Una amiga consultaba, una y otra vez, la Historia de la Enmienda Platt, de Emilio Roig de Leuschering. Extrañada, le pregunté a qué se debía ese súbito interés, hasta el punto de tomar notas, en un libro que ella no suele leer. “Nada, que a la niña le mandaron a hacer un trabajo sobre el tema y la bibliografía es esta”. Cuando intenté regañarla, pues el interés de tales trabajos es la creación de hábitos investigativos en los pequeños, me frenó con una pregunta muy lógica: “¿Tú crees que ella, con 11 años, lo entendería?”.
Otro día nos volvimos a encontrar. Mi amiga, a la caza ahora de un artículo de la revista Mar y pesca, me comentó que la niña tenía que escribir, usando el único ejemplar de la revista existente en la Biblioteca Provincial de Camagüey, de las condiciones de vida de los pescadores cubanos antes de la Revolución.
La fuerza de ambos ejemplos me convenció de que, decididamente, algo anda mal. Y no solo la forma en que mi interlocutora ayuda a su hija. A ella, tal parece, no le queda otro remedio que actuar de esa forma. Otras tantas historias podrían ser traídas a colación; todas dan cuenta de tareas o estudios independientes muy mal concebidos, pues exceden las fuerzas de los estudiantes y provocan la repetición mecánica de los contenidos a examinar, o que papá y mamá, más o menos disimuladamente, asuman una tarea que, en principio, no debe ser suya.
Por supuesto que está bien, muy bien, la idea de iniciar desde temprano a los niños en el camino de la investigación. Sin embargo, en este, como en otros casos, no siempre Dios ayuda a quien madruga. A veces, es el diablo quien asume la responsabilidad, y algo muy noble termina tergiversándose y contribuyendo a un fin no previsto.
Esto, que suele llamarse “efecto bumerang”, es muy posible en las anécdotas descritas. ¿Por qué orientar el estudio de un tema, de por sí complejo, con un libro no concebido para la edad del “investigador”? ¿Por qué indicar un trabajo cuando no existe siquiera un ejemplar del libro a consultar en la biblioteca de la escuela? ¿Por qué encargar una tarea teniendo como base una única fuente bibliográfica, cuando la gracia de las investigaciones radica en la confrontación de criterios entre los autores consultados y, por ende, en la posibilidad de llegar a conclusiones propias sobre el particular? ¿Esos “trabajos investigativos” no son, a la larga, resúmenes de libros, alejados de la creatividad, asesinos ellos mismos de la creatividad propia de esas edades? ¿Tal proceder no conllevaría a torcer las posibles dotes investigativas del niño o niña?
Las respuestas parecen muy obvias, sin embargo, las cosas no resultan tan claras en la práctica habitual de nuestras escuelas. Se olvida, por ejemplo, que se investiga para conocer algo nuevo y de alguna utilidad, desde el punto de vista que sea, y que la motivación suele convertir la tarea en un placer.
No se puede pretender que niños de 11 o 12 años investiguen con todas las de la ley, sino que, a lo mejor, aprendan a hacer resúmenes, parte esencial de todo trabajo intelectual. Sin embargo, cuando se les ha indicado hacer uno, ¿se les ha enseñado antes cómo proceder? ¿Acaso muchos resúmenes no parecen un picotillo: un párrafo de la introducción del texto, uno del medio, otro del final y sanseacabó? ¿No sería también muy prudente pedirles que expresen las vivencias provocadas por el libro leído, libro concebido para su edad, mediante un dibujo o una composición, formas que nada tienen que ver con la repetición mecánica en que suelen convertirse muchos de los presuntos trabajos investigativos?
Esto nos lleva a preguntas que parecen eternas: ¿nuestros maestros leen? ¿Saben motivar la lectura? ¿Se sirven cómo deben de las obras literarias para apoyar sus clases? ¿Por qué esa gran aventura intelectual que es siempre el conocimiento de la historia patria termina convirtiéndose en un teque, y las clases de español en “siempre las mismas, con las mismas reglas, que si delante de p o b se escribe m”? Lo más triste es que ni siquiera hemos logrado que lo de la p, la b y la m valga fuera de la clase.
En tiempos de Internet, de Wikipedia y otros inventos, es imprescindible desarrollar la independencia y creatividad de los estudiantes. Mas, no nos engañemos, no con tareas que excedan sus fuerzas hasta el punto de tener que recurrir a mamá o a papá para que sean quienes las hagan; de permitirles repetir hasta el cansancio la misma información —la que no llega a ser conocimiento y, por tanto, se olvida—, y de creer que todo está bien porque se orientó el “trabajo independiente”.
Hasta donde sé, repetir “debo portarme bien” cien veces en una hoja no ha resuelto los problemas de conducta. Dicen que el mecanismo funciona algo con la ortografía. Sin embargo, me parece más acertado escribir la palabra, analizar —no repetir— la regla válida para el caso, buscar sinónimos y antónimos, hacer oraciones y hasta párrafos, tal como suele hacerse habitualmente. Releo lo que acabo de escribir y me acosan serias dudas. En “mis tiempos” sí era habitual, y al parecer, era práctica corriente en las escuelas en las que mi mamá estudió —hablo de las primarias cubanas de la década del treinta—, pues a ella, maestra frustrada, le encantaba ayudarme a repasar con tareas de esa naturaleza. ¿Dónde, entonces, se torció el camino?
Y volviendo a los ejemplos: podría añadir, por ejemplo, mi negativa a auxiliar a un primo muy querido en su preparación con vistas al examen de ingreso de Historia, exigido para su entrada a la universidad. Creo que él nunca entendió muy bien cuán alejada me siento de los programas del preuniversitario y de ciertos enfoques que confunden el conocimiento y comprensión de la historia patria con el panfleto político, con la reducción de los fenómenos y procesos a un esquema de buenos y malos, con un rígido y anti-dialéctico esquema evolucionista.
Ciertas estrategias educativas —despolíticas educacionales, prefiero decir— le birlan a nuestros niños y adolescentes la fruición que debe provocar en ellos el contacto con lo mejor de nosotros mismos, con la savia que nos constituye y que debemos enriquecer. Mas, ¿cómo hacerlo si la historia es reducida a jugo sin consistencia, remedo de citas, frase manida?; ¿cómo hacerlo si llega a nuestros niños cual sangre a la que se la extraído su vitalidad y frescura: momificada esencia de cuanto fuimos, de cuanto somos?
De su frescura y vitalidad también son despojadas esas supuestas investigaciones. Y lo más triste es que allí no para la cosa. Habría que ver si esos perniciosos hábitos perduran en otros niveles… Mas eso será asunto de otras páginas.