
No suelo identificar la relevancia femenina en la música cubana únicamente con nombres de consenso universal, o por lo menos, nacional en la acepción más amplia del término. En este escrito-resumen figuran, junto a estas, otras menos conocidas, menos reconocidas, pero cuya presencia en este o aquel momento o proceso en la música cubana antes de 1959 significa un aporte remarcable, aunque no clasifique en los términos o medidas al uso para identificar la relevancia o notabilidad.
Como intérprete y compositora, la mujer en la música cubana ha tenido una presencia, cuya relevancia resultaría difícil de ignorar. Su destaque y participación activa se produce dentro de una circunstancia nacional de desigualdad social y hasta institucional hacia la mujer, que abarca los tiempos de la colonia y el período republicano, y que hace sus conquistas aún más meritorias, al punto de que sería imposible hablar de la música cubana y sus procesos sin la presencia de la mujer.
Desde el momento en que se hace posible ampliar las posibilidades de comunicación de la música a través de los registros fonográficos, el protagonismo femenino viene a imponer un hito: en 1898 la voz de la soprano cubana Rosalía Díaz de Herrera (Chalía Herrera) será la primera en quedar grabada para el sello Bettini, constituyendo el primer registro fonográfico de una cantante latinoamericana y cubana.
Durante las primeras décadas del siglo XX el canto lírico en Cuba tendrá como relevantes protagonistas a voces femeninas que sustentarán repertorios de importantes compositores como Rodrigo Prats, Jorge Anckermann, Gonzalo Roig y, sobre todo, del gran Ernesto Lecuona, representadas por la propia Chalía Herrera, Hortensia Coalla, Rosario García Orellana, Pilar Arcos, Esther Borja, Zoraida Marrero, Hortensia de Castroverde, y muchas otras; pero un nombre se destaca entre todas: el de La Única, Rita Montaner. Si las grabaciones que han llegado a nuestros días, realizadas en tiempos de rudimentos técnicos elementales para la fijación sonora de la voz, no le hacen toda la justicia que merece, la profusión de testimonios y referencias dan fe de la justeza de tal calificativo: Rita se paseó triunfal por zarzuelas, romanzas, canciones, pregones, afros y hasta óperas, además de su notable desempeño como actriz en el cine, la radio y la televisión, dejando en la memoria colectiva la huella de interpretaciones y personajes nunca olvidados. Rita lleva a París la música cubana en tiempos tempranos y consigue que los franceses la aplaudan hasta el delirio desde el asombro ante lo novedoso y bueno. Lo mismo ocurrirá en España, Suramérica, Estados Unidos. Rita marca una época y una medida, a la que debieron someterse no solo sus coetáneas, sino incluso quienes quisieron después compartir su mismo camino.
En paralelo, otra mujer era capaz no solo de insertarse en espacios de presumible supremacía masculina, sino de hacer valer su pertinencia y sus cualidades cuando tenía todo en su contra para triunfar. La trova era cosa de hombres: no había mujeres cantantes, pero ella se impuso y su segunda voz era tan rotunda y certera que todos los cantantes quisieron cantar y grabar con ella. Son memorables y estremecedoras las grabaciones de canciones trovadorescas que en 1920 realiza con Rafael Zequeira, pero si se habla del son y sus primeros cultores ella es, sin dudas, la primera mujer sonera cuando se integra al Sexteto Occidente, y a otros que llega incluso a dirigir. Como intérprete, las grabaciones le hacen justicia y nos la acercan de manera entrañable para admirarla cada vez que la escuchamos. Como autora, ya nunca podremos vivir sin María Teresa Vera y su clásico Veinte años.
Con el auge del son, que también parecía que sería cosa de hombres, las muchachas decidieron asumirlo con todas las implicaciones: las más conocidas, las únicas que dejaron grabaciones en aquellos años triunfales de la década de los treinta, fueron las hermanas Castro cuando forman el Sexteto Anacaona, que sería poco después septeto, conjunto y orquesta. Pero en La Habana fueron muchas las que cada día en los años treinta y cuarenta llenaban con sus instrumentos, sus juveniles figuras y sus sones, las aceras desde el hotel Pasaje y hasta el hotel Saratoga, frente a la mítica Fuente de la India, conocidas como Los Aires Libres de Prado: la orquesta Ensueño, de Guillermina Foyo; las Hermanas Alvarez, la orquesta Hatuey de Obdulia Menocal y muchas otras. La exitosa irrupción de la música cubana en escenarios internacionales no podía ocurrir sin la presencia femenina. El “Septeto Nacional” de Ignacio Piñeiro, cuando se presenta en 1929 en la Feria Internacional de Sevilla, no encuentra un modo más orgánico de mostrar el son que sumando a su actuación a la bailarina cubana Urbana Troche. Entonces ella categorizaba como rumbera, en tiempos en los que el son y la rumba en escenarios solían identificarse. Alicia Parlá Mariana, con la orquesta de Don Azpiazu en Inglaterra y París; Estela con René en Hollywood y Nueva York; Carmita Curbelo, de la Playa de Marianao a Hollywood, Ana Gloria con Rolando (García) en el cabaret Tropicana; Anisia, con el otro Rolando (Espinosa), en el cabaret Sans Souci, Las Mulatas de Fuego: esas rumberas y bailarinas cubanas han sido imprescindibles en la difusión de géneros de la música cubana tan vinculados y dependientes de lo bailable como la rumba, la conga, el son, el mambo y el chachachá.
Entre ellos, el mambo es quizás aquel donde el baile tiene un protagonismo dramáticamente igualado al de la música, reforzado por la llegada de la visualidad a través del nuevo invento comercial: la televisión. Aquí fueron cubanas las que no solo contribuyeron de modo decisivo a la expansión mundial del mambo, sino que hasta crearon un segmento temático en cine: el llamado “cine mexicano de rumberas”. Amalia Aguilar, Ninón Sevilla, María Antonieta Pons y Rosa Carmina son también responsables del éxito internacional del mambo de Dámaso Pérez Prado.
El danzón, elevado a la categoría de baile nacional, paradójicamente no cuenta entre sus creadores e intérpretes con mujeres en profusión. Solo la excepción de Coralia López, pianista y compositora, creadora de uno de los íconos del género, el danzón Isora Club, parece representar a sus compañeras. En su evolución, y en la de la propia música cubana, el nombre de Paulina Álvarez se alzará como una de las voces más prominentes y signará un género –el danzonete– que, si bien tuvo corta duración en el panorama musical cubano, ha perdurado en el recuerdo gracias a Paulina.
El bolero traería voces femeninas que lo llevaron a alturas tremendas en cuanto a calidad, creatividad y sentimiento. La relevancia de estas voces va a traspasar las fronteras de la Isla de un modo tan rotundo que devendrán íconos incontestables y sus interpretaciones de algunos temas no podrán nunca más dejar de asociarse a sus voces y sus temperamentos. Su presencia e impacto abarcarán varias décadas hasta hoy: Olga Guillot, Elena Burke, en su etapa de solista extraordinaria, que comienza en las postrimerías de la década de los cincuenta, y el cuarteto Las D´ Aida en su formación original, que es, ni más ni menos, la formación vocal femenina más trascendente en la primera mitad del siglo XX en Cuba.
En otros géneros y manifestaciones, mujeres notables brillarán venciendo todos los escollos: en la música de concierto probablemente no existan dos instrumentistas más reconocidas que las pianistas guantanameras Zenaida Manfugás e Ivette Hernández, cuyas carreras comenzaron en la década de los cuarenta y se proyectaron hasta bien avanzada la segunda mitad del siglo XX. Otra pianista y cantante de escasa difusión, pero de notable ejecutoria, por la rotunda cubanía de sus interpretaciones, es el caso de María Cervantes. En el canto lírico Zoila Gálvez marca un hito en los años treinta y cuarenta y ya en la década de los cincuenta se destaca la soprano Marta Pérez, la única cubana que llega a cantar en el famoso Teatro de la Scala, en Milán. Como pianistas acompañantes, compositoras y arreglistas, Isolina Carrillo y Enriqueta Almanza se miden de igual a igual con sus colegas masculinos. Isolina merece un destaque especial: su bolero Dos Gardenias es, probablemente, el bolero más difundido y universal creado por una mujer cubana. Ella misma fue una precursora, como mujer músico y negra, al trabajar en una emisora radial cubana, a inicios de los años 40, con uno de los mayores salarios para la época.
La música campesina tiene en Celina González a su mayor exponente, con un valor añadido incuestionable: a partir de sus propias creencias personales, Celina, junto a su esposo entonces Reutilio, introduce en los diversos géneros de la música campesina los elementos de la liturgia afrocubana, su sincretismo y esencial musical. En la rumba, la corona la ciñe Celeste Mendoza, bien llamada La Reina del Guaguancó. Si no le correspondiera el mérito de llevar a los exclusivos escenarios de los más afamados cabarets y a los sets de televisión la rumba y el guaguancó en su esencial raigal, el solo hecho de valorar su estilo interpretativo bastaría para que figurara entre las notables dentro de la música cubana. La música ritual afrocubana tuvo y tiene en Merceditas Valdés a su máximo exponente femenino, cuyos altos valores llegarían a ser encomiados por Don Fernando Ortiz, con quien trabajó como cantante en las recordadas conferencias que el sabio impartiera en los entornos universitarios y científicos cubanos. Rosita Fornés devendrá ícono en un estilo al que ha imprimido su personal manera de cantar, actuar y comunicar: es la vedette por excelencia, antecedida acaso, en una proyección más apegada al teatro lírico y de variedades, por la recordada María de los Angeles Santana.
Probablemente durante los últimos años de la década de los 40 será el único momento en que la música cubana cambiará el rumbo de la de los Estados Unidos, concretamente, del jazz, cuando Mario Bauzá, Chano Pozo y Frank Grillo “Machito” serán responsables de propiciar la mixtura de los elementos de la percusión y ritmos afrocubanos con la esencia del jazz en un formato de big band. Una mujer les escoltará con total implicación y entrega: Graciela, la voz femenina de la importante banda Machito y sus Afrocubans, reinará en Nueva York y más allá de Estados Unidos, en Japón y Latinoamérica con su voz de amplio registro y ductilidad, lo mismo para un bolero soberbio, un standard de jazz, un tema del american songbook, que para una guaracha encendida. Ella, de algún modo, preparará el camino para la llegada y el triunfo en Estados Unidos de Guadalupe Yoli, La Lupe, primero, y luego de quien se convertiría no solo en figura icónica de la música de su Isla, sino probablemente en la cubana más conocida en todo el planeta: Celia Cruz. En ella coinciden valores universales que la singularizan: voz potente y de afinación proverbial, amplio dominio escénico, posibilidad de asumir numerosos estilos y géneros, capacidad para comunicar lo mismo que ha asimilado como propio: la cubanía raigal, el entusiasmo y la contentura que caracteriza a los géneros más populares de nuestra música. Celia haría suyos también muchos temas del repertorio latinoamericano e internacional que le ganarían espacios importantes en los más diversos países, pero sus interpretaciones de las canciones y ritmos de su tierra la harían cada día más admirada y reconocible. Estos atributos, junto a su profesionalismo y proverbial disciplina, construyeron la imagen tangible de una artista cubana auténtica, dúctil a las exigencias del mercado musical, pero entrañablemente asumida y aplaudida por sus coterráneos.
Quedan muchas, muchísimas fuera de estas líneas, aunque no de la propia historia musical cubana. Todas aportaron sus hilos musicales al tejido de la cultura cubana anterior a 1959, aunque con la gradual ampliación del alcance universal de la información, los nombres de estas mujeres relevantes dejarían de ser nuestros para impactar, conmover y hacer disfrutar a gente de los más diversos puntos del globo terráqueo.
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Laura Sotelo dice:
¡Gracias! La información aquí compartida se ha convertido en punto de partida para varios proyectos personales alrededor de la música afro cubana con enfoque de género.