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Después del primer debate presidencial celebrado el lunes 26 de septiembre, la campaña electoral estadounidense de este año ha entrado en su etapa conclusiva. No es ocioso repetir que en Estados Unidos estos procesos, que se celebran regularmente cada cuatro años, ocupan un importante lugar para el mantenimiento y reproducción del sistema político y la sustentación y defensa de la hegemonía de la clase dominante y su élite de poder. Son cada vez más prolongados y costosos, y tienen mucho en común con un largo soap-opera (culebrón). (Issenberg, 2012; Polsby, Wildavsky, Schier & Hopkins, 2016).
Muchos analistas han expresado la opinión de que Estados Unidos vive en permanente campaña electoral, teniendo en cuenta que en ese ciclo cuatrienal se incluyen unas elecciones de medio término cada dos años, lo cual es perjudicial para el propio proceso de gobernabilidad (Gutmann & Thompson, 2012, 160-166).
El objetivo fundamental de los procesos electorales, pero sobre todo de los presidenciales, es el de legitimar la llamada “democracia representativa” norteamericana, aunque ello se logra cada vez menos. Pero también cumplen otras funciones, una de ellas, muy importante, es la de fortalecer el concepto de que los partidos políticos tradicionales son las vías ideales para que los ciudadanos ejerzan su voluntad política, eligiendo entre dos candidatos que han sido previamente aprobados por las elites del poder partidista (Galvin, 2010).
De ahí que las elecciones primarias presidenciales desemboquen en uno de los actos políticos nacionales de más envergadura: las convenciones de los dos partidos. Se trata de espectáculos bien montados en los cuales se legalizan las selecciones de los candidatos presidenciales y vicepresidenciales previamente electos en el proceso de primarias y se discute y aprueba la plataforma programática (Kamarck, 2016).
Después de ese momento, se entra en la recta final de la campaña que es, como en los culebrones, dónde “todo se decide”. Además de los consabidos debates presidenciales televisivos, que este año comenzaron el lunes 26 de septiembre, lo fundamental de este proceso es la lucha de ambos partidos por obtener el voto del electorado de acuerdo a una estrategia que pone el énfasis en ganar el número necesarios de estados que le den al candidato los 273 votos electorales necesarios.
Contrario a lo que se piensa habitualmente, lo que más problemas causa no es que haya una elección indirecta a través del Colegio Electoral, sino que los votos electorales se obtienen por el sistema de winner takes all (el que gana se lo lleva todo), en cada Estado. Así, si un candidato vence, aunque sea por un margen pequeño, en los Estados que necesita para obtener los 273 votos electorales, poco importa que pierda por márgenes mayores en otros Estados. Se puede ganar la elección sin el apoyo de la mayoría.
En la consecución de estos objetivos, la clave está en desplegar todo tipo de tácticas, desde algo que los especialistas estadounidenses llaman el ground game (o trabajo en el terreno), hasta una campaña propagandística (generalmente televisiva) durante la cual ambos candidatos (los grandes performers) apelan a sus respectivas bases sociales. Todo ello aderezado con líneas de ataque destinadas a descalificar a los adversarios, que llegan, en muchos casos, a maniobras de manipulación comunicativa. Este último rasgo parece ser el determinante en la presente campaña. Se ha destacado, con razón, el carácter de performance que tiene sobre todo esta etapa, ejemplificándolo con el caso de Barack Obama (Alexander, 2010).
Como las bases sociales se van modificando según evoluciona la sociedad en su conjunto, cada cierto tiempo los partidos se ven obligados a buscar un llamado re-alineamiento de determinados sujetos sociales para que pasen de uno a otro partido, los republicanos o los demócratas. De ahí que los encuestadores empleen mucho tiempo en determinar hacia cuál partido se inclinan determinados grupos de ciudadanos, por ejemplo: hombres blancos de altos ingresos, mujeres profesionales o amas de casa, jóvenes votantes (muchos de ellos llamados milennials en este ciclo electoral), afronorteamericanos o inmigrantes de América Latina (muchas veces llamados hispanos).
Este año el proceso ha tenido numerosas peculiaridades, pues en ambos partidos las decisiones de los votantes han desafiado a las élites dominantes con resultados bien conocidos y sorprendentes. Dos candidatos ajenos o contrarios a los respectivos establishments (Donald Trump y Bernie Sanders), lograron importantes éxitos con movimientos de amplia base social. Trump logró apoderarse de la nominación de su partido, el GOP o Grand Old Party, y Sanders obligó a Hillary Clinton, la candidata prevista por los jerarcas del Partido Demócrata, a realizar un esfuerzo sustancial.
Concluidas las convenciones de los principales partidos políticos de Estados Unidos en julio, se inició la etapa final de la campaña electoral presidencial que culminará en las elecciones del 8 de noviembre. Lo visto hasta ahora apunta hacia la inevitable conclusión de que estas elecciones podrían significar, por su importancia y posibles repercusiones, un acontecimiento político más importante que lo usual para el futuro de esa vecina nación.
La ciencia política de ese país ha desarrollado toda una serie de herramientas teóricas que pueden servir para escudriñar lo que está pasando en este ciclo, más allá del análisis de las encuestas a que los analistas políticos nos tienen acostumbrados. Según estas herramientas, esta contienda presidencial puede ser calificada como una elección crítica que mostrará un realineamiento del electorado y de los dos partidos políticos hegemónicos (Mayhew, 2002; Schattschneider, 1960, Capítulo 5; Sundquist, 1983).
La teoría sobre “elecciones críticas” y “realineamientos políticos”, que tiene muchas versiones y variantes (y también muchos detractores), se puede generalizar como un enfoque en el que se enfatiza que la cultura política y electoral norteamericana no es estática, sino que varía en ciclos de más o menos 30 o 40 años; lo cual se expresa en modificaciones sustanciales de los grupos sociales que alinean su simpatía hacia uno u otro de los dos partidos hegemónicos.
Estos procesos no son previamente planificados por los liderazgos partidistas, sino que resultan de mutaciones sociales, acontecimientos claves y otros factores que ocurren en la base socio-económica del país. Estos acontecimientos son, por lo general, invisibles; hasta que una elección presidencial los saca a flote (Mayhew, 2002; Sundquist, 1983).
Según estas herramientas teóricas, los mayores realineamientos de los últimos 100 años se han reflejado en varias elecciones críticas, subrayándose las de 1896, 1932 y 1968. Después de este último año, el realineamiento político debió ocurrir entre 1998 y 2008, pero se ha visto afectado por varios acontecimientos clave en ese período: los atentados terroristas del 11 de septiembre del 2001 y una serie de transformaciones sociales profundas y vertiginosas a escala global.
Para los estudiosos de los ciclos electorales norteamericanos, el año 1896 fue muy importante pues, por un lado, estableció el blindaje de las élites monopólicas imperialistas y su separación del electorado en general, para garantizar su dominación a través de los dos partidos; y, por el otro, inauguró un ciclo de hegemonía del GOP (o Partido Republicano), que no vino a terminar hasta las elecciones de 1932, en que ésta pasó al Partido Demócrata hasta finales de la década de los años 60 (Schattschneider, 1960, Capítulo 5).
El siguiente ciclo se inició con la elección de Richard Nixon en 1968 y pudo haber terminado en el 2000 con la de Al Gore (que, como sabemos, fue frustrada por una maniobra electorera). Desde entonces, el sistema se ha caracterizado por su inestabilidad. La etapa entre 1968 y el 2008, más larga que las anteriores, estuvo marcada por una ostensible derechización de la sociedad y del sistema político de Estados Unidos. Más que en la presidencia de Ronald Reagan, este fenómeno comenzó con la de Nixon (Perlstein, 2008).
En el 2008, con la elección de Barack Obama y el triunfo del Partido Demócrata (incluyendo la recuperación del Senado y de la Cámara), debió iniciarse un nuevo ciclo que se vio estimulado por la crisis del sistema creado en 1896. La recesión económica del 2008 puso en jaque a todo el sistema, lo que posibilitó la elección del primer afronorteamericano sobre la base de un realineamiento electoral que tiene su origen en las transformaciones sociales que se venían produciendo. Estos cambios sociales tienen que ver con el auge de grupos tales como mujeres profesionales no casadas, minorías afronorteamericanas o de inmigrantes, y de jóvenes cada vez más activos políticamente (Greenstein, 2009; Reifowitz, 2012).
En el año 2012, las minorías (mujeres solteras, jóvenes milenarios y personas sin afiliación religiosa), conformaban el 51 por ciento del electorado. En 2016 constituirán el 63 por ciento. Estos grupos, por regla general, se abstienen de inscribirse como afiliados a uno de los dos partidos y optan por la clasificación de “independientes”. Ha surgido lo que algunos especialistas llaman el ciudadano “apartidista”. Nótese de que no se trata de un ciudadano apolítico. Los estudios vigentes demuestran que son personas con actitudes políticas definidas pero que no encuentran en los partidos tradicionales respuestas a sus inquietudes (Dalton, 2013). No obstante, la posibilidad de una creciente falta de identificación con uno u otro partido por parte de ciudadanos que siguen interesados en la política, pone en crisis uno de los fundamentos del sistema político norteamericano, que basa todo su funcionamiento en la existencia de dos partidos hegemónicos.
En tanto, la propia crisis de 2008 puso de manifiesto la erosión de la posición de la clase media, clásicamente WASP (White Anglo Saxon Protestant), que vio cómo se deterioraba su situación y cómo sus perspectivas de futuro se ponían en crisis. Esta frustración hizo que este segmento tendiera a buscar la explicación a sus dificultades en fenómenos externos a cada sociedad, que, indudablemente, son estimulados por el proceso objetivo de globalización que la clase dominante ha logrado poner a su servicio mediante política neoliberales (Rodrik, 2011).
Esto último, a su vez, presenta la oportunidad ideal para el surgimiento de movimientos nacionalistas y xenofóbicos, tan fácilmente manipulables por líderes populistas. Ahí reside una de las causas del origen del Tea Party y explica, en gran medida, el fenómeno de la popularidad de un candidato como Donald Trump. Esa tendencia no es exclusiva de Estados Unidos, existe también en Europa: se demostró dramáticamente con el triunfo del “Brexit”.
Paralelamente, hay un incremento de los clivajes ideológicos y un regreso, en estos sectores medios, a suposiciones explicativas de su situación que se basan en un nacionalismo ramplón y en teorías de la conspiración que tienen un caldo de cultivo en la idea del excepcionalismo norteamericano y en la existencia de oscuras conjuras “anti-americanas”. Sean Wilentz, conocido historiador y politólogo y Director del Centro de Estudios sobre Estados Unidos de la Universidad de Princeton, ha señalado como una paradoja el hecho de que mientras “se han debilitado aparentemente los vínculos de los electores con sus partidos, éstos se han ideologizado amargamente.” (Wilentz, 2016).
Ha resurgido, a nivel nacional, lo que el historiador y politólogo estadounidense Richard Hofstadter, definió como el “estilo paranoico” en la política norteamericana. Este reconocido intelectual liberal escribió el ensayo “The paranoid style in American Politics” en 1963, el mismo año en que el presidente John F. Kennedy fuera asesinado en la ciudad de Dallas en aún oscuras circunstancias. Sus motivos más profundos se basaban en su repudio del macartismo y en su preocupación por el auge de grupos de derecha como la John Birch Society. Recuérdese que en 1964 el Partido Republicano nominó como candidato presidencial al senador de extrema derecha de Arizona, Barry Goldwater, quien después fuera derrotado de manera abrumadora por el presidente Lyndon Johnson en las elecciones de ese año. Cuatro años después, los republicanos accederían a la Casa Blanca con Richard Nixon, cuyo estilo paranoico causó una de las más grandes crisis del sistema a causa del caso Watergate y de la derrota de Estados Unidos en Vietnam (Hofstadter, 2008).
En cada campaña electoral presidencial, ambos partidos han buscado apoyos en distintos sectores del electorado. Este año no ha sido una excepción, aunque el proceso de elecciones primarias reflejó la profunda polarización que prevalece en la sociedad estadounidense. Mientras los demócratas lo hacen entre los sectores emergentes, que tienen un importante arraigo en las transformaciones socio-económicas resultantes de la revolución tecnológica; los republicanos han estado explotando el malestar en la clase media, incluyendo capas obreras, para articular esa nueva coalición. El Tea Party ha sido un movimiento típicamente de clase media (Skocpol & Williamson, 2012).
Por supuesto, por arriba de todo está el poder de la oligarquía financiera que, de una manera u otra, se beneficia del apoyo de ambos partidos. Esta situación hace que, salvo Bernie Sanders, ningún candidato (republicano o demócrata), haya sido capaz de articular un discurso alternativo racional sobre el futuro, a pesar de que es evidente el descontento de amplias capas del electorado con el estado de las cosas y con el comportamiento de la clase política. Pero es interesante que Sanders se haya proclamado socialista democrático y que atraiga a sus filas a numerosos votantes jóvenes.
Un punto importante a recordar es el hecho paradójico de que, si bien el Partido Demócrata recibe, tanto en elecciones generales como en las de medio término, la mayoría de los votos de los electores, no ha podido mantener el control del Congreso, ni de las gubernaturas, ni de las cámaras legislativas estaduales. Ello se debe al inteligente rediseño de los distritos electorales y a la influencia que han tenido sobre los procesos electorales las decisiones conservadoras de una Corte Suprema favorable a los grandes intereses económicos y financieros que dominan el país, (los cuales, por lo general, favorecen las políticas republicanas, particularmente en el ámbito fiscal).
Vale la pena apuntar que la mayoría del electorado ha votado por los candidatos presidenciales demócratas (Bill Clinton, Al Gore y Barack Obama) en todas las elecciones desde 1992; con excepción de la elección de 2004, cuando John Kerry perdió ante el reelecto George W. Bush, (motivado, sin duda, por la hábil explotación propagandística del falso éxito de la Administración en las invasiones de Afganistán e Irak, como respuesta a los atentados terroristas del 9/11 del 2001.
Vistos estos procesos socio políticos, pasamos al análisis de la campaña en sí.
El primer dato de la realidad es que después de las elecciones parciales del 2012 (en que los republicanos lograron recuperar el control del Senado, mientras mantenían el de la Cámara), parecía evidente que la elección de 2016 podría llevarlos a recuperar la Casa Blanca (perdida en el 2008), si encontraban un candidato que pudiera ampliar la base del partido en un proceso electoral presidencial.[2] Los criterios iniciales eran que ese candidato podría estar entre algunas figuras atractivas afines al liderazgo formal del Partido, como pudieran ser Jeb Bush, Marco Rubio, o John Kasich. Tanto el liderazgo formal del GOP, como la mayor parte de los observadores políticos, le daban pocas posibilidades a los tres candidatos “rebeldes”, por decirlo de alguna forma: Donald Trump, Ted Cruz y Ben Carson. La solución ideal era la de combinar un ticket que incluyera a uno de los dos políticos floridanos y al Gobernador de Ohio, dos estados clave en la lucha por el control de la mayoría del Colegio Electoral.
La realidad del proceso ha sido bien distinta. Donald Trump salió desde el principio en punta y su candidatura nunca se desinfló, como pronosticaban casi todos los especialistas. El éxito de Trump ha estado basado en la explotación de su personalidad y en sus planteamientos descabellados, que son muy atractivos para partes del electorado norteamericano con bajos ingresos y menos educación. En este sentido, su performance ha sido impecable. Estos electores sienten que los extranjeros y otros sectores “les están robando el país”. Están convencidos que sus tribulaciones económicas tienen que ver con los tratados de libre comercio que se asocian con Clinton y Obama (Sides & Farrell, 2016).
Contra Trump, el liderazgo formal del GOP diseñó varias estrategias que resultaron ineficaces y ahora confrontan la realidad de que el billonario neoyorkino es el líder del partido y su candidato presidencial.
La Plataforma del GOP refleja la derechización, aún mayor, del partido y el carácter populista de su principal portaestandarte, quien es profundamente divisivo y hostil a la mayor parte de las minorías que están conformando un porcentaje mayor del electorado: mujeres, negros, latinos, LGTB, etc.
Lo acontecido pudiera resultar muy perjudicial para el GOP e indicaría un realineamiento partidista en el cual los republicanos se convertirán en un partido aún más reaccionario, xenofóbico y guerrerista de lo que es ahora. Si Trump resulta derrotado, cosa que parece más probable, ello pudiera tener dos consecuencias inmediatas: a) la pérdida de posiciones del Partido en el Congreso y b) la necesidad de hacer una profunda reflexión y de recomponer las bases del partido. Un realineamiento positivo sería mucho menos posible en el largo plazo.
Pero no olvidemos los enormes recursos que tienen los republicanos, particularmente en materia financiera, y en el control de determinados medios como Fox News. Una buena parte de la clase dominante y su élite del poder apoya soluciones para el país como las que Donald Trump propone en el fondo, debajo de toda su retórica aparentemente anti-sistémica.
En el Partido Demócrata, que puede explotar las debilidades del GOP, y las simpatías de los sectores emergentes, se presenta una situación similar, pero con menos elementos de confrontación. No hay duda que la candidatura de Sanders, que no tuvo el éxito de la de Trump, representa un desafío al liderazgo formal del Partido que, desde el principio, se decantó por Hillary Clinton. Esta última ha tenido que moverse hacia la izquierda, no sólo por Sanders, sino por otras figuras del partido como Elizabeth Warren.
Si tuviéramos que resumir lo que ha sucedido entre los demócratas es lícito suponer que la amenaza de Sanders y de su base social y la necesidad de atraer los nuevos sectores, los obligará a mantenerse en el centro-izquierda del panorama político estadounidense. Pero a Hillary la perjudica su veteranía y la falta de confianza por su exceso de secretismo y sus vínculos con Wall Street, en una elección donde todo el mundo parece estar buscando sangre fresca.
Un posible escenario es un triunfo demócrata en toda la línea, regresando a la situación de 2008, cuando ganaron la Casa Blanca, el Senado y la Cámara, aunque es más probable un gobierno dividido como el que existe ahora con los demócratas afianzados en el Ejecutivo y los republicanos en el Legislativo. Más improbable, pero también posible, es un triunfo de Donald Trump, lo que sin duda marcaría al Partido Republicano (que probablemente mantenga el control de la Cámara y el Senado).
¿Por qué cualquier resultado es importante para el realineamiento partidista?
El triunfo de Trump probablemente estaría acompañado de una victoria republicana en toda la línea, lo que alimentaría una contraofensiva derechista contra todo lo que ha logrado Obama, incluso en política exterior, a pesar de que han sido logros limitados. El partido que traza su linaje en sintonía con Abraham Lincoln y su defensa de la abolición y con Teddy Roosevelt y su “progresivismo”, tendría como base social el decreciente sector blanco de clase media de la sociedad norteamericana (en el que prima un nacionalismo ramplón y un rechazo a aceptar un rol más pacífico y cooperativo de Estados Unidos), al tiempo que seguiría siendo el mejor representante de los intereses más expoliadores que priman en el imperialismo norteamericano.
Al Partido Demócrata no le quedará otro remedio que renovar la coalición de sectores sociales subordinados que apoyó la elección de Obama, tratando de ocultar, cada vez con menos éxito, que en realidad sirve a los mismos intereses capitalistas dominantes que continúan dominando el país a favor de sus intereses.
Todo lo anterior nos lleva a la conclusión de que estamos efectivamente ante una elección crítica. Ello está dado porque, desde el punto de vista programático, hay claras diferencias entre un candidato representante de la derecha conservadora “pura y dura” que se ha alojado en el Partido Republicano y una candidata que se ha movido hacia posiciones tradicionalmente liberales dentro del Partido Demócrata, (cosa que, entre paréntesis, su esposo y ex-presidente, Bill Clinton, evitó hacer).
Lo que no está tan claro es que la misma producirá un nuevo realineamiento partidista. Probablemente ello se deba a que ninguna de las dos figuras que aspiran a la presidencia proyecta una imagen clara de futuro; entre otras cosas porque son los candidatos más viejos de la historia de los procesos electorales norteamericanos y porque ambos pasan trabajo para conseguir la confianza total del electorado.
Así que es probable que se mantenga la tendencia a que los nuevos electores sigan decantándose por una posición apartidista. Ello significaría un reto significativo para las clases dominantes y su élite del poder, pues la afiliación temprana de los nuevos ciudadanos con uno de los dos partidos establecidos es un elemento importante en el mantenimiento de su hegemonía.
Notas:
[1] Miembro de la UNEAC. Analista Político Independiente. Correo electrónico: alzuga@cubarte.cult.cu.
[2] Téngase en cuenta que, como han señalado varios especialistas, las dinámicas de las elecciones presidenciales y de medio término no son iguales.
Fuentes:
- Alexander, Jeffrey C., (2010), The Performance of Politics: Obama’s Victory and the Democratic Struggle for Power, Oxford University Press, edición Kindle.
- Dalton, Russell, (2013), The Apartisan American: Dealignment and Changing Electoral Politics, CQ Press, edición Kindle.
- Galvin, Daniel J., (2010), Presidential Party Building: Dwight D. Eisenhower to George W. Bush, Princeton University Press, edición Kindle.
- Greenstein, Fred I., (2009), The Presidential Difference: Leadership Style from FDR to Barack Obama, Third Edition, A Princeton University Press EBook, edición Kindle.
- Gutmann, Amy, & Thompson, Dennis, (2012), The Spirit of Compromise: Why Governing Demands It and Campaigning Undermines It, Princeton University Press, edición Kindle.
- Hofstadter, Richard, (2008), The Paranoid Style in American Politics and Other Essays, Vintage, edición Kindle.
- Issenberg Sasha, (2012), The Victory Lap: The Secret Science of Winning Campaigns, Crown Publishing, edición Kindle.
- Kamarck, Elaine C., (2016), Primary Politics: Everything You Need to Know About How America Nominates Its Presidential Candidates, Secon Edition, Brookings Institution Press, edición Kindle.
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- Posby, Nelson W.; Wildavsky, Aaron; Schier, Stephen E.; & Hopkins, David A. (2016), Presidential Elections: Strategies & Structures of American Politics, Fourteenth Edition, Rowman & Littlefield, edición Kindle.
- Reifowitz, Ian, 2012, Obama’s America: A Transformative Vision of Our National Identity, Potomac Books, edición Kindle.
- Rodrik, Dani, (2011), The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy, W.W. Norton & Company, edición Kindle.
- Schattschneider, E.E., (1960), The Semi-Sovereign People: A Realist View of Democracy in America, New York: Holt Rinehart & Winston.
- Sides, John, & Farrell, Henry, editors, (2012), The Science of Trump, The Monkey Cage, edición Kindle.
- Skocpol, Theda, & Williamson, Vanessa (2012), The Republican Party & the Remaking of Republican Conservatism, Oxford University Press, edición Kindle.
- Sundquist James L., (1983), Dynamics of the Party System: Alignment and Realignement of Political Parties in the United States, Washington D.C., The Brookings Institution.
- Wilentz, Sean, (2016), The Politiciasn and the Egalitarian: The Hidden History of American Politics, W.W. Norton, edición Kindle.