
En mi época de estudiante universitario, la palabra “idealismo” tenía cierta connotación negativa. Nos decían, por ejemplo, que la filosofía marxista-leninista había conseguido aniquilar a todos los representantes de la escuela idealista: los que ya habían nacido antes de Marx y Engels, y los que estaban por nacer.
Entonces éramos muy jóvenes para reparar en las simplificaciones que se hacían de los análisis de ambos pensadores, y mucho menos conseguíamos entender que negando de esa manera la metafísica tradicional, se le daba relevancia a otro tipo de “trascendencia”: así que donde antes se hablaba del “más allá”, ahora se apelaba al “más tarde”, que de todos modos no permitía verificar de un modo objetivo la posibilidad de un mundo mejor.
Hoy en día el “idealismo” tampoco goza de muchas simpatías en Cuba, aunque por razones que no tienen nada que ver con lo filosófico. Ser un “idealista” en esta época, donde el desencanto se combina con el pragmatismo, la impotencia, y la prisa hedonista, puede convertirte en el recalcitrante “tonto de la colina”. El idealismo antes implicaba un contrasentido en términos ideológicos; ahora, en cambio, para algunos pareciera que no es rentable, que no se ajusta al horizonte de expectativas del sujeto dominante en nuestros tiempos.
Creo que hay algo de razón en desconfiar de aquellos que se especializan en construir mundos armónicos a partir de un uso impecable de la mera retórica. Para esos que trafican con sueños y palabras rimbombantes en función de lo que uno como individuo aspiraría a vivir, siempre tengo a mano el imperativo de Ambroce Bierce: “Si quieres hacer realidad tus sueños, ¡despierta!”.
Pero eso es una cosa, y la otra es prescindir de la capacidad de soñar con mundos superiores a esos que habitamos a diario. Sé que lo anterior suena a trasnoche. A resaca de entusiasmos abortados. A melancolía de lo que pudo ser (melancolía de lo que todavía no hemos visto, pero sí soñado). Mas eso, lejos de devenir un argumento en contra, más bien despierta en mí la sospecha de que el mundo en estos mismos instantes es la más realista de las mentiras que podamos imaginar.
Si hoy el planeta es un poco mejor que hace dos o tres siglos, se le debe a un conjunto de hombres y mujeres que en su momento se rebelaron contra el sentido común, ese que nos dicta las reglas que “todo el mundo” comparte, y juraría que son naturales. Esos idealistas o herejes pusieron por delante la libertad de construir universos menos injustos, menos egoístas; sacrificaron su seguridad personal, decidieron que podían vivir de acuerdo a lo que sentían que podían ser, y no acorde a lo que la mayoría esperaba que fueran.
Por supuesto que muchas veces pecaron de ingenuos. O cayeron en la trampa del subjetivismo que se tasa a sí mismo como la medida de todas las cosas. Lo importante es que de sus fracasos todavía estamos sacando enseñanzas que hoy nos sirven en más de un sentido. Como apuntó alguna vez José Ingenieros: “Las lecciones de la realidad no matan al idealista: lo educan”. Y eso es lo que explica que, pese a no ser una carrera del gusto de muchos en la actualidad, el idealismo siga existiendo, sobreviviendo.
En Cuba hemos tenido una enorme tradición de idealismo revolucionario. Nuestros grandes revolucionarios, al margen de la visión materialista o no que tengan del devenir de la Historia, han sido grandes idealistas, grandes soñadores. Renunciar a ese caudal de sueños, de inquietudes creativas, sería el equivalente de anunciar el suicidio de la nación.