
En el transcurso del presente año 2018, Cuba Posible entrevistará a un grupo de intelectuales y actores sociales en torno a los anhelos de la ciudadanía y a la capacidad política para la renovación del “pacto social” en Cuba. Ofrecemos la visión del curador, crítico y gestor cultural Abelardo Mena.
– En los últimos tiempos se ha vuelto a hablar en Cuba sobre el “pacto social”. ¿Cree usted que es posible defender la idea de un “pacto social” alrededor de la Revolución cubana? En caso de que aceptáramos la tesis del “pacto” entre el pueblo y las fuerzas políticas que construyeron la Revolución, ¿qué cambios considera usted que ha sufrido ese “pacto” desde 1959?
Las revoluciones sociales no son excursiones de domingo, se hacen bajo las imperiosas necesidades de grupos sociales o naciones que deciden conquistar aquellas condiciones de vida que les son negadas, a veces incluso la propia vida. El acuerdo histórico entre el pueblo y las fuerzas políticas que construyeron la Revolución de 1959, guiada por miembros de la generación del Centenario, se basaba en un imperativo concreto: “cambiar la vida” para grandes masas excluidas y segregadas de la población. De esta manera, se convirtieron en ciudadanos de una democracia popular, social y económica, enfrentada a las discriminaciones existentes y la geopolítica imperial.
Bajo esa consigna – ni surrealista o secreta- el acuerdo no solo fue capaz de cumplir su cometido, sino incluso de producir una ética, una estética (recordemos la arquitectura y el cine cubano de los años 60, o el arte cubano de los 80) y una subjetividad intergeneracional. Sin escapar -como todo proceso natural y social- a la influencia de sus protagonistas (carencias y virtudes) y de los contextos históricos, que introducen -sin dudas- distorsiones, y modificaciones a la “letra original” de todo “programa”.
Hoy, el pueblo cubano a nadie debe ya la sobrevida. Cuatro generaciones y seis décadas después de 1959, ha mantenido la soberanía nacional, ha mantenido sus esencias culturales superando las dependencias a los “destinos manifiestos” (léanse Estados Unidos y la URSS), y se encuentra hoy –activado por las consecuencias de una revolución educativa (generada por el Estado) y digital (generada por los ciudadanos)- en fase de empoderamiento y gestión de autonomías: de género, jurídicas, productivas e informativas.

Abelardo Mena
Este proceso está matizado por dos hechos concretos: la muerte de Fidel Castro, el hombre dinámico de la Revolución, eco de las necesidades sociales frente al estatismo de los “aparatos”; y el retiro de su hermano, Raúl, como presidente del país.
Este cambio ha sido reducido por los analistas a lo meramente generacional. Sin embargo, introduce, por fuerza, “una revolución en la revolución”; una manera otra de efectuar el management de un poder que debe ejercitar –con prisa y sin pausas- el proceso de cambiar la vida, con una determinación no menos imperativa, tal y como decía en 1972 aquel documental del cineasta Rogelio París: “No tenemos derecho a esperar”.
Desde 1959 el pueblo dialogaba con la “Generación Histórica” a través de liderazgos carismáticos (“el cuadro es la columna vertebral de la Revolución”, escribía el Che en 1965). Ahora debe recuperar su soberanía como sujeto del cambio, para impulsar la renovación (y creación) de mecanismos mucho más activos y analíticos de control, participación e innovación social, que le permitan superar los obstáculos mayores: las resistencias internas de la burocracia estatal, el descrédito del ejercicio de la política pública (precepto constitucional transmutado en “teque”, matutino y monumento) y las consecuencias visibles del inmovilismo en las reformas de la “actualización”.
Este proceso de empoderamiento popular desborda por fuerza no sólo el mecanismo de “queja” previsto en la Constitución de 1976-1992, sino los límites a su protagonismo, delineados por el movimiento comunista internacional desde los años 30 mediante organizaciones “de masas” (cuyo posicionamiento de “correa transmisora” desde la “vanguardia” hacia la base de la pirámide, colisiona contra el capital humano/cultural acumulado en estas décadas de Revolución). La historia reciente de América Latina proporciona (en los movimientos sociales) un ejemplo a considerar como alternativa ante el “enfriamiento” previsible del protagonismo popular, constreñido a estas funciones de “eco”.
Y es que en una institucionalidad matizada por exceso de funcionarios, y escasos liderazgos, se requieren mecanismos ágiles que propongan el desmontaje, “al duro y sin guante”, de todo lo que debe ser cambiado.
Para ello será esencial disponer no sólo de medios de comunicación públicos, sino de una Asamblea Nacional de actividad permanente, integrada por trabajadores de base (no por funcionarios), que se constituya en control del aparato estatal y social, canalice de manera expedita las luchas cotidianas contra “viejas” y “nuevas” discriminaciones: racismo, machismo, homofobia, exclusiones; y, además, enfrente desafíos: crisis económica-demográfica, corrupción, cambio climático, aumento de grupos en situación de pobreza, administración ineficiente, auge del materialismo vulgar vs la solidaridad, y favorezca sin impedimentos la emergencia de nuevas formas asociativas y familiares (sean cooperativas de primer y segundo grado, empresas de interés social y economía solidaria, o el reconocimiento jurídico del matrimonio igualitario, transmisión de propiedades y adopciones relacionadas).
De una nación “verdeolivo”, polarizada en los años 60, hemos transitado a una sociedad de “skyline” compleja en sujetos (que incluyen a su emigración) y demandas, donde es imposible la gobernanza sin la presencia de las ciencias y la comunicación sociales, sin obviar –esencial- el buceo constante en los “estruendos” de la calle, de la voz popular.
Se impone abandonar, “a todo tren”, los estereotipos ideológicos legados por “el socialismo a la soviética”, desmontados por el Che desde esa década, y reevaluar la experiencia anti-burocrática cubana de las décadas de los años 60 y 70. Nuestra memoria y experiencia colectiva es una pistola caliente.
Parafraseando a Marx, cuyo bicentenario se celebra este año en Alemania, diría que un fantasma recorre Cuba. No es –sin embargo- el fantasma del comunismo, sino una revolución cultural –multiforme y pacífica- donde paradójicamente el reggaetón y el proyecto de país previsto para el año 2030, se dan, paradójicamente, las manos.
– El proceso político cubano ha preferido a “los revolucionarios” antes que a “los ciudadanos”, pero no ha quedado nunca claro cuáles son los límites de la Revolución ni de la conducta revolucionaria, porque por momentos se ha tratado del arrojo, la temeridad, el ímpetu, y otras de la disciplina, la unidad a toda costa, la confianza ciega en el Estado. Entonces, ¿qué sería ser revolucionario en Cuba en el 2018? ¿Qué quedaría dentro de la Revolución y que quedaría fuera? Me refiero a ideologías, prácticas, instituciones, relaciones sociales, normas jurídicas, maneras de contar nuestra historia, por mencionar algunos elementos.
En junio de 1961, Fidel afirmaba ante los intelectuales reunidos en la Biblioteca Nacional: “La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios.” Apenas dos meses separaban el evento cultural de la invasión a Girón, apoyada y gestionada por el gobierno de John Fitzgerald Kennedy (JFK), que usó como instrumento de muerte a 1,500 cubanos agrupados bajo la brigada 2056, y que estuviera precedido por una intensa campaña terroristas de incendios, bombas, y atentados.
Múltiples dogmatismos (copiados y propios) aquejaron la labor unitaria de la Revolución desde entonces. Pero aún hoy el “incorregiblemente” no me ofrece espacio para dudas: implica que sujetos que realicen actos materiales de guerra, sabotajes, terrorismo, atentados físicos, conspiración contra el poder instituido y el pueblo cubano, están “fuera de juego”, jurídicamente hablando. Todo lo demás: pensamientos “herejes”, expresiones y actitudes personales, queda “dentro” de la Revolución.
Recordemos también una frase del Che, expresada respecto a troskistas de los años 60 a los que salvó de la muerte: “Idea que tengamos que matar a palos, es idea que nos gana”. El humanismo no es una frase vacía: implica que una Revolución no fabrica (ni devora) “enemigos” en masa, como hizo el estalinismo en la URSS y en el bloque del socialismo “real”.
Tampoco debe proporcionar medios de comunicación estatales para que “fieles creyentes” exterminen socialmente a “desviados heterodoxos”, como sucedió regularmente en la China de Mao, y como acontecería -a gran escala- por sus discípulos en Kampuchea.
Contar con un estricto estado de derecho es herramienta indispensable para la defensa activa de un proceso de transformación social que es acosado por poderes imperiales y las ignorancias o incapacidades “endémicas”. Leyes justas no sólo defienden a la nación ante amenazas extranjeras o la corrupción económica y moral, permiten la protección a las inversiones extranjeras y nacionales (incluido el capital privado), amparan formas de socialización emergentes y educan a las nuevas generaciones.
– El término “Revolución cubana” se usa como referencia al proceso de las guerras de independencia del siglo XIX, pero también se extiende hasta el momento cumbre de la rebelión popular de 1953 a 1958. De igual manera, y sobre todo desde el discurso de Fidel Castro acerca del 10 de octubre de 1968, se presenta como una misma historia de transformaciones y lucha social, que se inicia en La Demajagua y llega hasta la actualidad. Por último, se ha llegado a presentar como expresión de toda esta historia a la actual institucionalización estatal, al actual sistema político y al actual gobierno del país. Entonces, nos preguntamos: ¿qué es la Revolución? ¿Qué no es la Revolución? ¿Dónde está ella presente en las dinámicas del espectro político cubano? ¿Tiene el Estado el monopolio de la Revolución? ¿Son los funcionarios los únicos que saben lo que la Revolución necesita? ¿Qué quiere el pueblo de Cuba en febrero de 2018?
Más que una cita bibliográfica al uso, la Revolución (cambiar la vida) es un “estado de ánimo” donde todos y todas tienen el derecho y el placer de contribuir, de ser escuchados, de ser atendidos.
Pero ante cualquier pretensión de concebir a los funcionarios como gurúes de la Revolución, o inmaculados guardianes de la fe, me gustaría volver a citar a Fidel, en aquellas reuniones de junio de 1961, que sellaron la inmortalidad de P.M., cuando expresaba:
“Nadie ha supuesto nunca que todos los hombres o todos los escritores o todos los artistas tengan que ser revolucionarios, como nadie puede suponer que todos los hombres o todos los revolucionarios tengan que ser artistas, ni tampoco que todo hombre honesto, por el hecho de ser honesto, tenga que ser revolucionario.
Revolucionario es también una actitud ante la vida, revolucionario es también una actitud ante la realidad existente. Y hay hombres que se resignan a esa realidad, hay hombres que se adaptan a esa realidad; y hay hombres que no se pueden resignar ni adaptar a esa realidad y tratan de cambiarla: por eso son revolucionarios.”
Silvia dice:
Creo que Abelardo Mena Chicuri. ofrece aliento y extiende una mano segura. Limpiar el concepto de Revolucion es inminente.y aqui se propone hacerlo con hechos concretos.Cuba tiene que despertar.
Randol dice:
Finalmente un intelectual verdadero es capaz de explicar aquello de «Dentro de la Revolución todo, contra la Revolución ningún derecho». Han pasado casi 6 décadas y esa frase ha sido objeto de las más variadas (y manipuladas) interpretaciones. Gracias, Abelardo Mena, por interpretarla en su justa dimensión. Siempre la he entendido así y no logró dejar de indignarme cuando algún que otro patán la quiere tergiversar.