
Foto tomada de Internet
La permanente construcción de una democracia es, sin dudas, la más difícil tarea que pudiera tener una sociedad. Requiere de consenso, tolerancia y respeto; lo cual se engloba, no tan sorprendentemente, dentro de la madurez política de sus integrantes. Cuando José Martí proclamó “Ser cultos para ser libres” extendió esta máxima no sólo en el sentido lato de la cultura general integral, sino también (y, sobre todo) en el de la cultura política, tan necesaria para establecer los objetivos e intereses nacionales de manera participativa y responsable. Un pueblo no es más emancipado si es versado en el nombre de los habitantes del Olimpo, pero carece de la instrucción necesaria para valerse en la constante construcción de un proyecto social y político.
La democracia ha contado con riesgos desde el mismo momento de su nacimiento, hace algunos milenios ya. El proceso democrático no ha estado exento de amenazas y retrocesos y cada época ha tenido sus propios retos en la construcción y perfección del mismo. La América nuestra no ha sido inmune a estos. Durante algún punto en la existencia de la mayoría (si no todas) de las naciones latinoamericanas, hemos visto cómo el proceso democrático ha sido secuestrado. Machado, Batista, Duvalier, Noriega, Stroessner y Pinochet, son sólo algunos pocos apellidos que manchan nuestros libros de historia.
Sin embargo, en todos los casos a pesar de contar con el apoyo de sectores poderosos, estos golpes a la democracia no hubiesen podido concretarse de haberse contado con una institucionalidad consolidada, incluyendo las fuerzas armadas, y una sociedad civil empoderada. A pesar de que el autoritarismo o totalitarismo son, quizás, los mayores peligros que puede enfrentar un proceso democrático, no son los únicos. Usualmente el íter viene acompañado por otros rasgos como corrupción, tráfico de influencias, desigualdad ante la ley, inequidad económica, divorcio de la clase política (salvo excepciones) con sus bases populares, demagogia, alto abstencionismo y ausencia en el control a los mandatarios, entre lo que incluyo, falta de transparencia y baja participación popular en la toma de decisiones. Estos problemas son la acumulación de factores sociales e históricos que son imposibles de obviar.
El ciclo histórico en la América Nuestra, por ratos, se repite. La alternancia entre regímenes militares, democracia y populismo es alta desde el mismo nacimiento de las repúblicas al sur del Río Bravo. A ello contribuye la poca movilidad social que existe como norma en la región latinoamericana. Numerosos estudios avalan ello siguiendo el rastro, incluso hasta la época colonial. Los indígenas y afrodescendientes permanecen aún hoy en la base de la pirámide social, mientras que los herederos de europeos, virreyes, y capitanes generales se encuentran en los escalones superiores de la misma. En estos estadíos la institucionalidad del país sufre por la desconfianza que surge desde las bases populares hacia sus representantes, facilitando la corrosión de las bases democráticas. A ello pudiera sumarse una propensión hacia el caudillismo y el culto a la personalidad, pudiera argumentarse la cultura machista imperante en la idiosincrasia latina.
Ello crea un caldo de cultivo para el auge de movimientos populistas con discursos autoritarios, excluyentes y extremistas. Como dije en una ocasión anterior, el manual del (neo) populista se basa en excitar las pasiones humanas. En ocasiones miente, hace ver la realidad peor de lo que es y manipula la información con datos catastróficos. Además, culpa a una potencia extranjera de los problemas económicos y realiza discursos que llaman al fanatismo, el chovinismo y la intolerancia hacia minorías de cualquier tipo (incluyendo minorías políticas y económicas). Estas recetas, aunque poco éticas, la mayoría de las veces otorgan resultados. La clave para una sociedad incluyente es, ciertamente, la distribución equitativa basada en el principio de responsabilidades compartidas pero diferenciadas, no el aniquilamiento de clases. Aprendí de un distinguido profesor que en la construcción de una democracia no se trata sólo de acatar las decisiones de la mayoría, sino también de respetar a las minorías y sus derechos, incluido el derecho a disentir.
Otro riesgo que debemos tener en cuenta es la idealización y el romanticismo del ideal democrático en el imaginario social, especialmente en aquellas naciones donde han existido regímenes con alta violación de la Carta Internacional de Derechos Humanos. Se tiende a percibir a la democracia como la solución a todos los problemas de la sociedad. Algo que dista mucho de la realidad. La democracia es, sin duda alguna, la mejor fórmula para solucionar cualquier problema social, pero no se trata de una receta mágica, ni de un fin en sí mismo. Encontramos estos ejemplos en países como Bolivia, Brasil y Argentina, entre otros. Al concluir los regímenes militares se inició otro proceso más duro y difícil que la lucha por el retorno democrático: el de su consolidación. Durante esta etapa, fallar en el fortalecimiento de la institucionalidad y el empoderamiento de la sociedad civil inicia nuevamente el ciclo mencionado.
Las tecnologías de la información y las comunicaciones pueden servir al propósito del fortalecimiento de las bases democráticas, empoderamiento de la sociedad civil y extender la cultura política entre las masas. No obstante, como cualquier otra herramienta, puede tener dos filos si se utiliza con fines espurios. La proliferación de un discurso de odio y exclusión se puede realizar a través de las mismas plataformas que, supuestamente, deben servir para enviar un mensaje responsable.
En este contexto, la única solución posible es esparcir la cultura política a todos los integrantes. Ninguna cultura es exclusiva de una capa social específica, mucho menos aquella que atañe el modelo de vida de una sociedad y todos sus integrantes. Los modelos de “Presupuesto Participativo” en distintas comunidades de Brasil puede ser un magnífico ejemplo para replicar en nuestros Consejos Populares. En estos casos es la propia colectividad quien participativamente decide en qué y cuanto se gastará y/o recaudará el presupuesto de sus respectivas comunidades. Quienes se crean con la verdad absoluta sobre la gobernanza de una nación o comunidad no tienen lugar en las sociedades del siglo XXI.