
En Cuba, el proceso de Informatización de la sociedad desde hace mucho tiempo es algo prioritario. Y en la actualidad, no solo ha sido contemplado como uno de los elementos claves de la Política Económica y Social del Partido y la Revolución, a través del Lineamiento 131, sino que se promueve todo un programa integral de desarrollo, donde importa la infraestructura tecnológica, pero también la formación eficiente de una comunidad de usuarios que hagan un uso creativo de lo informatizado.
Si en cuanto a lo primero se ha adelantado bastante (no todo lo que quisiéramos, pero sí que hay avances), en lo segundo el camino apenas se ha empezado a recorrer, pues en el seno de la ciudadanía no existe aún un concepto claro de lo que significa la “informatización”. Por lo general, las personas la asocian a problemas que competen solo a los informáticos o trabajadores vinculados al sector, y, por otro lado, la vinculan únicamente al uso de Internet, cuando en realidad estaríamos hablando de procesos más complejos donde no es la conectividad por sí sola a la gran red de redes lo que más importa, sino el uso innovador de “la cultura de redes”, ya sea vía Internet o Intranet. Por tanto, tan importante como establecer estrategias que nos lleven a informatizar de un modo eficaz el país, lo es socializar la información que pondría a los ciudadanos en contacto no solo con las tecnologías, sino con sus potencialidades.
En este sentido, diríamos que estamos en la necesidad de impulsar lo que en otros lares ya se nombra “alfabetización informacional”, y que se distingue de la “alfabetización tecnológica” (dominio de los dispositivos), “alfabetización digital” (comprensión de los entornos hiper-textuales), “alfabetización audiovisual” (conocimiento del sentido último de lo que proponen las imágenes y sonidos), en que abraza a todas las modalidades de alfabetización antes citadas.
Con la “alfabetización informacional” se pretende que, a diferencia de los antiguos usuarios que iban a las bibliotecas, y asumían de modo pasivo las reglas impuestas por la institución en cuanto al uso de catálogos, libros, o materiales de estudios, sea el individuo el que construya sus propios caminos en el afán de obtener y compartir conocimientos. Pero esto solo se consigue si logramos poner ante los ojos del ciudadano común las ventajas que propicia para su autonomía el aprendizaje de estas nuevas maneras de gestionar los saberes.
Lamentablemente, esto nunca sucede por decreto. Como apuntaba nuestro Enrique José Varona: “Es muy fácil poner en el papel programas de enseñanza; lo difícil es ponerlos en el cerebro”. Conozco escritores encumbrados para los cuales la computadora no es otra cosa que una versión sofisticada de la antigua máquina de escribir. Tal vez ese sea el mejor ejemplo que tenemos a mano para percatarnos de lo ineficiente que viene resultando nuestro sistema de socialización de las informaciones.
Se supone que los escritores y artistas, en sentido general, sean los heraldos de lo inédito. Los que anuncian la llegada de un universo de cosas que si bien depende de lo material, se va forjando en el espíritu transgresor, y en la imaginación creativa. Aunque sabemos que en este campo tampoco la homogeneidad existe, y que es precisamente de las tensiones y diferencias que se va nutriendo el progreso.
En nuestro caso, la idea de informatizar la gestión cultural parece todavía un disparate o una ficción para el grueso de nuestros artistas. Eso sucede porque sigue mandando en nuestro interior el dragón analógico bajo cuya tutela nos formamos el grueso de los intelectuales nacidos en el siglo anterior. Desde esa posición, que dejó fijado un horizonte de expectativas donde es posible controlarlo casi todo, es obvio que no se pueda entender el espíritu de esta nueva época en la que los individuos experimentan de modo autónomo sus posibilidades de crear, consumir, compartir. De lo cual se desprende uno de los grandes desafíos a asumir: necesitamos poner delante de los ojos de los ciudadanos las ventajas de la informatización, y no solo la tecnología que la hace posible.
Por supuesto, tampoco podemos permitir que nuestro entusiasmo nos haga olvidar que entre el invento tecnológico y su aplicación, por lo general, siempre transcurre un tiempo. Si revisamos la historia de la fotografía, de la televisión, de Internet, veremos que en cada caso la aceptación no fue inmediata. El temor de los individuos a incorporar a sus vidas algo de lo cual se desconoce casi todo explicaría las resistencias, las descalificaciones; de allí que cuando hablemos de “Informatización de la Sociedad” (con mayúsculas) sea necesario pensar en términos de “Políticas Públicas”.
Solo el Estado podría dejar establecido el conjunto de acciones dirigidas a sentar las bases de un proceso que impacta de modo transversal a la sociedad. Pero es preciso que junto a las inversiones materiales, se contemplen los planes que permitirían acompañar el proyecto, y convertirlo en algo sostenible y capaz de desarrollarse en el tiempo, lo cual solo será posible si conseguimos impulsar en el seno de la ciudadanía desde edades tempranas la alfabetización informacional.
El título de esta reflexión juega, obviamente, con el del célebre texto de Lyotard “La post-modernidad (explicada a los niños)”. Pero es apenas un juego retórico que invita a pensar otros asuntos más concretos, y para nosotros, más urgentes. Ya nadie se acuerda en este país que no fue hasta el 2008 que los cubanos pudimos contratar los servicios de telefonía móvil, o que entrar una computadora demandaba un sinnúmero de formalidades burocráticas.
Ahora ya es normal que la gente se conecte a través del “Wifi de Etecsa”, o los muchachos en los barrios para jugar en red. A casi nadie le asombra. Sin notarlo, el sistema de instituciones culturales y educativas ha visto multiplicarse ante sí un sinnúmero de competidores que ponen en crisis el antiguo modelo de participación ciudadana en el canje de bienes simbólicos. Ese es el gran desafío que nos convierte a todos en niños que recién comienzan a aprender lo que significa informatizar un país.