
Un adolescente me dijo tajante: “no me gustó la película Inocencia”. Había sido una pesadez estar ahí sin poder hablar, ni mirar para el lado, ni comentar nada.
De inicio no entendí la relación de lo que me contaba con esa película que ha gustado un montón. Conocí entonces que en su aula cumplieron la tarea de verla. Ese día coincidió con una visita a la escuela, de esas que exigen las mejores galas a la disciplina, al orden y la buena conducta.
Logré cambiar el foco de la conversación y adentrarme, más o menos, en su opinión sobre la película. ¿Qué te pareció? ¿En qué pensaste? ¿Qué sentiste con esa historia? En clave de notas, dejó ver que le hubiera gustado otro final, en el que fueran salvados todos los estudiantes. Además, sintió “rabia” por el abuso. Los “voluntarios” le parecieron unos “fulas”. Su afirmación más inocente fue “yo no sabía que eso había sido así”.
Tengo la certeza de que la película sí le había interesado, de lo contrario no habría hecho esas lecturas. Pero lo cierto es que no le gustó verla del modo en que lo hizo. Las emociones encontradas le llevaron a confundir el cómo lo vivió con el qué vivió.
De buenas intenciones está lleno el camino a la desmotivación. El tipo de relación que se establece en el proceso de aprendizaje condiciona el resultado.
Una película como Inocencia da mucha tela por donde cortar para dialogar con los y las adolescentes: los matices de la historia; el rigor de la injusticia; lo humano en la solidaridad, el odio, el miedo y el coraje; los malos y los buenos; la juventud, lo ingenuo y lo rebelde; la patria, la política, la libertad.
Pero al mismo tiempo puede ser un tedio si el diseño del espacio es rígido, aburrido, si limita el diálogo, si reduce las opiniones al binomio correcto-incorrecto y si confunde silencio con motivación.
Puede ser una oportunidad perdida si se pregunta con tono de examen, si los y las adolescentes son dejados a su suerte, sin más remedio que atropellar sus sensaciones y conclusiones. Peor, al dejarles sin la oportunidad de compartirlas, aunque fuera con el mismo caos que las viven.
En ese tipo de espacio es casi imposible dar batalla a las ideas simples y reproductivas, a los mensajes tontos, a las fórmulas de vida baratas y a la estupidez a chorro que agrede la cotidianidad de las y los adolescentes.
Tales espacios deshabilitan la posibilidad de ver la vida de otra manera, matizada, diversa, compleja. Donde la pregunta ¿qué sientes? revolucione las perspectivas con las que comúnmente aprenden a mirar el mundo. Espacios donde se hace engorroso comprender que sentir y pensar son parte de la condición humana y que la disputa histórica entre libertad y opresión no está diluida en el tránsito del pasado al presente.
Espacios donde se suman opiniones, o solo se oponen unas a otras. Donde no se propicia descubrir valores en la perspectiva del otro y la otra. Espacios donde hablar con las imprecisiones de quien dice lo que siente, es alimento para la descalificación. Donde no se aprende el gusto de descubrir en otras palabras lo que uno/a también siente.
Tú, que ahora lees estas líneas, podrías preguntar cómo lo haría diferente, sin tanta teoría. Podrías esgrimir querer verme delante de muchachos/as tales, en la escuela tal y en el horario tal. Podrías afirmar, además, que esto suena muy bonito, pero que la realidad es otra.
¿Qué piensan sobre la valentía, el miedo, la justicia? ¿Qué sentido tiene para ti la dignidad? Así comenzaría yo un diálogo con adolescentes antes de ver Inocencia.
Les pediría luego que se pusieran lo más cómodos/as posible (sin ignorar que pueden confundir comodidad con “relajo”). Que busquen otras respuestas a esas preguntas en la película que verán.
Durante el tiempo que dure la proyección, observaría cada gesto, cada emoción, cada postura o palabra. Ese cúmulo de información que nos dan permanentemente y del que ni nos enteramos.
Al terminar les preguntaría: ¿cómo se sintieron? Sus mismas respuestas, reacciones y gestos me permitirían compartir, paso a paso, pregunta a pregunta, siempre en diálogo, los valores en los que creo, sin tedio, sin estridencia, como quien conversa desde sus certezas sin pretender imponerlas.
Motivaría, con Inocencia, el gusto de sentir y pensar, en presente, la historia. Motivaría, con las y los adolescentes, mis propias emociones, mis propios aprendizajes y mis propios asombros.
Y tú, que lees con suspicacia estas letras, ¿cómo lo harías?, ¿te atreverías a intentarlo?