
Foto: Contraprensablog
Esta contrarréplica a las críticas al texto sobre la interrupción voluntaria del embarazo en Cuba surgió casi contra mi voluntad. Y es que, en lo personal, detesto las polémicas por tres razones. La primera son las implicaciones personales que pueden tener, en las cuales se ataca más a quien habla que al discurso en sí. La segunda es su posible uso para sustentar nombres y status en las reflexiones sobre un tema, indudablemente relacionados con la falta de humildad que condena el autor de las críticas. Y la tercera es que, para que generen un debate provechoso, los términos de discusión deben ser los mismos o al menos mostrar posibles nodos reflexivos, sobre los cuales se construyan análisis que pueden llegar a ser muy fructíferos, si se dejan a un lado las prácticas que implican la primera y la segunda razón, lo que, en este caso particular, no sucedió.
Podemos dar por cumplida la primera cuando el autor cuestiona mis conocimientos sobre el aborto (“no sé si ella conoce…”) y procede con un ejemplar caso de mansplaining o “explicación condescendiente de un hombre a una mujer sobre un tema del que ella tiene los mismos conocimientos o más que él”, como designa este neologismo a un procedimiento que muchas mujeres sufrimos en nuestras carreras. Innecesario, si se hubieran revisado las notas bibliográficas del texto que se critica, que apuntan a una tesis de maestría donde se narra, por ejemplo, el “turismo de salud” de las mujeres estadounidenses en Cuba, antes de 1959, para interrumpir embarazos. Coincido en que, como señala el autor, probablemente algún eminente doctor haya hecho una fortuna con estos ingresos, pero todavía hoy lo hacen en muchas partes del mundo, con clínicas de “deshomosexualización” y otros procedimientos cuestionables, que no parecen preocupar demasiado a muchos.
Por supuesto, también siguen haciendo fortunas con los abortos ilegales, que perjudican sobre todo a las mujeres pobres, incapaces de cubrir las tarifas para un mejor servicio, que mueren y se desgarran en establecimientos sin adecuadas condiciones sanitarias, a manos de “carniceros”. Así que también coincido en la necesidad de que no se lucre con la interrupción del embarazo, para lo cual lo primero que tiene que ser es legal. Las críticas también cumplen el requisito de las implicaciones personales con las acusaciones de falta de humildad y misericordia o de un supuesto deslumbramiento con el mundo real (¡qué pena que no se considere a Cuba una parte de él!).
Y eso me lleva, precisamente, a la segunda razón personal por la que odio las polémicas: porque no es el ego lo más importante, resulta innecesario contestar a todo lo que difiera con nuestras ideas y asumir que otra persona piensa de forma “contraria a toda la Tierra”.
Tomando en cuenta las dificultades que todavía hoy plantea la interrupción voluntaria del embarazo para la medicina, las ciencias sociales, el feminismo o las propias Iglesias, pensar que hay solo dos campos enfrentados (el mundo y las ególatras inmisericordes contracorrientes) es, francamente, ilusorio.
Por eso, considero que la crítica a un texto sustentado en planteamientos académicos, que sobrepasan por mucho a la autora, no está regida por los mismos parámetros que este, si insiste en posicionar preguntas escatológicas y afirmar que un dato es errado (“no en el 25 por ciento, como afirma la autora”) sin ofrecer un nuevo conocimiento, que apunte claramente a una fuente y, de esta forma, posibilite una construcción común de conocimientos. Mi fuente es Women en Web; ¿cuál es la del autor de las críticas?
Todo ello equivale a mezclar en la discusión argumentos, datos y hechos con creencias y valores morales, lo cual erige una gran barrera para el debate: lo absoluto, que no integra el ámbito de lo disputable, de lo negociable y de lo que admite aportes múltiples. Esto no es nada nuevo; discusiones sobre términos en abstracto, sobre el comienzo de la vida y los derechos del nasciturus han constituido eternas digresiones en el debate sobre el aborto, evitando muchas veces que los términos de discusión respondan a las realidades diversas y particulares en las que las mujeres han terminado embarazos no deseados a través de la historia y, sin duda, lo seguirán haciendo, en contextos de legalidad o ilegalidad, como muestran las cifras[1].
Incluso sobre estos temas, contrariamente a lo que afirma el autor, no existe ninguna evidencia científica incontrovertible. Como él bien debe saber, ni siquiera la Iglesia católica ha mantenido una postura fija hacia el aborto, palpable en cambios a través de la historia: prohibición total, permisión en ciertos casos… [2]. Tampoco la mantiene hoy, como muestra la existencia de Católicas por el Derecho a Decidir. La teóloga feminista (sí, eso existe) Ivone Gebara es, de hecho, la promotora de un enfoque de la necesidad del aborto, basado en la realidad de las mujeres más pobres de Brasil.
Pero si discutimos (parecería que eternamente) sobre el comienzo de la vida, sobre quién habla por el feto y sobre si deberían o no practicarse los abortos, evitamos reconocer que las mujeres están muriendo y yendo a la cárcel por hacerlo y, aun así, la práctica continúa. ¿Por qué lo hacen, pese a los riesgos para su salud e integridad física, que llegan a extremos como violaciones (documentadas) mientras están inconscientes, durante un legrado, y condenas a largos años de cárcel? ¿Por qué lo hacen?
A juzgar por las ideas criminalizadoras sobre las mujeres que contienen las referidas críticas, se merecen todo esto y, además, deberían sentirse culpables por hacerlo. Eso se llama moral victoriana y condena al ejercicio de la sexualidad, con independencia de la actividad reproductiva o de “la alcoba de los padres”, como la obra de Foucault y Jeffrey Weeks describe.
Por eso es que las mujeres deben continuar con un embarazo no deseado y “asumir las consecuencias” (léase, de ejercer su sexualidad). Esto, además de ser un prejuicio sobre el que se sustentan las desigualdades sexogenéricas, está lejos de cubrir las diversas relaciones de poder en el ejercicio de la sexualidad, que incluyen, por supuesto, las violaciones, pero también los prejuicios, las imposiciones y los desiguales usos y negociaciones de métodos anticonceptivos por hombres y mujeres. Igualmente, la idea de familia nuclear heteropatriarcal que reproduce el autor (“el esposo decide junto a la mujer si se interrumpe un embarazo”), está lejos de cubrir la diversidad de relaciones de pareja en el mundo del siglo XXI; no ya las diversidades sexuales, sino la propia heterosexualidad.
Luego de estas reflexiones, la tercera razón personal por la que odio las polémicas cae por su propio peso: las críticas al texto sobre el aborto no ofrecen argumentos académicos, ni siquiera establecen referentes o fuentes claras, con los que se pueda dialogar. No en vano Lawrence Tribe llama al aborto “un choque de absolutos”; quienes investigamos sobre el tema somos más confrontados desde supuestos morales que desde argumentos académicos. Así que pensé prescindir de este texto, como decisión personal, pero alguien mucho más versado que yo me recordó la importancia de una segunda dimensión, cuando se escribe: las responsabilidades intelectuales, según las cuales es necesario ubicar donde corresponden algunas de las ideas que contienen las réplicas en cuestión. Rehusarse a hacerlo es, también, silenciarse.
El primer desacierto de las críticas es la franca ignorancia, la peligrosa simplificación y el terrible asesinato conceptual de reducir al feminismo (cualquiera de sus vertientes), a un “aborrecimiento a los hombres y la familia”. Esa lógica de pensamiento resulta coherente con una pobre interpretación del texto que se critica, lo cual lleva al autor a asumir que este presenta los ensayos de institucionalización en Cuba como “innovadores” porque “no se hacían en ninguna otra parte”.
Es bien sabido que fue la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) el primer país en legalizar la práctica (no Estados Unidos); pero en Cuba, por primera vez, se practicaban legrados de forma gratuita e institucionalizada. Sin repetir las palabras del doctor Lajonchere en el primer texto, creo necesario enfatizar que en Cuba no se legalizó la interrupción voluntaria del embarazo, se institucionalizó, de forma gratuita y con las mayores seguridades que pueden brindar regulaciones médicas para su práctica, instalaciones adecuadas y personal facultado. Una simple mirada a las luchas por la despenalización del aborto en América Latina (donde se sitúa el primer texto), muestra la relevancia de esto.
La pobre interpretación también lleva al autor de las críticas a considerar que el texto afirma que las mujeres cubanas sienten culpa y se pregunta qué culpa pueden sentir, si no “conocen a Dios”. Eso es exactamente lo contrario a lo afirmado, con cita directa de una psicóloga que lo constató: la culpa es menor que en otros contextos. El autor mismo corroboró la razón: es mínima o inexistente la influencia penalizadora y enfocada a culpabilizar de cualquier institución religiosa opuesta al aborto, lo cual, por supuesto, no aplica a todos los casos.
A esa coincidencia (involuntaria) se suma la idea de que la ley “no es fuente de obrar ético”. Por supuesto, es una cuestión de poder, no de justicia, de ahí la persistencia de la ilegalidad del aborto en muchos países. “Curiosamente” el autor utiliza casi los mismos ejemplos con los que se defiende la legalización del aborto, ante el argumento de que la ley debe respaldar lo que se considera “correcto”. Uno de ellos es la legalidad de la esclavitud, en cuya derogación jugó un papel fundamental que fueran los oprimidos quienes se rebelaran e impusieran sus voces porque, si se hubieran impuesto las resistencias de los opresores, tal vez todavía fuera legal.
Pasa exactamente lo mismo con el aborto; se insiste en “preguntar” si está bien y en desacreditar y condenar a quienes son las únicas que pueden experimentarlo: las mujeres. No sería la primera vez que los hombres intentan decidir su futuro, ni consideran “desatinadas” sus demandas: véase el derecho al voto, por ejemplo, que hoy pocos cuestionarían. Y digo “pocos” porque, de vez en vez, hay declaraciones como perlas (las cuales me rehúso a reproducir) con propuestas como quitarles el voto porque “piensan por su cuenta”.
Entonces, no es que “también” deban participar en un debate sobre el aborto las feministas; es que mientras las responsabilidades sexuales, reproductivas y de cuidado continúen sobre los hombros de las mujeres, son ellas quienes deben ser respaldadas por las instituciones del Estado y las políticas públicas enfocadas a estos temas, pues se supone que protejan los derechos de todos. Derechos que, por cierto, deben salvaguardar los gobernantes, por encima de sus creencias y valores personales; lo cual torna “sorprendente” el ejemplo de Rafael Correa, presidente electo de un Estado laico, en el que no toda la ciudadanía comparte su fe o sus valores.
La facilidad con la que el autor de las críticas entiende y celebra su postura es que viene del mismo corpus ideológico, porque si se tratara de la ideología de “ciertos países árabes”, como nombra en su ejemplo, y Correa pretendiera que las mujeres en Ecuador utilizaran burkas, saltaría más de uno a defender los derechos de quienes no compartan esa ideología.
Entonces, ¿por qué no saltan cuando se pretende legislar con base en otras doctrinas religiosas? ¿Qué les hace pensar que son compartidas por toda la ciudadanía? Por eso es condenable el intento de cualquier gobernante de imponer sus ideas y su falta de capacidad para poner a un lado sus creencias personales. La diferencia entre estas y los hechos o argumentos es que no necesitan explicarse, algo de lo que los fundamentalistas se benefician sobremanera. Convenientemente olvidan que tampoco deben imponerse.
En el caso del aborto, es muy sencillo: si usted lo considera moralmente inaceptable, no aborte, pero tampoco pretenda que una ley respalde su postura en un ámbito separado: el legal. Sin embargo, algunas instituciones se creen la única voz autorizada en muchos temas (la que tiene la última palabra) e insisten en silenciar a las personas cuyos destinos pretenden decidir.
Una lección de las discusiones sobre el matrimonio igualitario, por ejemplo, es que los derechos no se plebiscitan. ¿Por qué debemos las personas heterosexuales darles permiso a las personas sexualmente diversas para casarse? ¿Por qué debe darles alguna institución permiso a las mujeres para que interrumpan sus embarazos?
Por eso, el panel que propone el autor para analizar el aborto es una excelente idea. No voy a criticar que opinen sobre el asunto quienes están biológicamente impedidos de embarazarse, ni que hablen de sexualidad quienes, si siguen los preceptos de su institución, tienen prohibido ejercerla. Eso cuestiona los “cientos de años de sabiduría, estudios profundos y miles de páginas” que nombra el autor, pero prefiero centrarme en que, quienes se sienten en ese panel, tengan la objetividad suficiente para condenar con igual fiereza otros delitos como la pedofilia, ampliamente encubiertos y condenados, tal vez, en términos morales, pero no legales.
Quienes se sienten en ese panel deben tener la mente en la misericordia que trae a colación el autor. Al menos, misericordia para las mujeres condenadas hasta a una década en prisión, muchas de las cuales, además, ni siquiera provocaron sus abortos[3]. Misericordia para las muertas, para las pobres, que también viven en esto otra dimensión de la pobreza. Eso, si la simple idea de que una mujer decida sobre su cuerpo les parece muy “progre”.
Quienes se sienten en ese panel deben despojarse de términos despectivos como “abortistas” y entender que nadie promueve la práctica indiscriminada de procedimientos cuyos riesgos médicos se conocen. Aunque el autor nombra la tendencia “pro life” o “pro vida”, no señala que, como sus críticas parecerían inferir, la tendencia opuesta no es “pro aborto”, sino “pro choice” o “pro elección”. Lo que se defiende es el derecho, la libertad, la necesidad (o la palabra que corresponda) a elegir si se interrumpe un embarazo o no, sin que medie condena alguna, con total apertura y conocimiento de los riesgos, deberes y derechos asociados con el procedimiento. Después de todo, no se puede defender la vida con los ojos cerrados ante la muerte.
Entonces, no “admito”; critico que las regulaciones de salud en Cuba no sean de dominio público porque, además, eso deja espacio para las subjetividades y la proliferación de tipos de violencia (como la obstétrica). Pero pregunto al autor: si existen riesgos, aun en adecuadas condiciones sanitarias, ¿es correcto decir que aumentan, cuando se practican abortos en la clandestinidad?
Pongo en duda, también, el criterio médico para cuestionar que una regulación “regule”, conociendo su práctica con otros fines como regular la menstruación de mujeres con trastornos hormonales, por ejemplo; de ahí el nombre. En esta, como en otras cuestiones esbozadas en las críticas, se requiere hacer a un lado los prejuicios. Prejuicios que laten en el espíritu de un texto que afirma con absoluto convencimiento que sí existe una relación entre los abortos y los indicadores demográficos, cuando varios estudios del Centro de Estudios Demográficos de la Universidad de La Habana han desmontado el argumento de una relación causa-efecto entre estos elementos.
En una entrevista para la tesis de maestría que antes mencionaba, una especialista de dicho centro corrobora que la natalidad cubana ha tenido históricamente un comportamiento bajo, comparada con el resto del continente. Eso, antes de que la mujer cubana se convirtiera en “liberada y dueña de su futuro”, como plantea el autor, con un rencor y una ironía que no puede pasar desapercibida, dado que él mismo coloca la frase entre comillas.
Por cierto, el argumento de que “las mujeres no quieren parir” y “no habrá trabajadores en el futuro” retoma el discurso que las sitúa como las paridoras de la especie, un instrumento al servicio de la reproducción del capital. Discurso que todavía hoy se traduce en una sobrecarga de actividades reproductivas para las mujeres, aun cuando también se inserten en las esferas productivas. Como refleja el temor velado del autor a “quedarse sin brazos jóvenes”, sin ese trabajo reproductivo, sin paga y “por amor”, el capital y las sociedades no pueden reproducirse. Y como ha defendido el feminismo que tanto desprecia el autor, las mujeres somos más que máquinas de producir cuerpos, tenemos y podemos ejercer el derecho a una maternidad libre y elegida. Esto, además, no excluye, sino que complementa a la interrupción voluntaria del embarazo.
En cuanto a este último término, justo por la carencia de esa base lógica de entendimiento se afirma que “es un eufemismo” y “la palabra adecuada es aborto”. Como puede ver el autor, he combinado ambos vocablos porque la intención no es buscar una “manifestación suave o decorosa de ideas cuya recta y franca expresión sería dura o malsonante”, como lo define la RAE. La intención es un giro discursivo, un cambio cultural apoyado en el lenguaje, que se reconoce como instrumento de poder. Sígame la corriente por un minuto y considere la idea de que, como en tantos otros asuntos concernientes a la sexualidad, la interpretación peyorativa del término aborto se fue edificando con la modernidad, condenando prácticas que pudieron ser aceptadas en épocas anteriores. Eso, más que la definición, es lo que el texto pone en disputa.
Ver lo anterior exige un mínimo esfuerzo interpretativo, ausente cuando se defiende una postura desde la resistencia a perder privilegios, con una evidente carencia de argumentos debatibles y ningún esfuerzo por encontrarlos; cuando se admite que un debate está “ausente”, pero se cree tener las “respuestas”. Cada vez que revivo la escena, me evoca las pataletas de un niño, cuando le arrebatan un objeto que cree suyo. Cuidado: si ese objeto son los privilegios y el silencio que sustentan desigualdad sexogénerica, muchas y muchos lo van a continuar arrebatando; lo han hecho antes, lo hacen ahora y lo harán después; después de mí y después del autor de las críticas.
Notas:
[1] Semana. (2012). “América Latina tiene la tasa más alta de abortos inducidos”. Disponible enhttp://www.semana.com/nacion/articulo/america-latina-tiene-tasa-mas-alta-abortos-inducidos/252169-3.
[2] Cárdenas, Consuelo (1982) “El aborto y la mujer”. En Magdalena León (ed.) La Realidad Colombiana, Debate sobre la mujer en América Latina y el Caribe: discusión acerca de la unidad producción-reproducción. Bogotá: ACEP: 138-151.
[3] Entre las abundantes noticias sobre el asunto, considero ilustrativa esta: Animal Político. (2016). “Tras 8 años de cárcel por un aborto accidental, Miriam queda libre por falta de pruebas”. Disponible enhttp://www.animalpolitico.com/2016/08/libre-mujer-presa-aborto-accidental/.
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Haroldo Dilla dice:
Es que desafortunadamente en Cuba no hay cultura del debate. Lei atentamente su texto, y coincido con el en buena medida. Pero Ud no menciona a la persona con la que polemiza, ni resume sus ideas que objeta. Eso es vital en un debate. El cuestiona sus fuentes, pero Ud lo invisibiliza.
Anamary dice:
NO creo que la autora invisibilice al autor de las críticas (lo increpa directamente cuando dice algo con lo que ella no esta de acuerdo, para lo cual no tiene que mencionar su nombre, creo yo), creo que ha respondido con gran maestría ante un artículo que, por momentos, la minimiza como investigadora y conocedora del tema que ha abordado, y que cuestiona sus metodos con bastantes fundamentalismos, para no decir que roza con la falta de respeto: la parte de «liberada y dueña de su futuro» casi que logra pasar la barrera, por ejemplo. Mas alla de que no coincido para nada con al artículo del autor de las críticas, y que si creo que debemos ganar mas en cultura del debate, agradezco que se publiquen estas controversias. Saludos
María dice:
A quien pueda interesar:
Primeramente, debo confesar que como mujer cubana de 31 años de edad, me alegra mucho saber que en mi país existe un debate, aunque discreto aún, sobre el tema del aborto. Yo, como muchísimos cubanos de mi generación, crecí sin oír mucho sobre esta cuestión tan trascendental que debe interrogarnos a todos, tanto a hombres como a mujeres. Es mi opinión, al menos. Yo crecí sin hacerme preguntas al respecto, era algo “casi” normal. En segundo lugar, me atrevo a escribir este comentario como cristiana que soy, católica.
Contrariamente a lo que la autora afirma, la Iglesia Católica sí ha mantenido “una postura fija hacia el aborto”. Como el tema es tan sensible y yo no soy una especialista en el tema, aquí dejo el enlace web hacia el documento oficial de la doctrina de fe católica, el Catecismo:
http://www.vatican.va/archive/catechism_sp/p3s2c2a5_sp.html
El aborto y el infanticidio eran prácticas bien conocidas en la cultura greco-romana del primer siglo de nuestra era. Sin embargo, los cristianos las condenaron desde sus inicios (cf. ‘Didaché’: “No cometerás aborto ni infanticidio.”) Y hoy, es considerado como un “pecado mortal”.
Desgraciadamente, muchas personas y organizaciones han tratado de obligar a la Iglesia Católica a abandonar la defensa de la vida humana desde su concepción hasta la muerte natural. En algunos casos, estas personas o sus instituciones se hacen llamar “católicas”. La lista es larga, y sus reivindicaciones, diversas. Es decir, existen muchos grupos que se presentan públicamente como “católicos”, pero sus principios están en contradicción con la doctrina de nuestra fe. Por tanto, no pueden ser considerados objetivamente como una voz desde la Iglesia.
Y sí, existen mujeres teólogas, laicas y religiosas, que enseñan en seminarios y universidades, que hasta pueden enseñar Teología a futuros sacerdotes. Pienso en Alice von Hildebrand o en la Hermana Yara Matta, por poner solo dos ejemplos. Pero una Fe de Bautismo, un diploma en Teología, unos cuantos libros escritos, y algo de fama en ciertos ámbitos, no nos da el derecho de cambiar la enseñanza milenaria católica. La Iglesia, en su dimensión mariana y mística, también es mujer; tiene una madre y reina, María de Nazaret, una joven sencilla de Galilea, posiblemente “inculta”, que dijo SÍ a Dios ante un embarazo que le podía costar la vida. El feminismo tiene muchos rostros… Pero la verdad no cambia.
Por último, quisiera añadir que creo en la libertad de expresión y que no intento demonizar a quienes defienden el aborto, sólo creo que están equivocados. Es mi humilde opinión. No obstante, antes de afirmar que un grupo a una mujer teóloga son representativos de la fe católica, y ante las dudas que puedan surgir entre los católicos, creo que es importante investigar los documentos eclesiales. Y aquí dejo otro enlace hacia la encíclica de Juan Pablo II, ‘Evangelium Vitae’ (1995).
http://w2.vatican.va/content/john-paul-ii/es/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_25031995_evangelium-vitae.html
Un saludo
De alguien a nadie dice:
Bueno, la autora menciona a la persona con la que polemiza en el título. Me parece mención suficiente. Acaso habría estado bien incluir un link al artículo de este señor al inicio, pero en cualquier caso aparece debajo para el que quiera leerlo. No es necesario resumir todas sus ideas, que aparecen implícitas en las respuestas de la autora, el interesado puede leerlas en el original (y disgustarse). Bastante paciente fue con el hombre, en mi opinión.