
A cargo de Walter Espronceda Govantes
La propuesta de esta edición es un fragmento del ensayo “Cuba. El sueño de lo posible”, cuya autoría es del doctor Eduardo Torres-Cuevas, quien incluyó el texto completo en el Tomo III de su compilación En busca de la cubanidad. Religión, raza, pensamiento, publicado por la Editorial de Ciencias Sociales, en La Habana, durante 2006.
Torres-Cuevas es uno de los historiadores cubanos más eficaces ante el tema de la identidad nacional cubana. En su ya extensa obra ha logrado sistematizar un notable cúmulo de categorías y dimensiones sobre la cubanía o cubanidad desde el siglo XVII hasta el presente. Y lo ha hecho acaso fijando un inicio en la concreción de las patrias locales, con la brújula intermedia de los pensadores de la Ilustración Reformista cubana más la Generación del Seminario San Carlos San Ambrosio, respectivamente, ubicados los primeros en el crepúsculo del XVIII y la segunda en el primer cuarto del XIX, hasta las mediaciones fundamentales emanadas de los patricios de la primera gesta de independencia y de José Martí, en la preparación de la Guerra Necesaria. El final del arco de la cubanidad, Torres-Cuevas accede a marcarlo en el pensamiento de Don Fernando Ortiz en la cocción de un ajiaco de ingredientes universales.
Sin embargo, parecen ser las fuerzas reveladoras del padre Félix Varela y del apóstol de la independencia cubana, José Martí, las condicionantes fundamentales para declarar lo inefable como inmanencia de lo cubano. Es decir, la cuestión radica en transitar del ser cubano a la voluntad de ser cubano. Tal y como aseveró José de la Luz y Caballero: “Todo es en mí fue, en mi patria será”.
La cubanidad: la pasión de lo posible*
Por Eduardo Torres-Cuevas
¿Quién juguetea con la alquimia?
Silvio Rodríguez
Tres ensayos de utopía fracasaron al iniciarse el siglo XX: la de los mitos medievales, externa e impuesta; la de la burguesía esclavista, interna y elitista, y la que sostuvo la inspiración popular en las guerras de independencia. No obstante, la apertura del siglo XX era un contradictorio e inesperado resultado. Por un lado, se logró la creación de la república laica y democrática y, en el transcurso de los primeros 40 años del siglo, se obtendrían conquistas sociales como en pocas partes del mundo. Las garantías de las libertades individuales, la enseñanza laica, pública y gratuita, la separación de la Iglesia y el Estado, la ley del divorcio, el voto de la mujer, la jornada de ocho horas y la plasmación en la Constitución de 1940 de la necesidad de una ley de reforma agraria, entre otras leyes, crearon un Estado clásico de democracia representativa bipartidista, con los inseparables partidos liberal y conservador. A la constitución cubana, que entró en vigor en 1902 con el nacimiento del nuevo Estado, se le impuso, por el Congreso de Estados Unidos, una enmienda con el nombre de Platt, que limitó la soberanía nacional del país y autorizó al gobierno norteamericano a intervenir en Cuba, para “la seguridad de sus ciudadanos y de sus bienes”.
La intervención directa de Estados Unidos en la política cubana, para decidir en su favor el triunfo de candidatos y partidos, era la clara evidencia de la falta de independencia real del país. El asunto resultaba más de fondo. Desde 1886, y aún más después de 1899, el capital norteamericano comenzó a desplazar al criollo y al español de todas las esferas importantes de la economía cubana, proceso que se profundizaría a lo largo del siglo y convertiría a Cuba, hacía la década del 50, en el país “independiente” formalmente más norteamericanizado del mundo. Acaso lo más representativo del carácter inacabado de las revoluciones cubanas es que en menos de un siglo (1868-1959) se realizaron cuatro revoluciones, dos de ellas en el siglo XX y, de estas, una triunfante, que a su vez se siente heredera de las anteriores al asumir el proceso como una sola revolución de doble contenido: de liberación nacional y de justicia social.
En este convulso panorama, la frustración republicana –una república de bandera, himno y escudo, pero con una constitución laica, liberal avanzada, a la cual se le impuso un apéndice que no es más que una enmienda a una ley del Congreso norteamericano, la Enmienda Platt– se reinicia y retoma la utopía cubana del siglo XIX de Varela a Martí. Al margen de las manipulaciones, el sueño de una Cuba “con todos y para el bien de todos” de José Martí deviene el paradigma de las generaciones del siglo XX.
De una a otra, transcurre una herencia de lo no logrado y, a la vez, la necesidad de la búsqueda de la realización del doble juego entre una sociedad libre entre hombres iguales, y una sociedad justa de hombres libres. La vieja Europa poco tuvo que ofrecer en un proyecto de este tipo. El recorrido por la bibliografía acumulada por la modernidad pasaba por alto la necesaria evolución de una sociedad que, desde el principio, fue distinta, una sociedad cuyo pueblo era politécnico y multicolor, desarrollado en el límite geográfico atlántico y en la periferia de la modernidad… y, fundamentalmente, que contaba con una larga tradición de pensamiento crítico y propio.
La relación realidad-discurso necesariamente lleva, en el caso de sociedades como esta, a la búsqueda de su contenido en los conceptos o de conceptos propios en sus realidades… Y el núcleo posible de análisis está en la conformación de esa realidad…, de esta realidad humana.
La realización posible de la sociedad cubana, a partir de lo que de ella ha pensado, solo resulta posible en la medida en que se produce el encuentro con su autodefinición, con su auto-comprensión. De aquí la aparente obsesión de los intelectuales del país durante más de un siglo por encontrar una precisión conceptual de lo cubano, de la cubanidad y de la cubanía. Esta se ha expresado de las más variadas formas: en la literatura, en el arte, en sus proyectos sociales, en las agudas polémicas, en la creación del Estado nacional, pero ha sido tradicionalmente su música la que ha captado con más fuerza y permanencia los ritmos y la espiritualidad de la vida del cubano, al trasmitir una cubanía que se siente aunque no se piense.
Don Fernando Ortiz definía la cubanidad como la calidad de lo cubano y lo cubano un ajiaco. Independientemente del término culinario, dos aspectos quería hacer pertinentes: la inexistencia de un término en el lenguaje universal que permitiese recoger el contenido de un pueblo, de una cultura formada por múltiples componentes de todas partes del mundo. El aporte de estas culturas, en grados de intensidad diferentes, no era para una simple mezcla de elementos, sino una combinación selectiva cuyo núcleo era la naturaleza física, social y humana del país. De esa combinación surgió una cualidad diferente. El otro elemento que subrayó Ortiz al escoger ese término, es que el resultado, la calidad nueva, no se define a partir de lo convencional, sino de lo específicamente nacional. Pero lo nacional no debe generar un nacionalismo estrecho porque es su contrario, esa combinación de elementos que componen algo nuevo en una relación indisoluble entre lo endógeno y lo exógeno.
No hay duda de que la cubanidad existe, la dificultad ha estado en la incapacidad, hasta hoy, de definirla conceptualmente. ¿Cómo captar un contenido variable en el tiempo, resistente en el lenguaje y que hace estallar los sistemas teóricos impuestos? He aquí el reto al cual se han enfrentado, con poca fortuna, generaciones de cubanos. Modestamente, lo que siempre salta a la vista, de Varela a Martí, de Martí a nuestros días, radica en que lo esencial nunca ha sido lo que se es sino lo que se quiere ser. Por eso, he definido la cubanidad como la pasión de lo posible; como la inconformidad permanente con la sociedad presente, como la búsqueda inagotable de una sociedad ideal y del perfeccionamiento del ser humano que es, en sí, la búsqueda de lo cubano. Para cocer el ajiaco hace falta el fuego; la pasión de Prometeo. Aún más, la fuerza para romper las cadenas, liberar a la Isla y al encadenado. Las cadenas impuestas por las prisiones mentales, la desvalorización creada por un externo potente y cercenación del desarrollo económico y espiritual por un sistema mundial que en la globalización ha creado sus áreas marginales.
Y esa búsqueda obliga a la más estricta actualidad en el conocimiento del pensamiento universal, porque la cualidad de lo cubano siempre fue la universalidad de sus raíces; universalidad porque en esta isla del Caribe convergieron las más diversas etnias y pueblos de todos los continentes; y universalidad también porque el nutriente fundamental del pensamiento no puede ser otro que la producción de ideas universales. ¿Cómo poner en formas específicas las fórmulas universales? He ahí el otro gran reto. Y en esas búsquedas está la cubanía del pensamiento. Más que seguros lugares comunes, lo que nos da sentido son las preguntas sin respuestas que espolean nuestra imaginación y nos hacen poner en acción la palabra. Hubiese querido desarrollar cómo los conceptos no pocas veces resultan prisiones que impiden acceder al conocimiento. Libertad, Igualdad, Fraternidad, Pueblo, Sociedad, conceptos cargados a la europea que, sí se quiere comprender la aspiración americana, en el caso que me ocupa específicamente cubana, tienen que ser descompuestos, recompuestas y compuestos.
Martí escribe: “en Europa la libertad es una rebelión del espíritu; en América, la libertad es una vigorosa brotación”; por eso hablándoles a los españoles que se presumían liberales y republicanos, les advertía entonces: “no sean liberticidas de Cuba los libertadores de España”. Porque esa lucha centenaria por la realización de la cubanidad siempre ha estado asociada con el conflicto vital de nuestro propio ser, o de no ser, al ser absorbido por los Estados Unidos. Y si es, en lo más visible, un problema político, es mucho más y en el fondo, un problema cultural, entendida la cultura no sólo en su expresión intelectual, sino también en su sentido de semilla, de componente social asombrado en un territorio cuyos frutos constituyen una vigorosa “brotación” humana con sus rasgos característicos.
Cuba, como en el sueño de lo posible –utopía heroica, pensamiento onírico, realidad de lo posible–, sigue siendo la pasión por llegar a ser. La Ínsula acogedora, situada en los límites, en todos los límites; el espacio donde el pensamiento aún puede darles vuelo a la imaginación y la realidad, donde puede hacer posible lo posible. Donde la cubanidad tenga, al fin, un lugar seguro, libre, de paz y sosiego para el pueblo que soñó, simplemente, con su propia felicidad. Y también, la tierra no tanto prometida como verdadera que acoja a todos los hombres de buena voluntad.