Páginas Revisitadas: América Latina en la encrucijada entre los valores universales y propios

A cargo de Walter Espronceda Govantes

El texto presentado es un fragmento del ensayo intitulado “Los valores en la realidad histórica y en el pensamiento de América Latina”, publicado íntegramente en el libro Los valores y sus desafíos actuales, con total autoría de José Ramón Fabelo Corzo, quien es Investigador Titular del Instituto de Filosofía de La Habana y profesor de la maestría en Estética y arte de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Fabelo Corzo, nacido en La Habana en 1956, es Doctor en Ciencias Filosóficas por la Universidad de Lomonosov, en Moscú. Su interés fundamental como investigador se centra en la axiología.

El posicionamiento de Fabelo Corzo sitúa los valores en el centro del debate para el cambio cualitativo en las sociedades latinoamericanas. Es decir, para alcanzar sociedades más justas, y por ende emancipadas, es preciso proyectar metodologías políticas –y, en consecuencia, humanistas–, capaces de procurar el establecimiento jubiloso de dos aspiraciones: la primera es la lucha por la identidad latinoamericana; la segunda es la reducción de la brecha global que limita a la identidad latinoamericana en la búsqueda de la universalidad.

La tesis de Fabelo Corzo es absoluta y sinceramente justa; también se muestra pletórica de un altruismo contagioso. Sin embargo, parece poco redituable en las circunstancias actuales dentro del escenario político latinoamericano liderado por una derecha que, si bien se muestra heterogénea, en algunas regiones decisorias a escala regional exhibe una marcada tendencia a la intolerancia. José Ramón Fabelo Corzo publicó por primera vez estas líneas en 1994. En 2003 la Editorial José Martí se interesó en la reedición del artículo dentro de la edición citada en el primer párrafo de esta reseña. Aquella era la década ganada por una izquierda saludable y próspera a escala continental. Esa realidad debió constituir una condicionante legítima y eficaz en la exploración llevada a cabo por el autor que nos ocupa.

El posicionamiento de Fabelo Corzo posee un valor doble: el primero radica en la audacia de enunciar dos temas fundamentales que constituyen parte del centro del debate fundamental al interior de Latinoamérica; el segundo es al mismo tiempo doble: el aporte de Cuba a la utopía latinoamericana y la voluntad de reconocer la impronta del “latinoamericanismo” en el proceso de emancipación en Cuba.

América Latina en la encrucijada entre los valores universales y propios

Por José Ramón Fabelo Corzo

La más superficial incursión en la historia del pensamiento latinoamericano permite percatarse de la constancia de su preocupación por nuestra relación con el resto del mundo, mundo que ha sido personificado, indistintamente y según las circunstancias históricas, por España y Portugal, por Europa, por Norteamérica, por Occidente, por la Modernidad o, más recientemente, por la Posmodernidad.

Esta permanente inquietud ha sido expresada en el lenguaje de diversas manifestaciones culturales –arte, filosofía, pensamiento social, político, económico, religioso–, y ha encontrado su síntesis teórica en diferentes conceptos que, en cada caso, han intentado nuclear la esencia del problema: civilización y barbarie, mestizaje, originalidad, autenticidad, identidad, ser latinoamericano, alteridad, periferia, liberación, poscolonialidad.

Se trata, en esencia, del mismo problema de fondo: nuestra relación con la universalidad o, dicho de otra forma, el vínculo de los valores propios con los universales. En efecto, España, Europa, Norteamérica, Occidente, han sido presentados ante los ojos latinoamericanos, en distintas épocas y por diversas razones, como la máxima expresión de la universalidad humana. No siempre el latinoamericano ha salido convencido de esta imagen que se le trata de imponer, pero incluso en aquellos casos en que ha ido a buscar en otro lado la universalidad real, lo ha hecho en contraposición con ese patrón foráneo que pretende inculcársele.

La presencia (casi omnipresencia) de este asunto en el pensamiento latinoamericano no puede ser un resultado fortuito, ni el desvío de la atención de nuestros pensadores, como a veces se piensa, hacia un seudoproblema o una temática no esencial. La preocupación latinoamericana por la universalidad ha sido una expresión sui géneris del proceso real de universalización de la historia, proceso que se manifestaría con particular fuerza en un continente que ha sido culturalmente un producto de esa universalización.

Como se sabe, 1492 marca el inicio de este proceso y constituye también, de manera nada casual, un momento decisivo en la evolución del capitalismo como primera forma universal de desarrollo social. Nuestra América es hija de ese capitalismo, hija de la occidentalización del mundo; es, de hecho, la única cultura que en su totalidad híbrida y mestiza nace al mundo parida por la capitalizació9n global del planeta.

Nuestra historia ha estado, desde entonces, íntimamente vinculada con la de los protagonistas de los principales acontecimientos con significación universal. Para bien o para mal, América Latina nunca ha sido independiente de los procesos globales que han tipificado la evolución histórico-universal. El propio (y mal llamado) descubrimiento de América surgió de la necesidad de encontrar nuevas vías de comunicación y comercio entre dos grandes regiones del planeta: Europa y Asia. La conquista y colonización permitió el financiamiento del desarrollo del capitalismo en Europa. Las guerras de independencia latinoamericanas se inspiraron en buena medida en el ejemplo de la Revolución Francesa. El tránsito del capitalismo a su fase imperialista tuvo una de sus primeras manifestaciones en este continente en la guerra hispano-cubano-norteamericana. Las guerras mundiales tuvieron no poca repercusión en nuestra área geográfica. La Revolución de Octubre y las luchas obreras por el socialismo encontraron rápidamente eco en Latinoamérica. La guerra civil española fue asumida como propia por muchos latinoamericanos. Nuestra América también fue escenario de la guerra fría. La perestroika, primero, y la caída del socialismo, después, tuvieron incidencia directa en el movimiento revolucionario continental. Las economías latinoamericanas se han convertido hoy en laboratorios de ensayo para las recetas neoliberales. Ninguna región del mundo ha sido, en su desarrollo, tan dependiente de procesos globales no originados en su propio seno. Es, sin duda, una historia muy particular, cuya particularidad radica, ante todo, en su estrecho nexo con la universalidad.

Pero esta ha sido, al mismo tiempo, una universalidad a la que América Latina ha accedido solo marginalmente. Su status, primero de colonia, y después de neocolonia, no le ha permitido la incorporación plena, en calidad de sujeto, a los procesos mundiales. Más bien ha sido objeto, forzado violentamente hacia un eje de universalidad que no emanaba de su propia entraña.

Para América en especial, 1492 significó una enorme suplantación de valores. Hasta ese entonces no existían en realidad los valores universales, tal y como los entendemos hoy con un alcance planetario. Esos valores son un resultado histórico y, mientras que el universo de relaciones sociales se mantuvo restringido al nivel de áreas cultural y territorialmente localizadas e independientes, ninguna de las escalas de valores existentes podía alcanzar rango universal. El llamado descubrimiento fue en realidad un choque de culturas y de distintas escalas de valores, en el que las culturas autóctonas de nuestra América tenían que llevar la peor parte.

La colonización trajo consigo un sistema de valores importado y ajeno a estas tierras. Se había violentado el proceso histórico-natural de desarrollo. Como resultado, América fue violentada a moverse hacia una órbita social y cultural que le era extraña. Europa se erguía orgullosa como dueña absoluta del monopolio de la universalidad. A sus ojos, aquellos seres incivilizados de aquel lado del Atlántico tenían que quedar excluidos de la universalidad. Esta visión limitativa de humanidad era necesaria como justificante moral de la conquista y colonización de América y ha continuado desempeñando ese papel, de manera más o menos velada, a través de toda la historia de nuestras desiguales relaciones con Occidente.

La autoctonía cultural de la América precolombina fue poco a poco desapareciendo. En su lugar comenzó a desarrollarse una América Latina mestiza que desde su origen se enfrentó con un concepto de universalidad firmado a partir de otras historias y no de la suya propia.

Latinoamérica nace colonia, nace dependiente, nace con valores transplantados de los que se siente excluida. La toma de conciencia de sí mismo conduce ineludiblemente al latinoamericano a colocar en el centro de su atención el problema de su relación con la universalidad. No existe otra alternativa. El proceso de autoconciencia necesariamente implica la identificación de uno mismo y la diferenciación con los otros, el establecimiento de nuestro nexo con otras culturas, sobre todo con aquellas que se nos visten de universales. Por eso el problema de lo universal y lo propio tenía que aparecer, como el fundamental, en la formación de la identidad latinoamericana.

Nuestro reiterado afán por la originalidad, por la autenticidad, por la autoctonía, implica una nueva conciencia de sí, un deseo de enfrentarse a Occidente, una asunción de la necesidad de libertad e independencia tanto en lo material como en lo espiritual, una lucha contra el intento de universalización exclusiva de los valores originados en Occidente. La preocupación por nuestra identidad crece en la misma medida que la conciencia emancipatoria. No podía ser de otro modo. La América Latina (tomada precisamente como latina, como la unidad sociocultural que es hoy, y no simplemente como enclave geográfico) nunca tuvo desarrollo autónomo, nace junto a la conciencia de ruptura de los lazos de dependencia.

La historia se ha encargado de reforzar estos vínculos. Luchar por el progreso, luchar por la revolución, luchar por la independencia y la liberación ha significado en nuestra historia luchar por lo propio. Esta lucha ha exigido como necesidad enfatizar en lo autónomo, en lo auténtico, en lo genuino, frente a la oponencia colonial y neocolonial disfrazada de universalidad.

Todo nuestro devenir ha ido poniendo permanentemente en un primer plano la relación con esa pretendida universalidad que nos llega desde fuera. Cada acontecimiento de importancia lo trae de nuevo a la luz. En un primer momento, la lucha por romper las ataduras coloniales; una vez obtenida la independencia, el intento de reproducir la senda del desarrollo de Europa Occidental o Estados Unidos; después, el enfrentamiento al expansionismo norteamericano; desde los albores de este siglo, la búsqueda de una vía propia y distinta de desarrollo para lograr salir del status de Neocolonia y obtener la liberación definitiva; todos estos procesos han caracterizado, en cada momento, las principales tendencias derivadas de la evolución histórica de América Latina. Todos ellos se vinculan a nuestra relación con Europa, con Estados Unidos, con Occidente, con el resto del mundo. El pensamiento latinoamericano no ha hecho más –y tampoco menos– que captar siempre el contenido principal de cada época histórica.

No puede existir mejor argumento que la propia historia para demostrar la relevancia de este asunto en nuestra cultura. La lucha en cada época, contra el colonizador, por la independencia, por el desarrollo, contra la hegemonía occidental, por la liberación, ha sido, de hecho, la lucha por nuestro derecho a la universalidad y ha matizado, en cada momento, la más genuina cultura latinoamericana.

No hay espacio ni tiempo para mostrar, paso a paso, el itinerario de esta problemática en el decurso del pensamiento latinoamericano, tarea necesaria, pero que rebasa las posibilidades de este trabajo. Se trata, en realidad, de una historia de cinco siglos. Con el lejano antecedente de la política entre Sepúlveda y Las Casas, y con diversas manifestaciones presentes a lo largo de todo el período de predominio de la escolástica, el asunto retorna con inusitada fuerza en el pensamiento de los principales protagonistas de nuestras gestas independentistas. A partir de ahí ha sido centro de la atención de cada una de las generaciones de intelectuales latinoamericanos. Baste recordar los nombres de Simón Bolívar, Andrés Bello, Domingo Faustino Sarmiento, Juan Bautista Alberdi, Francisco Bilbao, Justo Sierra, José Martí, José Enrique Rodó, José Vasconcelos, Antonio Caso, Alejandro Kora, Samuel Ramos, Octavio Paz, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, José Carlos Mariátegui, Julio Antonio Mella, Juan Marinello, Francisco Romero, Leopoldo Zea, Augusto Salazar Bondy, Francisco Miró Quesada, Darcy Ribeiro, Roberto Fernández Retamar, Enrique Dussel, Arturo Andrés Roig y muchos otros, que incluyen, en su casi totalidad, a los integrantes de los movimientos de historia de las ideas, de filosofía de lo americano, de filosofía y teología de la liberación y no pocos representantes de otras corrientes actuales de pensamiento.

Tal peso ha tenido esta problemática en la historia del pensamiento latinoamericano que puede afirmarse, sin la más leve duda, que la relación entre los valores universales y propios ha sido la preocupación axiológica fundamental en la evolución de las ideas de nuestra América y ha servido como eje a cuyo alrededor han girado no sólo el resto de las ideas estrictamente axiológicas, sino también muchas otras de carácter histórico, sociológico, económico, etnológico, antropológico, religioso, culturológico e incluso algunas de naturaleza ontológica o epistemológica.

Un análisis de la perspectiva inmediata permite concluir que el tema continuará siendo asunto central en el pensamiento latinoamericano. Y lo será con igual o mayor fundamentación objetiva que la que ha tenido hasta ahora. No porque el problema no haya sido totalmente resuelto en el plano teórico, sino también, y sobre todo, porque la marcha de la historia no le ha ofrecido todavía una solución práctica.

Occidente, con el protagonismo indiscutible que dentro de él hoy tiene Estados Unidos, continúa con sus intentos de monopolización de la universalidad, ahora con menos resistencia, después del desplome de su principal oponente: la URSS y el socialismo este-europeo. El american way of life se propaga a diestra y siniestra por el mundo como el modelo portador de los supremos valores humanos. La fuerza económica, política y militar sirve de instrumento para la materialización de esos fines. América Latina sigue enfrentándose a una imagen de los valores universales que le llega a granel desde el Norte.

Pero cada vez esta imagen resulta más insatisfactoria para Latinoamérica. No por capricho o mera rebeldía ante lo extranjero, sino por la creciente evidencia de la imposibilidad de extender el sistema de valores en Occidente hacia todo el resto del mundo.

Ello se une al cambio objetivo de la relación del mundo occidental o Primer Mundo con la universalidad, la cual no existe en abstracto, sino a través de determinadas especificidades concretas que, por su naturaleza y la coyuntura histórica en que se desarrollan, son a la vez singulares y universales. Lo universal “vive” como depositado en lo singular, pero no en cualquiera ni  en uno solo a través de la historia, sino en aquel que en el momento dado exprese mejor, a través de su singularidad, la ley y esencia de lo universal. Por eso la “universalidad monopolizante” que históricamente Occidente ha intentado imponer al mundo ha sido, en no pocas ocasiones, una universalidad más pretendida que real.

Así y todo. Es indiscutible que durante la mayor parte de los cinco siglos que llevamos de historia global, el mundo occidental ha sido el protagonista de los principales acontecimientos ocurridos en el planeta y el que mayores aportes ha realizado al sistema objetivo de valores universales. No debe olvidarse que la universalización de la historia transcurre como ingrediente inalienable del proceso de desarrollo del capitalismo y que, necesariamente, los países punteros de este sistema tuvieron que generar los valores con mayores posibilidades de universalización.

Al mismo tiempo, los valores que el capitalismo generalizó tenían que ser francamente contradictorios o históricamente limitados. La principal restricción consistía en que, por paradójico que pueda parecer, eran valores que necesariamente se sustentaban en una interpretación desuniversalizada del hombre. En efecto, el capitalismo, como sistema, necesita usar al hombre (léase clases, pueblos, incluso, grandes regiones del planeta) no como fin, mucho menos como objetivo supremo de la evolución social, sino como instrumento, elemento del sistema y como valor de uso capaz de engendrar valor de cambio. Esta necesidad económica objetiva del modo de producción capitalista genera irremediablemente una psicología que le corresponde y una teoría que tiende a justificar esa psicología y esa práctica real. De ahí que la interpretación parcializada, unilateral, deformada, del hombre y de sus valores, sea el resultado no de simples desvaríos teóricos o ideológicos, no de caprichos, sino la exigencia espiritual de una práctica real. El racismo y todas las variantes que desuniversalizan al hombre o que deshumanizan a ciertos tipos de hombres, actúan como justificante moral y espiritual de esa práctica.

Aun así, durante mucho tiempo no hubo posibilidad real de que fueran otros los valores que impusieran su dominio en el planeta. El género humano no poseía la capacidad de producción necesaria para distribuir los beneficios de la civilización entre más que una pequeña minoría privilegiada. El sistema de valores universales tenía que ser contradictorio. Por un lado, las expectativas  e ideales de equidad, de justicia social, de distribución justa, de igualdad entre los hombres. Por otro, la imposibilidad económica de satisfacer estas demandas. Fue época en que eficiencia económica y justicia social, de distribución económica de satisfacer estas demandas. Fue época en que eficiencia económica y justicia social se contraponían objetivamente de manera, al parecer, irreconciliable. El humanismo real tenía que ser parcial y limitado. El capitalismo, con su explotación despiadada y secuelas inhumanas, era necesario y debía desarrollarse. El ideal de igualdad entre los hombres estaba condenado a mantenerse en el reino de las utopías y constituía un valor más potencial que real. Lo bueno para una pequeña porción de la humanidad era, a la vez, lo bueno para la humanidad globalmente tomada, y lo malo para la mayor parte de esta. El sistema objetivo de valores (conformado a partir de los intereses globales de la humanidad y de su progreso) tendía a divergir de la percepción que de estos valores se constituía ya como ideal de justicia social en los representantes ilustres de las grandes mayorías.

La situación ha cambiado. El nivel de desarrollo económico alcanzado en el mundo, el producto global planetario, es suficiente hoy para arrancar para siempre la miseria y la pobreza del mundo, para materializar los ideales históricamente conformados de justicia social. La eficiencia económica cede su puesto a la justicia social en la cúspide de la pirámide jerárquica de valores objetivamente. Se abre la posibilidad para una compatibilidad real entre estos dos valores, bajo la hegemonía del segundo. Todo lo que contribuya a la justicia, sobre todo en el plano internacional de las relaciones entre los países ricos y pobres, es objetivamente valioso. Lo bueno para las grandes mayorías coincide, en lo fundamental, con lo bueno para la humanidad globalmente tomada, aunque se presente como malo para determinados sectores minoritarios o para un pequeño grupo de países poderosos. El foco de los valores universales se traslada paulatinamente del Primer Mundo hacia el Tercero, al igual en el interior de los países pasa de las minorías privilegiadas y explotadoras a las grandes masas oprimidas. Estas son las tendencias objetivas en la dinámica de los valores universales, aunque no sean las tendencias reales que se imponen en la práctica de las relaciones internacionales y que apuntan, ciertamente, a la dirección opuesta. Se hace necesario revertir estas tendencias reales en el sentido que exigen las demandas axiológicamente objetivas.

Parece un sueño utópico la idea de que el Tercer Mundo asuma el protagonismo real (no el potencial, que en nuestra opinión ya lo tiene) de los valores universales en el mundo. Tiene en su contra la concentración de las mayores fuerzas económicas, políticas y militares del planeta. Muchos obstáculos tendría que vencer. Pero no parece haber otra alternativa.

El modelo occidental de capitalismo es inaplicable para todo el mundo y para todo el tiempo. Es sencillamente imposible desde todo punto de vista: social, económico, ecológico, moral. Hoy cobra especial vigencia aquella sentencia de Rodó, quien al referirse a Estados Unidos señaló que su prosperidad es tan grande como su imposibilidad de satisfacer una mediana concepción del destino humano.

Por otro lado, los acontecimientos del este europeo parecen haber alejado demasiado la perspectiva socialista del Primer Mundo y de un Segundo Mundo que ya no existe. Los países que todavía continúan por la ruta del socialismo son todos tercermundistas.

Es en el Sur donde se concentran las mayores potencialidades para el cambio. Y el primer paso ha de ser la unidad, la integración económica y política que dé como resultado una fuerza sumada que abra la posibilidad de enfrentar la oponencia del Norte. Esta fuerza deberá estar dirigida hacia un cambio de las relaciones internacionales, hacia su democratización, de modo que el Tercer Mundo, que constituye de hecho la mayor parte del planeta y el máximo exponente potencial de los reales valores universales en la actual coyuntura histórica, pueda hacer valer esos valores.

América Latina tiene reales posibilidades para convertirse en la avanzada de esta contienda. Es mucho más difícil que se levante el Tercer Mundo en pleno. Latinoamérica puede ser la que hile el pelotón. Hay muchos argumentos que permiten fundamentar con probabilidad, argumentos promovidos por el propio pensamiento latinoamericano. Mencionemos tan sólo dos. En primer lugar, por la comunidad de su historia, por la afinidad de sus culturas, los pueblos latinoamericanos son los que más condiciones tienen para la unidad y ella ha de ser el primer paso. En segundo lugar, una de las particularidades más importantes de Latinoamérica consiste precisamente en la pluralidad de herencias, en su mestizaje sociocultural. Nacida como resultado de la universalización de la historia, América Latina, si bien se mantuvo alejada durante mucho tiempo del centro de la universalidad, jamás fue independiente de él, estuvo en su órbita, fue su sucursal. Y ahora, cuando ese foco se traslada hacia el Tercer Mundo, Nuestra América tiene una especial preparación para asumirlo.

La asunción de este papel por parte de América Latina ha sido adelantada y preparada por muchos de nuestros más ilustres pensadores. El “pequeño género humano” de Bolívar, el “pueblo superior en nobles ambiciones” de Martí, el “crisol de culturas” de Vasconcelos, son solo algunos ejemplos.

¿Utopías? Puede ser. Pero, ¿qué sería de nuestra historia sin las utopías? La creencia en un destino elegido para Latinoamérica, la idealización del futuro, ha desempeñado, como ideal, un papel práctico muy importante en nuestro movimiento histórico. La utopía de Bolívar formaba parte de la concepción que guió las gestas independentistas. La utopía de Martí fue fuente inspiradora de la guerra de 1895. La utopía de Vasconcelos acompañó a la Revolución Mexicana. Y la utopía de Cuba revolucionaria ha aportado ya un capítulo imborrable a la historia contemporánea.

Pero no son meras utopías, son, en todo caso, utopías concretas, realizables y necesarias, nacidas de las entrañas de nuestra historia y proyectadas hacia un futuro que no siempre se alcanza ver con claridad. Mas si son estas que hemos descrito las reales perspectivas del mundo –y estamos convencidos de que lo son–, existen razones más que suficientes para que la relación entre los valores universales y propios continúe siendo en el futuro la preocupación axiológica más importante del pensamiento latinoamericano.

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