
Desde los orígenes de la civilización las ideas han tenido un vago y escurridizo influjo sobre la conducta de los seres humanos. Nadie puede saber con certeza hasta dónde la realidad se separa del espíritu y cuánto de nuestra psiquis ponemos en las cosas que hacemos y decimos. Sin embargo, ocurre que no solo de pan vive el hombre, como se acostumbraba a decir, y llegados a un punto de civilidad y confort, necesitamos el saber y los placeres que produce en nosotros el conocimiento. Antiguamente le bastaba al hombre primitivo con los ritos telúricos y agrícolas para simular su dominio sobre los númenes que gobernaban el mundo y comunicarse con sus semejantes. En el rito cada partícula de la comunidad, cada individuo. participaba del otro y del cosmos y de esa forma comprendía que no vivía en soledad y que lo englobaba un orbe más vasto que sus instintos y conciencia. Desde entonces, llamamos cultura al pegamento invisible que mantiene unidas a las personas en el vínculo del discurso, y que permite erigir la sociedad, junto a otros ligamentos, como el de la política y el trabajo.
Pero sucede que cuando la cultura, el trabajo y la política andan cada una como las notas musicales en una sinfonía mal dirigida; cuando una cosa dicen los políticos, otra los empresarios, otra distinta los intelectuales, y al pueblo parece no importarle lo que dicen políticos, empresarios e intelectuales, pues hay mucho de qué preocuparse. No porque el pueblo deba escuchar lo que dicen los encumbrados, en rigor debería ocurrir al revés, poner a los potentados en condición de oyentes y servidores del hombre común, sino porque los antiguos también sabían que una sociedad se salva o se condena por completo, que nada existe separado y que el progreso del comercio y las finanzas, las constituciones, el orden del Estado y las alianzas internacionales, son tan importantes como las obras de arte y el genio de las naciones.
Algo de esto sucede en la Cuba de hoy: un divorcio entre la política real y la cultura popular, un hambre estomacal y un desgano moral, un descrédito de viejos símbolos y un lento surgir de símbolos nuevos. Pareciera como si en el mismo suelo conviviesen dos universos, cada uno ignorante de su antípoda: por un lado la cultura y las aspiraciones populares; por otro, la razón de Estado y la ciudad letrada.
Aunque un análisis serio sobre este asunto debería incluir todas las dimensiones posibles, cierto es que los medios de comunicación y los hábitos de consumo cultural son aspectos de gran relevancia. El asunto es aún más preocupante si entendemos que, por muchas impugnaciones que se hagan desde la academia o el rumor barriobajero contra los medios, estos son necesarios para las sociedades multitudinarias en las cuales vivimos. Porque si en la antigüedad eran los ritos quienes mantenían el espíritu gregario, hoy es la prensa, ya sea la televisión, la radio o Internet quienes hacen evidente lo que parecería incierto y dudoso: existen los otros y todos vivimos bajo el mismo cielo.
¿Cuánto del verdadero ser cubano ignoran nuestros periódicos, radio-emisoras, revistas y sitios web? ¿Cuánto conocen realmente?
Sobre estos problemas Cuba Posible ha querido conversar con Gustavo Arcos, destacado crítico y conocedor del entorno cultural cubano. Su experiencia y agudo intelecto pueden ser de utilidad para comprender mejor por qué hemos llegado al actual estado de cosas y qué podríamos hacer para mejorarlo.
¿Dónde se encuentra, según su opinión, el límite entre la libertad creadora, la experimentación, el deseo de romper cánones, y el mal gusto o la grosería?
Libertad creadora, experimentación y ruptura de modelos establecidos pueden ser parientes de una misma familia. Son gestos y acciones que deben acompañar a cualquier artista, aunque no todos los creadores experimentan y mucho menos rompen los cánones establecidos. Todas las cosas tienen su tiempo en esta vida y de igual manera funcionan las generaciones artísticas y los flujos creativos. El arte implica un riesgo, puesto que el mundo y las estructuras de poder que lo conforman, suelen resistirse a cualquier cambio de paradigmas, sean estos culturales, religiosos o políticos. Romper un canon significa acabar con un orden, con un modelo que será substituido por otro «nuevo», que a su vez será posteriormente superado y así sucesivamente. Por otro lado, vivimos en un mundo tan interconectado que resulta imposible hallar a un artista ajeno a las dinámicas o problemas de la vida. Desde hace décadas se ha vuelto ocioso hablar de un arte puro o de un artista que no esté marcado por su contexto, pero entraríamos en un debate sobre la función social del arte y ese no sería nuestro objetivo aquí.
La cuestión del gusto es peliaguda. Si convenimos que existe un «mal gusto» por contrapartida tendría que existir un «buen gusto», pero ¿quién o qué lo determina? Es algo subjetivo, propio de cada individuo. No existe, supongo, una definición universal del «mal gusto?», aunque durante siglos se asociaba este a las prácticas y formas de comportamiento social de las clases más pobres. Fue una forma de subestimar, oprimir o despreciar todo lo que se alejaba del mundo aristocrático, supuestamente «bello», ordenado, lujoso o refinado de la alta sociedad en el poder. En los palacios y las catedrales se depositaba el arte y solo en esos entornos podían encontrarse manifestaciones del «buen gusto». Las academias de Bellas Artes dictaban también sus normas de gusto estético, tomando ciertas obras como paradigmas del «buen gusto» en detrimento de otras, desechables por vulgares. Sin embargo, lo que para unos puede ser feo, desagradable, aberrado, cursi o inapropiado, para otros puede ser ejemplo de belleza, placer, satisfacción, creatividad u originalidad. El gusto es una forma particular de la percepción humana que se conforma, claro está, con la educación y la cultura adquirida a través del tiempo. Pudiera verse como una acumulación de saberes donde influyen también cuestiones relacionadas con las tradiciones, la ética, la psicología y en fechas más recientes los patrones impuestos por las modas. Pero cuando alguien habla del buen o mal gusto, está subestimando, tal vez inconscientemente, a los otros. Esa persona habla en nombre de algo, ciertamente abstracto, que se ha construido como una norma, un modelo o dogma a seguir. Habrá que tener cuidado porque pudiera convertirse en un criterio totalizador, subjetivo y excluyente.
La grosería tiene sus límites mejor conformados. Se relaciona mucho con el habla o el lenguaje soez, burdo, chabacano y elemental, pero inunda también toda práctica social donde se ausente el respeto, la educación, el sentido común, la ética o los valores morales. Ahora, recordemos también que una palabra o un gesto pudieran resultar «groseros» en ciertos espacios y momentos, mientras que en otros, resultar útil y hasta imprescindible.
Me preguntan sobre los límites, pues son imprecisos, o, en todo caso, habría que atender al contexto en el que se mueve la obra y las formas en que ésta interactúa con sus receptores. No siempre las sociedades están preparadas para «leer» o dialogar con el arte. Sobran los ejemplos en la historia de la cultura de artistas que rompieron los moldes de su época, pero fueron maltratados, subestimados y hasta olvidados. En el mismo sentido encontraremos infinidad de obras musicales, danzarias, pictóricas, literarias o fílmicas que fueron tildadas de obscenas, vulgares, simplistas, retrógradas y hasta pornográficas, convirtiéndose años o siglos después en verdaderos clásicos.
¿Cómo han cambiado, y en qué dirección podrían seguir cambiando, los hábitos de consumo cultural en Cuba debido al uso de las nuevas tecnologías de la comunicación y la información?
Están teniendo un impacto extraordinario en nuestros hábitos de consumo. ¡Y eso que aquí todavía estamos en el paleolítico! Todas las herramientas, maquinarias o tecnologías creadas por la humanidad a lo largo de su historia han transformado, para bien o mal, las civilizaciones. Han hecho a los hombres y mujeres mucho más libres, y quisiera creer, felices. Muchos piensan lo contrario, que solo han servido para oprimir, devastar y angustiar a la humanidad pero, aunque no les faltan razones, prefiero colocarme en el bando de los optimistas. Cada vez que aparece alguna nueva tecnología, hay quien pone el grito en el cielo y augura una catástrofe cultural. Pasó con la imprenta, la máquina de vapor, la luz eléctrica, el automóvil, los aviones, el cine, la televisión, los viajes a la Luna, la clonación y más recientemente, con los adelantos en la robótica, por solo citar algunos ejemplos. En Cuba, el Estado tiende a satanizar los aparatos, especialmente si se trata de tecnologías que, en manos de los ciudadanos, pueden debilitar su excesivo control sobre los medios de información. Recuerdo cómo se estigmatizaron los equipos de video Betamax en los 80 y luego pasó lo mismo con los VHS. Se les hizo, y aún se hace, una guerra a las antenas parabólicas privadas y en su momento se vio con suspicacia la entrada al país de los teléfonos móviles o el acceso masivo a internet. Cualquier conexión con el mundo no supervisada por el Estado, es vista como una afrenta, una «desviación del camino correcto» trazado por el Gran Hermano que vela por ti y tu bienestar.
Hasta mediados de los años 80, los programas de televisión, los escritos en la prensa, la música, el cine, los libros y publicaciones, reproducían el mundo feliz y paradisíaco del campo socialista. El pueblo cubano parecía satisfecho y conforme con esa imagen que transmitían nuestros medios. La utopía socialista era tan viva que no necesitábamos nada más, y el bueno de Tío Stiopa cuidaba de nosotros. Cuando de forma acelerada se empieza a desarrollar el turismo en Cuba -y estamos hablando de los años 90-, se abre por vez primera en el país un servicio que contenía canales «del enemigo» como el HBO, CNN, Discovery, Cinemax, ESPN, entre otros, emitidos solo para los hoteles por una antena ubicada en el Habana Libre. La inventiva popular generó rápidamente miles de rústicas, pero eficaces formas de captar la señal. Fue la primera vez que los cubanos, sobre todo los habaneros, accedieron «a un paquete» de imágenes y productos audiovisuales provenientes «del otro mundo», que no resultó, ni tan negro, ni tan lejano.
Bien, todos recuerdan lo que pasó luego. El Estado gastó parte de sus energías, en pleno Período Especial, para multar a los particulares que se hacían con este servicio. ¡Hasta al Parlamento llegó el debate del tema!, y aunque hubo propuestas de extenderlo y cobrarlo de forma natural para aquellos que pudiesen pagarlo, la solución final fue desmontar el transmisor y que cada centro turístico instalara su propia antena satelital. Fue la Caja de Pandora: se multiplicaron los fabricantes de dispositivos receptores ocultos en las casas y en poco tiempo, los cubanos, en vez de 10 canales podían apreciar cientos, incluyendo todos los de Miami, donde se encontraba «el huevo de la serpiente». Refiero esta historia porque es una muestra de cuán erráticas han sido las políticas del Estado en relación con los medios. Creyendo resolver un problema generaron otro que se les volvió incontrolable, entre otras cosas porque el mundo, con la informatización y la nanotecnología, se estaba moviendo bajo otras formas de comunicación y distribución de la cultura.
No hace mucho conocimos de nuevas prohibiciones a las salas 3D y de video juegos. No importan las justificaciones, es el viejo cuento del Coco. Quienes, por ejemplo, se acerquen a la historia del ICAIC encontrarán múltiples momentos en que aparecen «los guardianes del orden» atacando públicamente a la institución o prohibiendo la exhibición de filmes, bajo el concepto de que: «son nocivos a los intereses del pueblo». La misma obsesión vigilante y castradora puede verificarse en las artes plásticas, el teatro, la música o la literatura nacional. Como las olas del mar, estos sujetos van y vienen, muy orondos. Es patético pues con cada prohibición aparece una alternativa ciudadana, un foco de resistencia.
Las tecnologías han cambiado de forma indetenible todos nuestros hábitos de consumo y por ende toda nuestra perspectiva de cómo son las cosas y marcha el mundo. Un teléfono inteligente o una computadora, que pueden estar en las manos de muchos cubanos, dispone de tantos servicios, aplicaciones y posibilidades de expresarnos, divertirnos o comunicarnos que torna ridícula cualquier operación o discurso público para eliminarlo. En nuestro bolsillo podemos llevar una memoria flash con miles de canciones, textos, fotos, libros o películas. Un reloj de pulsera, ya no es solo un simple reloj de pulsera. Ahora es también un objeto portador de servicios y utilidades. No estará lejos el día en que podamos tener todas las imágenes del mundo en un lente de contacto. Lo virtual ha substituido a lo material. Una parte notable de la cultura universal puede caber en la palma de nuestra mano y a nuestro mejor amigo, podemos no haberlo visto jamás. Pero también las nuevas tecnologías abren un campo desconocido para nosotros, en el ámbito de los servicios, la publicidad, el consumo, la interactividad y el conocimiento. Las redes sociales son una fuente infinita de comunicación, una forma inédita de tejer amistades, asociaciones y generar grupos de opinión o resistencia hacia determinados temas y problemas sociales. En breve tiempo, tendremos en Cuba tantas computadoras domésticas como televisores y se sabe, que a pesar de las dificultades y costos, existen ya aquí más teléfonos celulares que fijos.
Nuestro sistema tiene que aprender a coexistir con esas nuevas realidades, desarrollando un discurso que, sin tanta suspicacia, las integre libre y realmente a la vida de todos los cubanos y las ponga en función de las dinámicas contemporáneas. ¿Qué representa un reto muy grande en el campo de las ideas? ¡Desde luego!, pues ese nuevo escenario tecnológico nos coloca delante las mismas preguntas iniciales: ¿Quiénes somos? ¿Qué queremos ser?
¿Por qué, de acuerdo con su criterio. los cubanos de hoy cada vez hacen más rechazo a la programación de los medios de comunicación estatal?
Tal vez solo sea un reflejo de esa abulia, ese tedio que la retórica triunfalista del Estado ha dispuesto ante nuestros ojos por tanto tiempo. En el modelo de sociedad que se pretendió construir no tenían cabida, desde una perspectiva ideológica, las críticas o los debates públicos sobre los problemas engendrados por esa nueva sociedad. Por décadas, sufrimos una televisión y una prensa ascética, que pintaba un panorama nacional sin conflictos y feliz. Realmente no había muchas opciones audiovisuales y cuando esa programación se volvía poco atractiva en el plano temático o artístico, apagabas el televisor o te resignabas. Hoy se han multiplicado las opciones culturales, especialmente en los entornos domésticos o privados. Hay, entre televisores y ordenadores, muchas más pantallas que antes y no es raro encontrar hogares con dos o tres de ellas. Asimismo, se han multiplicado los fabricantes de imágenes y relatos. Cualquiera puede disponer de un dispositivo que permite registrar el mundo. Las voces son infinitas y los espacios de exhibición también. Eso permite una fragmentación notable de las audiencias y por ende, la segmentación de las mismas, interesadas en consumir sistemáticamente determinados tipos de productos (los que gustan de novelas brasileras, los que prefieren consumir mangas japoneses, los fanáticos a ciertos géneros y artistas de la música, los aficionados a ver partidos de las grandes ligas o de fútbol, los enganchados a series, los shows de televisión, videos clips y un largo etcétera) que no necesariamente les llegan por los medios tradicionales.
Cada vez que la televisión censura un producto audiovisual, ¡ahí está el «Paquete» para hacerlo visible! Es decir, la gente puede escoger, cerca de sus hogares, en la casa de un vecino, en el propio trabajo, donde circulan todos estos productos, aquellos que son de su interés, copiarlos fácilmente y disfrutarlos a la hora que deseen. Esa sensación de libertad para elegir es muy potente en el campo psicológico y ya no importa si te vuelves tonto consumiendo novelas coreanas todo el día: es una «idiotización» placentera escogida por ti mismo. En este punto aparecen los apocalípticos que le echan la culpa a las obras y a las «fuerzas del mal» que se esconden tras ellas. Bueno, pero, ¿acaso no somos el país más culto del mundo? Si el 70 % de la población cubana nació bajo los valores de la Revolución, ¿quién consume estos productos sino sus mismos ciudadanos? Si somos tan cultos y nuestro sistema educativo es tan robusto -un paradigma a seguir en todo el planeta-, debemos estar blindados ante la mediocridad y ser capaces de percibir «el aliento de Satanás» en nuestras pantallas. ¿Por qué preocuparse entonces si alguien ve todas las semanas, Caso Cerrado o Belleza Latina?
¿Cree usted que el Estado cubano tome en consideración al público nacional, estudie sus preferencias y desee complacerlo en el momento de crear la agenda de nuestros medios de comunicación?
No, y dudo que exista una agenda, objetiva, para tratar nuestros medios. Bueno, están los documentos que trazan la política cultural en el país, que para los directivos de la TV es agenda muerta. También, desde hace años, existe un centro de investigaciones de la TV cubana. Allí, limitados de recursos y personal, hacen un esfuerzo por tomarle el pulso a las preferencias de los espectadores, pero sus resultados son rara vez tomados en cuenta. Todos conocemos cómo se han mantenido diversos espacios en horarios estelares, simplemente porque responden a un criterio de interés político. Nuestra TV tiene un sentido de bien público, pero lo curioso es que está dominada por una corporación mediática del Partido llamada D.O.R. Hasta hace muy poco lo único que allí importaba era llevar ideología y propaganda política a las masas. Cuestiones como el entretenimiento, el placer, la información, el debate o la diversión quedaban en un segundo plano en aras de legitimar el didactismo y la cacofonía informativa. Si se revisan las actas y documentos de los congresos de la UNEAC podrán encontrarse los cuestionamientos hacia el trabajo en materia informativa o cultural de la televisión. Eventos, reuniones, mesas, festivales y congresos se han sucedido por décadas, sin que las críticas y sugerencias mellen las posturas de los funcionarios del Departamento Ideológico o de la propia televisión. Luego, cuando aparecen los cambios se producen siempre en respuesta a algo: TV Martí, las antenas parabólicas o el «Paquete de la semana».
¿Qué debería hacer el Estado para mejorar su programación?
Primero y aunque parezca utópico, el Estado debería entregarle la TV a los creadores y artistas. Alguien pudiera decir que eso no ocurre en ningún país del mundo. Siempre hay una primera vez. Ningún país del Tercer Mundo había hecho una Revolución Socialista, ningún país del mundo había viajado al cosmos o puesto un hombre en la Luna. La justificación de que las cosas no se hacen en otros lugares, solo sirve para aniquilar las ideas y mutilar a los individuos. Últimamente escuchamos eso de que el arte es escudo y arma de la nación. ¡Perfecto! Hagan realidad esas palabras.
Luego, si la TV y los medios son propiedad del pueblo y existen para el pueblo, ¿por qué esencialmente la controlan y diseñan un grupo de funcionarios del Partido? Tal vez si escucharan más los criterios y expectativas de sus once millones de destinatarios, consiguieran estructurar una programación que les sea más representativa.
La sociedad cubana ha cambiado y existen en el país nuevos grupos, voces y sujetos sociales, gente seria, que con rigor y sentido de análisis intenta, desde diferentes perspectivas, aportar al mejoramiento de la nación. ¿Por qué no los vemos en nuestros debates televisivos? ¿Será porque no tenemos debates en los medios? Hay que acceder, entonces, a los blogs, suplementos digitales o espacios de discusión alternativos.
Ante una notable escasez de recursos de todo tipo y en un escenario donde prolifera el trabajo por cuenta propia, ¿no pudiera la TV aprovechar este potencial de talento e inventiva permitiendo inversiones, colaboraciones y ayudas de ese sector?
Los artistas y técnicos que trabajan en los medios influyen de forma extraordinaria en la conciencia, cultura y valores de la sociedad. ¿Por qué se les paga tan mal o se aplican formas salariales que tienen que ver más con rutinas productivas que con resultados artísticos o estéticos del trabajo? Tal metodología termina por enajenar al creador de su trabajo, al ver subestimado su esfuerzo y creatividad.
Las nuevas tecnologías están al alcance de muchos. Editores, sonidistas, fotógrafos cuentan con medios y posibilidades personales para realizar obras al margen de la industria. ¿Ha pensado la televisión alguna estrategia para que los jóvenes talentos que alguna vez trabajaron en ella permanezcan allí y no emigren hacia otras formas de creación y producción independientes? Si por diversas razones los talentos abandonan la televisión y los medios, ¿cómo puede articularse una política que los atraiga y respete?
¿Por qué todos los programas musicales, informativos o de variedades se parecen como una gota de agua a otra? ¿Acaso no se puede construir cada uno con un sentido de identidad, estilo o perfil?
¿Por qué no hay espacios de debate y crítica en los medios? Debatir no es monologar. Significa exponer diversos puntos de vista, establecer intercambios desde diferentes perspectivas abordadas desde la ciencia, la investigación o la experiencia; una conversación, en definitiva, que respete las diferencias de criterios, aun cuando se expongan ideas totalmente contrarias a las nuestras.
Hay que entender que en el mundo actual, la forma, la apariencia de las cosas, importa más que las cosas mismas. Es decir, la visualidad de un producto atrae a los espectadores. Hay que trabajar más en la promoción de los espacios, en su diseño gráfico, la preparación de los decorados y estudios. Se trata de imágenes, ¡no de palabras en un papel! Los televidentes primero verán y luego comprenderán.
Finalmente, no podemos pretender que todos los programas sean una obra de arte, un espacio para la gravedad intelectual y la excelencia, la experimentación o el ejercicio autoral. El espectador quiere y necesita también entretenerse, relajarse y distanciarse de su angustia cotidiana. No hay que temerle a la llamada frivolidad, ni al melodrama (¡la vida es puro melodrama!) ni a la búsqueda, desde la sencillez y el lenguaje convencional, del público.
¿Cree que la aparición de ese fenómeno que conocemos como «el Paquete» haya beneficiado, en todos los aspectos que usted crea pertinentes, al público nacional?
No hay, que yo sepa, ningún estudio al respecto. Si escuchamos lo que dice la gente que se sirve cada semana del Paquete, diríamos que se sienten complacidos pues satisface sus expectativas de entretenimiento, información o placer. Ya he dicho en otras oportunidades que el fenómeno del Paquete es nuestra Internet. Si ella existiera, seguramente el Paquete desaparecería o al menos no tendría el mismo impacto que vemos hoy. La distribución alternativa que tenemos aquí en Cuba de productos audiovisuales es un fenómeno único en el mundo. La forma en que el Paquete se dispersa cada semana a través de una red de asombrosa eficacia, debería ser estudiada como ejemplo de gestión comercial a bajo costo. Cómo llega tal volumen de información cada fin de semana a La Habana y se distribuye de manera espontánea y sin apenas promocionarse por todo el país, es un milagro y un misterio que nadie ha sabido explicar. Su éxito pone en evidencia todo un mundo de necesidades insatisfechas en el ámbito de la cultura y la información. Es también una respuesta a la monotonía y la falta de diversificación cultural que se aprecia en diversas capas de la población. Una muestra también de que, a pesar de todas las restricciones, bloqueos, censuras, persecuciones, discursos y teorías acerca de lo que somos, la vida tiene sus propias dinámicas y la gente un universo de expectativas que atender. En el Paquete puede encontrarse de todo: filmes europeos, asiáticos, latinos o norteamericanos; obras clásicas; películas de culto y materiales de puro o simple entretenimiento; todo tipo de series, novelas, juegos de computadora, revistas en formato PDF; aplicaciones para móviles, tutoriales y actualizaciones de programas; software o sistemas operativos; materiales para aquellos que gustan de hacer memoria y recordar el pasado, pero también para todos los que viven pendientes de los cambios y las novedades del día a día; carpetas con clips musicales, canciones y discografías completas; noticias de todo tipo, desde las más frívolas hasta las más complejas; documentales, cortos, animaciones, shows de televisión, programas humorísticos y deportivos; todos debidamente organizados, catalogados y subtitulados para que los clientes puedan seleccionar a su antojo. La oferta es tan amplia que no hay tiempo real para apreciar todo su contendido, que además se regenera cada semana.
El incipiente sector privado del país ya utiliza esta plataforma para promover sus propios negocios y gestiones. En ese sentido ya circulan, solo por estas vías, revistas y hasta reportajes informativos dedicados a la promoción de artistas, espectáculos, centros nocturnos y lugares de ocio dispersos por toda la isla. O sea, que de momento el Paquete es también una plataforma para la generación de contenidos y servicios dentro del territorio nacional. ¡Y todo eso sin que exista ninguna burocracia, oficina o institución supervisora detrás!
¿Qué de pernicioso o dañino ve usted en este nuevo fenómeno cultural y comunicativo?
Nada. Hay cosas que veo todos los días en mi barrio o en las escuelas de mis hijos que resultan más nocivas. Defiendo el derecho de los ciudadanos a hacer con su tiempo y su vida lo que ellos consideren más apropiado. Hoy es el Paquete, mañana será otra cosa. Nadie debería tener la potestad de determinar sobre mis deseos, placeres o sueños. Esa libertad elemental conforma nuestra identidad. Si de verdad se quiere «sanear» la sociedad o rescatar los valores perdidos, hay que dirigir la atención hacia otros objetivos, relacionados con la economía, la vivienda y la alimentación. Alguien, con mucha razón, dijo una vez que los cubanos tenían tres grandes problemas a resolver: Desayuno, Almuerzo y Comida.
Como todo espacio que comporta un amplio volumen de información, pueden encontrarse en el Paquete obras y materiales de dudosa calidad, que se regodean en la vulgaridad o la banalidad. Muchos ofrecen un estilo de vida y valores que se alejan de los propugnados por nuestro propio Estado. Pero también hay suficientes productos que permiten satisfacer intereses o gustos más exclusivos y válidos. Yo puedo ser capaz de seleccionar y discriminar. Veo y consumo lo que me importa. Lo que hace mi vecina con su tiempo libre, es un problema de ella. A propósito, le encantan los programas de la TV de Miami y es, además, militante del Partido y desde luego una excelente persona.
¿Alguien considera que el Paquete u otras vías similares de consumo son obra del diablo? En ese caso pueden olvidarse de él y mirar cada día la televisión nacional. ¿Es inocente el arte? No. Toda obra artística está provista de una ideología; responde a una tradición; se relaciona con un contexto y tiene múltiples o misteriosas conexiones con el mundo íntimo del autor. Es cierto que la mayor parte de los productos audiovisuales que nos llegan a través del Paquete son generados en el mundo occidental. Bueno, ¿y qué? También los que vemos en nuestra TV y salas de cine, y nadie ha muerto por ello. Vivimos en Occidente y nuestra cultura es occidental. Durante 30 años fuimos bombardeados por los productos que llegaban del campo socialista y en especial de la URSS. Cuando ese bloque desapareció, le dijimos adiós sin que su cultura dejara ninguna huella en nosotros.
No vivimos en una campana de cristal, ni tampoco en una torre de marfil. Hay que aprender a lidiar con lo sórdido y lo bello del mundo. Bastante ñoñería y superficialidad hemos recibido de nuestros propios medios masivos durante años sin que esos mismos funcionarios o «especialistas» que se muestran hoy muy preocupados por los contenidos audiovisuales que circulan, se molestaran en cuestionarlos. Hay quien añora la época en que solo veíamos dos canales de TV y el mundo se dividía en buenos (siempre nosotros) y malos (los otros). Son los mismos que hablan una y otra vez del pasado, porque se quedaron en él.
Concluyendo, el problema no está tanto en los productos como en la manera en que nos relacionamos con ellos. En ese sentido creo que es esencial el papel de la educación como fuente de conocimientos. Pero una educación inclusiva, que aleje la retórica y los métodos impositivos, que esté abierta a las más diversas experiencias del mundo. La escuela no puede ser una cámara de torturas sino el espacio para la diversión y el placer del conocimiento. Solo así tendremos jóvenes y ciudadanos capaces de discernir, disfrutar y juzgar por sí mismos.
Las dinámicas que mueven el placer son unas y las de la razón son otras. Yo puedo ver todos los días una serie violenta, o matar zombies en un videojuego, que no por ello soy peor persona, ni salgo a la calle a pegarle al vecino con un bate. Puedo reírme de la misma manera con un show de Alexis Valdés y también con uno de Pánfilo. Disfruto una convencional película de suspenso realizada en Hollywood, igual que otra del mismo género rodada en Japón por un director de culto. Hay quien prefiere, para denostar el fenómeno, hablar solo de shows al estilo Belleza Latina, como si fueran lo único que circulara en el Paquete. Igual argumento manipulador es el que alerta sobre los «peligros» de ciertos videojuegos que incitan a matar y legitiman la violencia, obviando que de lo que se trata es de soltar adrenalina y seguir las emociones o retos que te impone un relato apasionante y fantasioso. No por ello los «jugadores» son individuos más ruines que asesinan a sus padres. Cada hora, hay más muertes en el mundo producto del consumo de alcohol o cigarros, que por jugar con un Playstation, y no por eso las sociedades, y en concreto Cuba, han dejado de vender bebidas y tabaco. Ahora mismo pueden estar asesinando a cientos de personas en el planeta utilizando un cuchillo de cocina y no por ello se dejan de vender en las tiendas. Si te empeñas en ver el demonio por todas partes, lo tendrás de seguro a tu lado.