Evocación de Cintio Vitier a pocos días después de su fallecimiento

Era su áurea palabra raíz y ala:

                                              raíz de tierra adentro ardiente y fértil,

                                                   plantada en los nutricios manantiales;

                                                   ala de luz de cielo adentro, angélica,

                                                    quebrándose en albores y canciones

                                                    por el indómito monte de la Patria.

                                                    despuntando por la estrella y la paloma.

Los versos están originalmente dedicados a José Martí –“Versos Patrios a Martí”– y los escribió monseñor Ángel Gaztelu, cuando era todavía el padre Gaztelu, Párroco de Bauta, para el número 33 de Orígenes, de 1953. No creo que en la Fiesta de la Luz total, ese lugar sin lugar, en el que ya están los tres, reunidos para siempre, ni Martí, ni Gaztelu, ni Cintio se molesten porque yo me haya apropiado de los mismos para iniciar esta evocación de Cintio. Creo que para Cintio ningún sacerdote tuvo el peso específico –el sacerdotal y el de la Poesía– que tuvo Ángel Gaztelu. Y el que lo dude, que lo pregunte a Fina. Y no habría que dudar que José Martí fue el centro poético –creador– de la Patria, no sólo para Cintio y Gaztelu, sino para todo el grupo de, amigos entre sí y de la Belleza, que se nucleó en torno a José Lezama Lima y a la revista Orígenes. Como lo era y lo es también para tantos que, entonces, en los tiempos de Orígenes, éramos mozos demasiado tímidos y no nos atrevíamos a otra cosa que a contemplar por la ventana del templo o, desde lejos, en la glorieta del parque, a admirar; y, como mucho, a pasar discretamente frente a la casa parroquial de entonces –la que ya no existe– y otear por la puerta entreabierta al grupo de amigos, sentados en torno a la mesa humilde del comedor bien surtido.

Y por aquellos mismos años, las conferencias, por aquí y por allá –aquellas del Lyceum, agrupadas por Lo cubano en la Poesía y tantas otras-, en las que el grupo de los mozos tímidos por nada del mundo nos habríamos sentado en la primera fila –aunque lo deseábamos-, sino hacia el fondo, por un costado no muy visible, para que nadie percibiera nuestra presencia, que creíamos atrevida, entre tantos Maestros.

Por entonces, pues, ya sabía quién era Cintio, el hijo de Medardo –icono también él-, el esposo de Fina, la dulce y firmísima presencia femenina sostenida. ¿No es acaso un privilegio que en nuestra tradición poética se repitan estas mujeres completas –como doña Tula y doña Luisa, Fina y Dulce María- no enmerengadas? Y si alguien lo duda, que averigüe por qué Lezama afirmaba que Fina era “la paloma acerina”. Paloma sí, pero de acero, no de natilla escurridiza, ni de ligeras plumitas volanderas. Y muy pronto supimos también que Bella era la hermana de Fina y la esposa de Eliseo; ella, la poetisa que nunca escribió –al menos no supimos que lo hiciera-, pero ella misma Poesía y Belleza, hasta el final; y Eliseo, el que ya nos regalaba una mirada muy especial sobre la Calzada de Jesús del Monte y que, más tarde, entre Las Maravillas de Boloña, fijaría la pupila sabia en el equilibrista que tantas veces me ha señalado el camino.

Luego vinieron mis años irrepetibles de Roma y del inicio de mi vida sacerdotal. Y al regreso inolvidable a esta Habana nuestra, arremolinada como ya estaba, –cuna y raíz-, mi trabajo en el Seminario, que no ha cesado, la “página católica” en El Mundo, escrita a cuatro manos con Juan Emilio Friguls, y el despacho de Luis Gómez Wangüemert, el Director, espacio de conversaciones iluminadas por su verbo generoso. Simultáneamente, crecía y se afianzaba la amistad sólida con Mario Parajón y Annabelle Rodríguez, recién casados. Y en su casa, tertulias y fiestas de los niños que comenzaban a nacer por aquel entonces. ¿Los contertulios? Los ya mencionados de Bauta y de las conferencias habaneras y algunos más, como Carlos Rafael, el padre de Annabelle, que las disfrutaba intensamente y henchía nuestro disfrute con su inteligencia inverosímilmente cultivada.

Y por esos caminos, hace casi 50 años, Cintio y Fina y los demás, por supuesto, de conocidos y admirados, pasaron a ser amigos entrañables y hermanos insustituibles. De pocas realidades he disfrutado tanto como de esa múltiple amistad prolongada durante decenios. Por pocas realidades debo dar gracias tan vehementes a Dios, nuestro Padre, como por ese grupo de amigos, de los que tantos y de tan diversos órdenes he recibido dones inefables. Me resulta muy difícil separarlos en mi recuerdo. Evocar a uno termina siendo la evocación de todos; de cada uno en su lugar preciso. Ya nos preceden en la Via ad Lucem Cintio, Eliseo y Bella y Mario y el padre Gaztelu y tantos otros. A nosotros, los que quedamos por acá, con el recuerdo vivo, que es también una manera de vivificar a los ausentes no totalmente ausentes, nos anima la esperanza del rencuentro, gozoso y para siempre, a la sombra de la Luz indeficiente.

Hace algunos años, nuestra Aurora Bosch celebraba sus 50 años como bailarina de ballet. Me pidió que yo fuese el orador que ofreciera el homenaje que se le ofrecería en la Sala García Lorca. Acepté la invitación y pronuncié el discurso con gusto y honra. Pocos días después, me dijo Aurora, comentando mis palabras: “Vd. me las dedicaba y hablaba de mí, pero pensaba en las Cuatro”, refiriéndose a las cuatro bailarinas que han sido calificadas como las Cuatro Joyas del Ballet Nacional de Cuba: Mirta Pla, Josefina Méndez, Loipa Araújo y la propia Aurora. Gustosamente asentí –aunque no me había dado cuenta de ello- pues es cierto que cuando las evoco, no puedo prescindir de ninguna de las cuatro. Aunque no las mencione a todas por su nombre propio, allí están.

Me sucede lo mismo con Cintio y Fina y con todo ese grupo que admiré en los años 50 y comencé a tratar con cercanía en los 60 y por ese camino llegaron a ser hermanos. Los pienso juntos, los recuerdo juntos y confío en que nos encontraremos todos, como he escrito tantas veces,  de un modo distinto pero más real, si fuere esto posible, y para siempre. Y entonces, como ha sido hasta ahora, Cintio y Fina, cada uno con su individualidad propia y, simultáneamente, con un grado de comunión poco frecuente, continuarán siendo los guardianes del fuego que arde en el altar de José Martí  y de la Patria inseparable, que él coadyuvó a crear. Proceso múltiple en el que muchos hemos colocado nuestra piedrecilla blanca, pero él, Martí, es quien ostenta la medalla de oro. Y Cintio y Fina nos ayudaron a descubrirle su lugar propio. Tan larga cuanto sea nuestra Historia, así será el reconocimiento de tales magisterios: el personal de José Martí y el que nos ha regalado Cintio acerca de José Martí. Prosigue ahora Fina.

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