movilizar con facilidad los recursos y la autoridad necesaria para proporcionar mayores oportunidades a favor de un desarrollo socio-económico significante en la localidad. Sin embargo, esto demandará la implementación de una administración cualificada y de diversos tipos de sistemas de medición de la misma.
Esto último, debería promover la desconcentración del poder y de la autoridad, y a su vez crear espacios cívicos. En tal sentido, sería indispensable multiplicar los centros de poder político y administrativo. Por otro lado, esto solo resultaría efectivo a través de la institucionalización de espacios y medios para que la sociedad civil (organizaciones de la localidad, grupos de interés, asociaciones empresariales, cooperativas, sindicatos, medios de comunicación, etcétera) puedan desarrollarse, cooperar y participar en el diseño, aprobación, gestión y control de la gestión del gobierno local. Esto, además, sería extremadamente importante en términos de la construcción de la democracia.
Resulta de suma importancia estudiar y deliberar intensamente acerca de las ventajas de la descentralización del gobierno y, además, de sus peligros; pues constituye un umbral democrático por desarrollar, constituir y legitimar. Para ello, no encontraremos mejor camino que comenzar y avanzar en su implementación, pues cuando un gobierno local consolida su gestión, siempre los otros gobiernos locales sentirán mayor presión para también evolucionar en el desempeño de su responsabilidad.
La burocracia: ¿una necesidad?
La legitimidad del poder racional se basa en normas legales lógicamente definidas.
Para esto, resulta indispensable la creencia de que la legitimación de la ley se fundamenta en la justicia. Solo entonces, el pueblo obedece las leyes porque cree que son refrendadas por un procedimiento escogido, por los gobernantes legítimos y con la participación debida de los gobernados. Sin embargo, dicha dominación legal requiere de un aparato administrativo que constituye “la burocracia”.
No obstante, dicha burocracia, en muchísimas ocasiones, se torna un obstáculo o una asfixia, cuando no también una maquinaria impune de corrupción. Por ello, suele ser rechazada y en ciertos casos hasta “estigmatizada”. En tal sentido, la teoría y la práctica señalan la obligación de precisar la posición de los funcionarios y las relaciones de estos con el gobierno, con los gobernados y con sus colegas, a través de reglas impersonales y escritas, que delineen la jerarquía del aparato administrativo, la racionalidad y beneficio efectivo de sus funciones, así como los derechos y deberes inherentes a cada posición, etcétera.
Muchos teóricos y políticos aconsejan fundamentar la lógica de la burocracia sobre la autoridad técnica, y sobre la meritocrática-administrativa. Asimismo, sostienen la obligación de garantizar que la misma sea solo ejecutora (eficiente) de órdenes, de modo que se constituya en punto de unión entre el Gobierno y los gobernados. Desde este razonamiento, la burocracia ha de ser una forma de organización humana que se basa en la racionalidad, en la adecuación de los medios a los objetivos pretendidos, con el fin de garantizar la máxima eficiencia en la búsqueda de esos objetivos.
De conseguirse todo lo anterior, algunos defienden que la burocracia podría asegurar ciertos beneficios, como por ejemplo: 1) Racionalidad en relación con el logro de los objetivos de sus funciones. 2) Precisión en la definición de las gestiones a realizar por las entidades y por cada funcionario. 3) Rapidez en las decisiones. 4) Unidad de interpretación garantizada por la reglamentación específica y escrita. 5) Consonancia de prácticas y procedimientos que favorece la estandarización y, por ello, la reducción de costos y errores. 6) Continuidad de la organización y de su eficacia, a través de una sustitución del personal que se retira o abandona el cargo, por medio de un procedimiento comprometido con el desarrollo cualitativo de las responsabilidades a ejecutar. 7) Justicia, estabilidad y bienestar ciudadano; pues los mismos tipos de decisión deben tomarse en las mismas circunstancias.
Control y transparencia.
Del mismo modo, la generalidad reclama el diseño y re-diseño progresivo de un entramado sólido de mecanismos horizontales y verticales para controlar el quehacer del gobierno y de toda la administración pública. El llamado control horizontal suele resultar ejercido a través del parlamento, que debe tener la obligación de interactuar, inspeccionar y des/aprobar el desempeño gubernativo. Igualmente, debe realizarlo la fiscalía, quien ha de exigir a todos el cumplimiento de la legalidad. También estará obligada a ocuparse de esta tarea la contraloría de cualquier país. Además, está llamado a ejercerlo el sistema de tribunales, cuando alguna instancia de gobierno, rama administrativa, institución ejecutiva, autoridad o funcionario sean inculpados debidamente. El control vertical demanda la institucionalización de una multiplicidad de procedimientos para garantizar que las instancias inferiores del Estado, del gobierno y de toda la administración pública, puedan exigir transparencia a sus instancias superiores. Por otro lado, resulta imprescindible asegurarle este derecho (a través de la mayor multiplicidad posible de mecanismos) sobre todo a la ciudadanía, a todas las comunidades, a las asociaciones sociales y a las instituciones civiles.
Consejo Popular.
A propósito de las instancias locales y de la necesidad de dinamizar el desarrollo de las comunidades (por ejemplo: de los municipios), discurriré sobre una institución esbozada en Cuba, e insuficientemente diseñada y utilizada. Me refiero al Consejo Popular. Esta figura institucional sugiere algo parecido a una instancia barrial, subordinada al municipio. Sin embargo, en Cuba no llega a ser una instancia, sino más bien un mecanismo. En determinadas circunstancias los barrios pudieran constituirse en una instancia, pero ello no tendría sentido si estos carecieran del desarrollo debido y de la identidad necesaria. No obstante, el diseño y la consolidación de ciertos mecanismos barriales pudieran resultar una contribución decisiva para lograr lo anterior.
Los clásicos barrios, o demarcaciones similares, podrían beneficiarse de mecanismos capacitados para gestionar su progreso, y hasta agenciar determinado aporte al entramado de relaciones con otros barrios, dentro del municipio, de la provincia o del país en general. En tal sentido, el denominado Consejo Popular pudiera llegar a efectuar un desempeño importante. Sin embargo, para hacerlo haría falta cincelar su institucionalidad y trabajar para concretar su autoridad. Por otro lado, debo dejar claro que tendría éxito solo si funciona en el marco de un desarrollo general de la cultura, de la educación, de las reglas de urbanidad, de la política y, en gran medida, de la economía. Los mecanismos (o instancias, llegado el caso) barriales logran movilizar y enrumbar dinámicas de desarrollo comunitario únicamente a partir de un progreso suficientemente universal e integral de todo país. En circunstancias de pobreza podrían hacer poco o hasta convertirse en un dispositivo estéril, sino se prevé un diseño institucional con capacidad real para dinamizar las mejores potencialidades comunitarias en medio de condiciones difíciles. En tal sentido, pienso que este tema nos reclama atención y creatividad.
En Cuba, actualmente “gestionan” el Consejo Popular los delegados de las circunscripciones correspondientes a esa demarcación que integran la Asamblea Municipal. Ese conjunto de delegados tiene, o podría tener, una sólida eficacia como cuerpo consultivo necesario y positivo, incluso con capacidad para aprobar determinados quehaceres en dicha jurisdicción. Sin embargo, los desafíos actuales y futuros, y el aporte que podría ofrecer a estos retos el Consejo Popular, tal vez demande una especie de “administración barrial”, coordinada por un representante del jefe del gobierno municipal, con facultades y en condiciones para dedicarse de manera profesional a la gestión de los asuntos del Consejo. En nuestras condiciones actuales el “barrio” no debería pretender constituirse en instancia, y por ende no sería imprescindible que fuera preciso elegir un gobierno comunitario. En tanto, quizás sería necesario estudiar la mejor evolución posible de la institucionalidad mínima sobre la cual y por medio de la cual el Consejo Popular realizaría su trabajo, y cómo debería resultar designado (aunque no de forma “autocrática”) el presidente de cada uno de ellos.
¿Cómo elegir a las autoridades de gobierno?
Para hacerlo ha de fundamentarse en un programa que pretenda realizar y hacer evolucionar los preceptos constitucionales. Por otro lado, muchos prefieren que dicho proyecto sea electo por la ciudadanía de forma periódica, universal, directa, libre y competitiva. Estos sostienen que una propuesta de gobierno debe considerase ganadora, a través de un proceso eleccionario de este tipo, cuando al menos alcance la mayoría absoluta de los votos, o sea: el cincuenta y uno por ciento de estos.
Siempre abogo a favor de que la dirección gubernativa sea gestionada por aquellos ciudadanos que han realizado, o realizan, un desempeño político, que no sea únicamente el estatal o gubernativo, capaz de dinamizar el diálogo social sobre los temas cruciales e importantes, a partir del cual se definan consensos, con capacidad de ser defendidos y canalizados a través de programas políticos de gobierno. Pienso que el desempeño “netamente político (de ideas, aprendizajes, diálogos, persuasiones, relaciones, cabildeos, etcétera)” resulta una contribución decisiva para incorporarle a la sociedad, en su conjunto, la capacidad suficiente de orientar adecuadamente los procesos, las gestiones y hasta las cuestiones propiamente políticas. Estoy convencido de que solo cuando esto ocurre de la mejor manera posible los países logran conciliación y equilibrio, y los pueblos se sienten convocados, se entusiasman, se implican y se comprometen.
No obstante, la historia de este desempeño en el mundo está desbordada de páginas negras. Actualmente existe mucha desconfianza hacia las maneras tradicionales que pretenden instrumentalizar este decisivo quehacer. Muchos estiman que los partidos políticos ya constituyen un mal y deben comenzar a formar parte del pasado. Otros consideran que podrían continuar existiendo, pero en un marco de condiciones que los obligue a servir al pueblo y no a servirse del pueblo. Asimismo, unos sostienen que el pluripartidismo ha quebrado históricamente y otros que se hace necesario revitalizarlo, pero sin condiciones que lo restrinja, sino con los privilegios de siempre. Igualmente, algunos ratifican que el unipartidismo también quebró y otros reafirman que pudiera, por medio de nuevas formas y perspectivas, constituirse en un instrumento válido. Por otro lado, no faltan quienes aceptan que cualquier variante podría resultar válida, siempre que sea podada de lo malo y tenga la voluntad de incorporar la honradez, el respeto y la responsabilidad. Del mismo modo, no pocos señalan la urgencia de buscar instrumentos distintos, muy distintos, aunque por supuesto sin descontar la experiencia del pasado (ya sea positiva o negativa).
Sobre este tema he opinado en reiteradas ocasiones. En estos momentos me encuentro en un estudio, mínimamente intenso, sobre la experiencia al respecto. Estoy revisando los antecedentes de lo que después resultaron ser los partidos políticos; las formas, los mecanismos y los estilos que se fueron incorporando; cuántas modalidades de partidos han existido y a qué responden dichas diferencias; cómo han sido sus prácticas políticas; cuáles han sido los fracasos en sus quehaceres que actualmente tienden a ilegitimarlos; y cuáles son las alternativas emergentes y/o que se estudian. Sin embargo, no he avanzado de manera suficiente y, por otro lado, nuestra circunstancia actual me demanda discernir el tema en relación con Cuba, sin apostar todavía de manera absoluta por cualquiera de estos criterios.
Por ello, en este texto me limitaré a confirmar seis condiciones estabilizadoras y legitimadoras de la elección de cualquier jefe de gobierno. La primera, los proyectos de gobierno sí deben emanar, por naturaleza, de plataformas programáticas (ya sean individuales, o de personas vinculadas ocasionalmente y sin relaciones estatuarias, o de personas vinculadas orgánicamente en partidos políticos ?únicos o diversos? u otro tipo de asociación, en dependencia de la preferencia de cada sociedad). La segunda, en todo caso deberían existir requisitos y procedimientos para lograr dicha nominación. La tercera, la correspondiente autoridad electoral debería evaluar todas las propuestas y resolver si contradicen o no la Constitución de la República. La cuarta, una vez culminado el paso anterior, cada pre-candidato debería gestionar el apoyo de una cuantía establecida de ciudadanos, que también habría de ser validado ante la correspondiente autoridad electoral. La quinta, una vez llegado hasta aquí, cada candidato tendría que poder socializar debidamente su agenda, para así competir de manera efectiva. La sexta, finalmente se debería escoger al jefe del gobierno a través de lo que técnica y políticamente le llaman: “el voto libre, secreto, directo y competitivo”.
Acerca de la constitución del gobierno central y las instancias locales.
Una vez electo el jefe del gobierno, este tiene que organizar su gabinete. Para ello, debe proponer el nuevo Consejo de Ministros, máxima entidad ejecutiva que ha de funcionar colegiadamente. Algunos apuntan que, para sus funciones, pudiera auxiliarse de un reducido número de secretarios de gobierno, quienes coordinarían y controlarían el trabajo del ejecutivo. La generalidad sostiene que todas las propuestas, para ministros y secretarios, deben ser sometidas a la aprobación del parlamento. Asimismo, se ha impuesto que una vez aprobados los ministros, y estos tomen posesión de sus cargos, el jefe del gobierno no debe poder dictar disposición alguna que no vaya refrendada por el responsable del respectivo ramo. Del mismo modo, resulta común que los miembros del ejecutivo puedan ser retirados de sus cargos, en cualquier momento, por iniciativa del presidente del gobierno o del parlamento.
Quiero reiterar que el ejecutivo es quien realiza el programa aprobado por los ciudadanos para un determinado período y para hacerlo se estructura hacia todas las instancias: la nacional y las inferiores (por ejemplo: las provinciales y las municipales). Sin embargo, nuevamente preciso que las entidades del ejecutivo en las instancias subordinadas, en un Estado que se conserva unitario, no deben ejercer poder, aunque disfruten de toda la autonomía y de todas las facultades imprescindibles para ejercer sus responsabilidades. Pues, en estos casos, el ejercicio de la soberanía no está compartido entre el poder central y los poderes locales. Por ende, dichas instancias han de ser, sobre todo, corporaciones para promover el programa del gobierno y para auxiliar a este en la ejecución de sus órdenes.
Para hacer comprensible el criterio anterior, se hace forzoso señalar la diferencia entre ejercer el poder y ser agente del poder. En el primer caso reside la autoridad gubernativa, con toda la energía y garantía que requiere, y en el segundo reside únicamente la obligación de facilitarle su ejercicio. Por esta razón, la jefatura de la entidad del ejecutivo que vela por la administración en las comunidades locales debe estar cohesionada con el Consejo de Ministros y responder al programa gestionado por el jefe del gobierno nacional.
Este criterio pudiera colisionar con los empeños de quienes defienden la posibilidad de elegir de manera directa a las máximas autoridades locales y que estas puedan tener programas diferentes al del gobierno central. No obstante, debo resaltar que considero lícito este anhelo. El mismo se acerca al empeño de evolucionar hacia algún tipo de federalismo y ello constituye un horizonte genuino. Sin embargo, para establecerlo con garantías reales de éxito para todos, reitero que hacen falta condiciones culturales, civiles, económicas y políticas suficientemente sólidas. Este convencimiento, unido al influjo que ejerce sobre mi análisis la idiosincrasia cubana y las circunstancias actuales de nuestro país, me inclinan a ratificar mi preferencia a favor del acercamiento al horizonte de un federalismo posible, mediante un ejecutivo fuerte y cohesionado, pero capaz de gozar, en sus diferentes instancias, de facultades suficientes para realizar una intensa iniciativa local, que empodere progresivamente a la ciudadanía y a las comunidades particulares.
Entre tanto, pudiera resultar positivo que las instancias ejecutivas subordinadas al gobierno central realmente estén supeditadas a este, aunque sin dejar de ser una expresión genuina de la comunidad local. En ciertos debates se han pensado varias maneras de procurarlo. Señalaré solo una de ellas. Algunos sostienen que, una vez electo el jefe de gobierno, solo puedan presentar su candidatura para ocupar la máxima autoridad de las demarcaciones locales (por ejemplo: en Cuba, las provincias y los municipios) diversos líderes vinculados y comprometidos con el programa del gobernante electo, que posean proyecciones y perspectivas disímiles acerca de cómo gestionarlo en las circunstancias concretas de cada localidad. Igualmente, algunos prefieren que estos aspirantes sean sometidos a un proceso electoral, donde la ciudadanía decida por mayoría absoluta. Por otro lado, también existe consenso en cuanto a que una vez electas dichas autoridades, estas deberían presentar, ante las asambleas de la localidad que dirigirán, las propuestas de los miembros que integrarán los respectivos equipos de dirección.
Final.
Después de estas observaciones, de nuevo me referiré al jefe del gobierno, pero solo para terminar con otra propuesta de estudio, de deliberación. Algunos teóricos defienden el criterio de que el jefe del gobierno no sea la misma persona que ocupe el cargo de jefe del Estado. Estos estudiosos indican que constituyen dos ocupaciones distintas que pueden distorsionarse mutuamente cuando se integran de manera indisoluble y confusa en un mismo cargo. ¿Qué es un jefe de gobierno? ¿Qué es un jefe de Estado? ¿En qué podría consistir la diferencia? ¿Cuáles podrían ser las ventajas y/o las desventajas de que ambas funciones se integren en un mismo cargo? ¿Cuál podría ser el aporte importante de un jefe de Estado que no ejerza la jefatura del gobierno?