
Cuba Posible ha decidido tocar a la puerta de varios expertos latinoamericanos y estadounidenses para conversar sobre la integración latinoamericana y las relaciones “Norte-Sur”. En esta ocasión dialogamos con Gerardo Arreola, director editorial del periódico mexicano La Jornada en línea.
En su opinión, ¿cuál es el estado actual de las relaciones entre Estados Unidos y América Latina? ¿Cuánto influyen las posiciones de Estados Unidos en las políticas internas de los países latinoamericanos, y cuánta influencia poseen los intereses de la región en las políticas domésticas de Estados Unidos?
Como en muchos aspectos, no existe una política clara del gobierno de Trump hacia América Latina, pero ya se ven las tendencias que más rápidamente van a impactar a la región.
El flanco más notable es la ofensiva contra México. En este caso ‒como lo han hecho por décadas los gobiernos estadounidenses‒ no se trata del enfoque de la relación hacia otra zona, sino hacia el país vecino.
México no es visto en Washington como una nación latinoamericana más, sino como el territorio fronterizo, del cual se requiere sobre todo estabilidad y seguridad. En consecuencia, la formulación de política es individual y no necesariamente tiene que replicarse en todos sus aspectos hacia el resto de la región.
En sus escasas semanas de ejercicio, Trump ha tratado a México con agresividad e insolencia. Muy rápidamente se movió para sorprender en desventaja a su interlocutor con nuevas reglas del juego, para dejarlo acorralado, golpeado y humillado antes de entrar a negociar.
El punto más hostil es la anunciada construcción del muro fronterizo y la insistente proclama de que será México quien finalmente pague la obra.
Es casi imposible que el muro frene la migración indocumentada hacia el Norte, cuyos resortes son profundos y estructurales y no dependen de los riesgos o circunstancias del cruce. En realidad ya existe una combinación de muros y vallas en cerca de un tercio de la línea divisoria, situados en las zonas que se presumen de mayor concurrencia para el tránsito subrepticio. Nada ha impedido el flujo migratorio.
Pero es muy probable que el nuevo obstáculo eleve la tensión en la frontera, haga más caro y peligroso el tránsito clandestino, estimule la xenofobia criminal de los supremacistas estadounidenses, dispare la movilidad de la delincuencia organizada y desate mayor violencia.
El muro será, además, un obstáculo para cualquier migrante, mexicano y de otras nacionalidades, centroamericanos sobre todo, así como haitianos y africanos. Junto con el muro está la estrategia anti-migratoria y racista de Trump, cuyo ejemplo principal es la orden ejecutiva para bloquear el ingreso de viajeros procedentes de siete países de mayoría musulmana.
Aunque son México y los mexicanos el tópico central en este hemisferio, el discurso de Trump se va de frente contra toda migración. En esa medida, la amenaza es para la parte de América Latina más expulsora de migrantes. Directamente, por las medidas que potencialmente pueda tomar la Administración para bloquear el ingreso. Indirectamente, con acciones como la deportación de extranjeros con expedientes judiciales abiertos o incluso por meras faltas administrativas, como ya ha ocurrido.
Adicionalmente, Trump ha anunciado su interés de abandonar todos los tratados comerciales vigentes. La mayoría de los países de la región forman parte de tratados bilaterales o colectivos, o de esquemas asimilables de libre comercio con Estados Unidos.
Sin embargo, el abandono de esos mecanismos no es una desventaja necesaria para los latinoamericanos. La negociación de algunos de esos tratados (como el de América del Norte, el de Centroamérica y el frustrado Transpacífico) levantó fuertes críticas y protestas sociales en los socios del sur, en gran medida por las asimetrías típicas de los acuerdos de libre comercio que favorecen al Norte industrializado y a su sector privado.
Pero entrar de golpe a un régimen comercial imprevisto es un giro que coloca en desventaja a esta parte del hemisferio.
Una amenaza más está vinculada con las remesas. Si Trump quiere hacer pagar a México por el muro y desea eliminar la inmigración y expulsar extranjeros, tiene a la mano la tentación de golpear los envíos. No está claro aún qué camino podría tomar, pero el asunto ya detonó la discusión pública en México y Centroamérica.
Para Cuba, tanto el Secretario de Estado, Rex Tillerson, como el vocero de la Casa Blanca, Sean Spicer, han anunciado una revisión completa de la política de distensión emprendida por Obama, con énfasis en los derechos humanos.
En resumen, las relaciones entre Estados Unidos y América Latina están gravemente dañadas por el nuevo gobierno de Washington. Más aún: esta región toma su parte en el estremecimiento que ha causado Trump en las relaciones internacionales.
Por el discurso, las decisiones en camino y las amenazas implícitas, queda claro que se avecina un período de tensiones, del que ningún país de la región puede considerarse a salvo de antemano.
Si el peso de las decisiones estadounidenses invariablemente ha sido elevado en América Latina, el perfil de la nueva Administración lo dispara exponencialmente. Hay un retroceso de décadas en las relaciones interamericanas, en las que, en contraste, el interés del sur escasamente ha tenido resonancia en la potencia vecina.
¿Cómo deberíamos aspirar que sean las relaciones entre Estados Unidos y América Latina? ¿Qué condiciones pueden facilitarlo? ¿Qué actores están llamados y/o en mejores condiciones para hacer evolución este proceso?
El nuevo gobierno estadounidense, enemigo frontal del orden mundial reconocido y de las propias reglas del juego político interno en su país, obliga a revisar su desempeño en condiciones extraordinarias, nada convencionales.
Antes de cumplir siquiera su primer mes, la legalidad y la ética de la nueva Administración están en duda. Lo muestran las batallas judiciales que ya tiene que librar y la crítica encendida a los grotescos conflictos de interés que exhibe.
De inmediato no hay forma de imaginar una relación entre Estados Unidos y América Latina bajo las condiciones impuestas por Trump a su gobierno y a su escandalosa relación con el mundo.
Por supuesto, hay que considerar los gestos de pragmatismo que ha tenido con algunos actores relevantes (Rusia, China, Japón, Reino Unido, Israel). Pero aún no hay nada parecido hacia América Latina, mientras que mantiene la ofensiva verbal contra la Unión Europea y la OTAN. Claramente los entendimientos son solo con algunas de las potencias.
La naturaleza misma del Gobierno estadounidense obliga a considerar como factibles sus giros atrabiliarios. Es un Gobierno que ha entrado en una especie de estado de excepción, cuyo desempeño es en parte impredecible y en parte ominoso.
Sin que se pueda descartar la distancia o la neutralidad en algunos casos ‒que a estas alturas ya sería ganancia‒, América Latina tiene que prepararse para escenarios de deterioro de la relación con Washington.
¿Qué instrumentos (ya sean existentes, tal como son o de manera redimensionada, o de nueva creación) pudieran garantizar una relaciónn hemisférica basada en la concertación y la cooperación, el desarrollo y la seguridad, la justicia y la paz?
Aunque existen y pueden recorrerse, será difícil que los mecanismos convencionales (OEA, CELAC o las vías bilaterales ordinarias) puedan ofrecer fórmulas de solución, si es que en la región se precipita el conflicto como norma, derivado de la agresividad estadounidense.
Hay al menos dos cuestiones urgentes a las cuales responder: los conflictos inmediatos (expulsión de migrantes, cierre discrecional de fronteras) y la naturaleza agresiva del Gobierno.
Paradójicamente, el primer frente de resistencia está en el propio territorio de Estados Unidos. Es el que ya se desarrolla entre movimientos sociales, sectores empresariales, universidades, académicos, legisladores, gobernadores, alcaldes, funcionarios públicos de distintos niveles y hasta jueces de primera y segunda instancia. Esos son los aliados naturales e inmediatos de los países agraviados.
Luego están los recursos prácticos al alcance de los gobiernos extranjeros, como las vías legales para impedir deportaciones o litigar estatus migratorios.
¿Puede pensarse, por ejemplo, en una red de cooperación consular entre gobiernos latinoamericanos en territorio de Estados Unidos en defensa de los derechos de los migrantes? ¿En una acción múltiple que haga constar públicamente el trabajo de esa red y recabe apoyos entre los sectores sociales o políticos estadounidenses susceptibles de hacerlo?
No todos los países tienen, en este caso, el mismo grado de exposición al riesgo, pero valen las preguntas para aquellos más vulnerables (claramente México y Centroamérica).
Por lo demás, aún hay algo de tiempo para considerar alternativas ante las amenazas que aún no son política concreta, como las posibles represalias con las remesas, la ruptura de los acuerdos comerciales o decisiones particulares como la revisión de la distensión con Cuba.
Las tensiones desatadas por este Gobierno dentro de Estados Unidos han llevado ya al estado público la consideración de que la pesadilla Trump tiene término fatal.
La conjetura se desprende de dos presunciones no excluyentes: a) una mayoría anti-Trump en las elecciones de medio término (2018), ya sea demócrata o bipartidista, que obstaculice severamente a la Administración e incluso llegue al juicio político por violaciones a la Constitución; y b) una derrota de Trump o de uno de sus cercanos en las presidenciales de 2020, ante un candidato que restaure las reglas del juego anteriores.
Aún si llegara a ocurrir alguna de esas dos opciones, por ahora puramente especulativas, la región tiene que tomar muy en cuenta que le queda un camino de años por recorrer con un vecino como el que no ha conocido en generaciones.
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