Páginas Revisitadas: Eliseo Diego visto por Roberto Fernández Retamar

Foto: IPS

A cargo de Walter Espronceda Govantes

Desde la “Calzada de Jesús del Monte” Eliseo Diego fluye, es decir, emancipa, su identidad cubana. Es el lugar citadino y la poesía; al tiempo que el lugar que Eliseo Diego le confería a la poesía como manantial de ideas. La poesía de Diego es, a la manera de los helenos, pensamiento que es preciso escrutar para buscar lo alto. Eso consigue en todo momento Roberto Fernández Retamar ahora en su condición de ensayista ocupado en la cubanísima majestuosidad cotidiana de Eliseo Diego.

Este breve ensayo de Fernández Retamar está tomado del libro Asomado al mundo de Eliseo Diego, de Mauricio Abreu, publicado por Ediciones Urbe-Artex, La Habana, 1993.

Eliseo Diego

Por Roberto Fernández Retamar

La poesía de Eliseo Diego representa un aquietamiento máximo de lo que había sido búsqueda inquieta –en lo inquieto y en lo formal– en poetas de la primera promoción. Su libro está trabajado alrededor de una unidad temática: la Calzada de Jesús del Monte, la infancia del poeta en ella, los hechos de su vida. Y esa misma unidad del tema está en la forma, acompasada, sin bruscas rupturas, aunque sin ofrecer tampoco monotonía alguna, pues alcanza la lentitud y el reposo como expresión voluntaria, no como cansancio. Lo que caracteriza su poesía es el sorprender la realidad como un hecho fabuloso, un poco, a veces, al modo de los cuentistas de lo maravilloso –Andersen, Grimm, Dunsany– que nutren también su obra en prosa. Así como en Piñera la progresiva desustanciación de nuestra vida exterior provocaba amargos desgarramientos, en Diego va a producir una nostalgia por otro instante, el inicio de la República, que, poseedor ya de “sabor de época”, se muestra como estancia de un estilo señorial, conmovido, transido de amor patrio. Ese estilo, que la propia Calzada ejemplificó con su vivir, quiere rememorarlo en su libro:

Tendrá que ver

cómo mi padre lo decía;

la República.

(…)

Yo, que no sé

decirlo: La República.

Convertido en tiempo fabuloso este instante, la vida luce en él más hermosa y perfecta, y un hálito de maravilla la rodea. A esta mistificación de lo histórico, se une en Diego la de la infancia (que, con varios rostros, vimos en poetas anteriores), y las cosas humildes de su infancia, transcurridas en la Calzada; detrás de cuyas actitudes podrían recordarse los nombres de Milosz y Borges –con los que a ratos tiene afinidad la poesía de Diego. En vez del sentido doloroso, vallejiano, que adquiere a veces en Vitier el oficio de la memoria, en Diego va levantando, con deliciosa perfección, instantes de plenitud en que la realidad y el sueño –entendido no como lo arbitrario por sí, sino la mágico posible– se entrelazan: “No podría decirles: esto fue un sueño y esto fue mi vida”.

Y entregado a esa mutua penetración entre lo real y lo soñado, alza de nuevo, esta vez sus más puras y limpias líneas, su pasado. Al nombrarlas, va a crearlas de nuevo con suave vida. “Voy a nombrar las cosas” se titula uno de sus más importantes poemas. Ese ejercicio de nombrar, de dar nombre, adquiere en él una fuerza primera, ingenua, pura; hay una fidelidad misteriosa al nombre. Nos advierte, gravemente, que la Calzada “estaba hecha de tres materias diferentes; la piedra de sus columnas, la penumbra del Paso de Agua Dulce, y el polvo que acumulaban sus portales”. Las columnas, los portales, las calles, el Paso de Agua Dulce, el ómnibus oscuro el tranvía, la iglesia, la casa, la Quinta; y los seres de aquel mundo: el pobre, la muchacha, el jugador, el comerciante, y sobre todos, los más cercanos, los de la familia, participan como en un lento mural en que la vida toda se extiende, con sobrado espacio, con inagotable tiempo, con maravilloso suceder.

Estos temas, y el tratamiento dado a ellos, adquieren sentido especial por el contenido que anima los poemas de Diego: su amor hacia los seres –especialmente los humildes, los pobres, el polvo–, su deleite por la fábula, por el misterio que salta de la realidad, son en él las claras muestras de una actitud religiosa, que ve en cuanto nos rodea cifras de lo inefable y natural sitio de la maravilla. Por ello, en la hermosísima dedicatoria, advierte que “su escritura no es sino un ardid para engañar al tiempo, y que dure un poco más el eco suave”. Por ello la Calzada es, de modo creciente, lugar de mágicos sucesos; o mejor, lo cotidiano que en ella ocurre tiene un peso y una solemnidad sorprendentes:

Padre mío Adán entre mi rostro vienes,

(…)

Padre mío, contén pétreo de mi resuello,

por mi Calzada vienes abultando los pesos,

cimbrando el juncar frágil de antiguos esqueletos,

hinchando los rotundos pómulos de los negros,

espumando sus dientes, la playa lacia de los ciegos.

El poeta señala, sencillamente el misterio y el milagro de las cosas, y en ese señalar, lejos del encubrimiento, hay la certeza de una mayor realidad. En Diego vemos, con gran claridad, cómo estos poemas en vez de rehuir la realidad, intentan apoderarse de ella, porque es vía de rostro más cierto. En esclarecedor ensayo sobre este libro capital, Cintio Vitier logró distinguir sus “tres símbolos fundamentales pertenecientes en diversas jerarquías al orbe de lo que se edifica, de lo arquitectural católico (…); la piedra, la penumbra y el polvo”. También señaló el ensayista “la osatura del libro, la significación más trascendente que lo anima: la de situarnos –casi diría, amurallarnos dentro de la memoria y el espacio del mundo”.

Diego ha acertado a ofrecer dentro del más apropiado ámbito formal el cuerpo de su poesía. Siendo ésta por esencia lento resurgir, mediante una nostalgia que organiza sus objetos, de un instante definido por la majestad de su movimiento –y que va progresivamente animándose de gravedad y alusión a algo más hondo–, su poesía ofrece una lentitud y un reposo fundamentales. Sentimos en ella el peso de las palabras, la extensión graciosa del tiempo: sus versos, o regulares (endecasílabos, alejandrinos) o versículos diversos, adquieren una como suave caída que las estrofas subrayan –así el soneto, empleado también como una forma más suelta. A este tiempo lento une Diego, como característica formal destacada, el uso de imágenes en que no se persigue la delicadeza o la sorpresa, sino la idea de natural fábula:

En la paz del Domingo, frente a frente,

         de pronto parecía que los portales acodados

         jugaban con las sombras,

abastados de fe como de pan, y a la baraja

         siendo las cartas el Domingo espléndido,

rey de una sola pieza de ingenua purpura

con su corona de amarillo agudo como la

         risa de un niño

y el espador añíl que descabeza las nubes

         galopantes…

La extraña maestría de este libro, el reino perfectamente conquistado que nos entrega, nos hacen suponer que sería considerado uno de los libros capitales de nuestra poesía. La cercanía en el tiempo, una vez más, nos impide juzgarlo con la necesaria objetividad. Creemos, no obstante, que esta obra ha ejercido ya cierta influencia sobre poetas jóvenes, y es una de las creaciones más definitivas de esta poesía “trascendentalista” cubana.

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