
En esta ocasión nos alejamos de Cuba y nos acercamos a Nuestra América, con el objetivo de examinar las corrientes y contracorrientes políticas prevalecientes. Desde diciembre del pasado año 2017 hasta el mes de julio del 2018, han transcurrido varios procesos electorales -todavía nos queda uno de enorme importancia: Brasil- que aportan diversas lecciones y permiten elaborar algunas hipótesis. Si consideramos también algunos elementos anteriores, pues entonces se enriquece el panorama; y si echamos un vistazo al año próximo, pues hay bastante terreno para mantenernos en “alerta máxima”, con los “faroles” (ojos) y “guatacas” (oídos) -perdón por el uso de algunos cubanismos- bien abiertos y atentos. Examinemos, pues, los escenarios empezando por el pasado reciente, la actualidad y el futuro cercano.
El proceso electoral venezolano, ocurrido el pasado mes de mayo (con las deficiencias, críticas y frustraciones que lo acompañan, en particular desde la crisis petrolera y la muerte de Hugo Chávez) fue convertido en una especie de “anti-cristo”, que los poderes mediáticos y grupos oligárquicos del continente ayudaron a anatemizar. Hay mucha tela por donde cortar, pero me limito a dos elementos:
a) El abstencionismo electoral. En las elecciones del 2013, votó un 80 por ciento del electorado venezolano, pero en las de mayo de este año votó apenas el 46 por ciento. ¿Cómo se explicaba esto? Cinco años de crisis petrolera y colapso económico-financiero, recesión incontrolable, inflación monumental, carencias diversas, errores y conflictos. Pero al menos votó ese 46 por ciento. El presidente chileno, Santiago Piñera, -uno de los directores más activos del concierto antichavista-, afirmaba que “las elecciones de Venezuela no cumplen los parámetros para una democracia verdadera”. Veamos un par de contrastes. Si esto fuera así, ¿por qué en las presidenciales de 2013 frente a Henrique Capriles, vence Maduro por un pelo del 1,5 por ciento (50,6 por ciento para Maduro y 49,1por ciento para Capriles) y este último reconoce con honestidad su derrota dentro del sistema electoral venezolano vigente desde 1999 (igualmente validado en el pasado por Jimmy Carter y otras personalidades observadoras in situ de los procesos electorales del chavismo)?
Si las instituciones y tecnologías electorales de la Venezuela chavista fueran para servir al fraude y prácticas anti-democráticas, Maduro no hubiera ganado por tan mínimo margen, ni hubiera perdido la mayoría parlamentaria; tampoco hubiera perdido entonces ocho Estados, ni tampoco los cuatro que perdieron en mayo del presente año. Maduro ganó entonces por 1,5 por ciento y lo crucificaron los conocidos enemigos del chavismo, pero, y éste es un “gran pero”, el recién destituido presidente de Perú, Pedro Pablo Kuczynski (Peruanos por el Cambio), ganó la presidencia en su momento, en el 2016, por una fracción de menos de la mitad del 1 por ciento y perdió la totalidad del Parlamento. ¿Alguien objetó semejante fiasco, una pérdida total y descrédito absoluto para Kuczynski? ¿Alguien procuró invalidarlo? Por supuesto que no, pues sus credenciales en Washington, y el respaldo de la Casa Blanca, le aseguraban su validación total, la que las urnas -con un elevado índice de votación que alcanzó el 80 por ciento- le habían negado.
b) Algo más: a escala mundial, y en nuestro hemisferio en primer lugar, los niveles de abstencionismo electoral aumentan de manera alarmante, debido a múltiples causas y un común denominador: la apatía creciente entre los electores. El telón de fondo de esto es un proceso donde imperan la pobreza y su conexión con las múltiples formas de clientelismo político forzado. Un estudio de noviembre del 2017 por parte de Brookings Institution y el International Institute for Democracy and Electoral Assistance (IDEA), concluían que “el apoyo a la democracia ha visto una declinación en la región (del 67 por ciento al 56 por ciento del 2014 al 2017, una caída de 9 puntos). Esta reducción está acompañada por un bajo nivel de confianza en las instituciones de la democracia representativa, particularmente hacia los partidos políticos”. Por ello, no pocos Estados y gobiernos del continente convierten el derecho a votar en algo obligatorio. En caso de no acudir a las urnas los electores quedan sujetos, al menos en nueve Estados, a diversos tipos de sanciones. Aferrados a semejante mecanismo obligatorio se encuentran 12 países en Latinoamérica (CIA World Factbook); pero sin embargo, Venezuela y Chile no están entre ellos. El Presidente Piñera sabe muy bien esto y que, a nivel hemisférico, su país (Chile) es el peor caso de abstencionismo (donde el acto de votar era obligatorio y dejó de serlo hace años); donde la población no participa de las contiendas electorales en más de un 50 por ciento desde 1992, después de la era de Pinochet. Y hagamos un poquito de aritmética simple: si votaron en Chile, en diciembre del 2017, el 46,7 por ciento de los electores y Piñera obtuvo de esta cifra el 54 por ciento del voto emitido, incluido el sector pinochetista, éste fue elegido por una franca minoría, menor en votación que la que obtuvo Maduro. Un estudio especializado publicado por Bloomberg sobre las recientes elecciones de Chile, constataba que el abstencionismo “registraba nuevos descensos”, mientras que MERCO Press destacaba igualmente “el masivo abstencionismo” acontecido en Chile. No obstante, los poderes mediáticos y sus aliados internacionales sólo se concentran en destacar que Piñera obtuvo el 54 por ciento (omitiendo que se trataba de menos del 50 por ciento de los electores), en tanto que descalifican las cifras aportadas por Venezuela; cifras en las que el propio gobierno de Maduro no pudo dejar de reconocer el elevado abstencionismo en esta oportunidad.
Varios de los procesos electorales que han tenido lugar han mostrado bien a las claras dos aspectos bien novedosos: a) la decadencia y crisis de los partidos tradicionales y b) el surgimiento de fuerzas y opciones que desafían la primacía de los viejos partidos políticos desde diferentes ópticas (con predominio mayoritario de lo que observadores y expertos tienden a denominar como de izquierda, centro-izquierda o populismos de izquierda). Son numerosos los ejemplos en ambas direcciones. En medida menor, pero creciente e influyente, aparecen las opciones políticas promovidas por diferentes corrientes del cristianismo evangélico, imponiendo en la agenda “valores ultra-conservadores y haciendo retroceder las escasas libertades en muchos lugares”, según analistas desde Sao Paulo, Bogotá y México (El País, Madrid, 13/4/2018).
La decadencia y crisis de los partidos tradicionales y el surgimiento de nuevas fuerzas y opciones podemos constatarlo de la siguiente manera:
-El ejemplo más sonado, reciente y elocuente, lo es el binomio de partidos predilectos de la oligarquía mexicana, el Partido Revolucionario Institucional (PRI) -con casi un siglo ejerciendo el poder- y el Partido de Acción Nacional (PAN) -con casi seis décadas como alternativa oligárquica neoconservadora y un par de sexenios en su haber-, que sucumbieron en julio de 2018 ante la coalición encabezada por Andrés Manuel López Obrador y su partido Movimiento de Renovación Nacional (MORENA). Quedó el PRI en lo más profundo del “sótano” -hablando en términos beisboleros-, con el PAN casi a su mismo nivel.
-Brasil con su casi treintena de partidos políticos de todas las filiaciones posibles de imaginar (con el Partido Socialdemócrata de Brasil (PSDB) y el Movimiento Democrático de Brasil (MDB) entre los más influyentes), fueron sufriendo un desgaste importante -acelerado durante los años 90 del pasado siglo- hasta que se produjo la victoria del Partido del Trabajo de Brasil (PT), con su dirigente Luis Inacio “Lula” da Silva. Hoy, después del “golpe parlamentario/judicial” contra la presidenta Dilma Rousseff y del “paquete” que ha conducido al arresto de Lula (con evidente complicidad de una parte del poder judicial, del equipo del tránsfuga Michel Temer, y de las presiones del Jefe del Estado Mayor del Ejército) las próximas elecciones en Brasil siguen teniendo a Lula como el candidato que goza de la preferencia de la mayoría (50 por ciento por encima de su más cercano competidor, el neofascista Jair Bolsonaro, del Partido Social Liberal). Se trata de una contienda política -y no simplemente electoral- que deberá culminar en octubre de este año.
-Argentina, aunque ofrece un contexto diferente y más atomizado, el desplome de socialistas y radicales, es cosa del pasado, subsistiendo como elemento predominante la pugna dentro de las tendencias del Partido Justicialista, que tuvo como punto de viraje la derrota de la vertiente de derecha de Carlos Menem y el ascenso de los Kirchner (coincidiendo con el ascenso del chavismo en Venezuela y del PT en Brasil, y poco después con la victoria del Movimiento Al Socialismo, dirigido por Evo Morales Ayma) hasta la muy estrecha victoria (apenas de un 3 por ciento) del bloque neoconservador encabezado por Mauricio Macri, 12 años después.
-En el país que más golpes de Estados ha sufrido, con una casi permanente inestabilidad institucional, tiranías sucesivas, conflictos políticos interminables, miseria extrema pese a sus riquezas mineras, amén de una revolución que se desintegró en sus inicios a mediados de los años 50 del siglo pasado y que su partido, el MNR se disolvió paso a paso hasta ser hoy un simple recuerdo, tiene su punto de viraje con la creación y desarrollo de una nueva y extraordinaria fuerza política: el Movimiento Al Socialismo (MAS) y su dirigente más destacado y presidente electo en el 2005, reelecto y probablemente reelecto para un tercer mandato, Evo Morelos Ayma. Se trata de una experiencia todavía sujeta a diversas variaciones.
-Paraguay modeló, por así decirlo, la primera gran crisis del histórico Partido Colorado (sustento en el pasado del dictador Alfredo Stroessner y fuerza gobernante por más de 60 años). Esta crisis sobrevino con las victorias electorales de diversas fuerzas democráticas, con el episodio más destacado simbolizado por la victoria electoral del otrora obispo católico Fernando Lugo (2008-2012). En el cuarto año de su presidencia, a un año de culminar su primer mandato, los colorados orquestaron junto con otras fuerzas políticas conservadoras en el Senado y con respaldo del poder judicial -que controlaban por completo- una singular maniobra de impugnación para detener el rumbo progresista de Lugo y su posible reelección. Esta maniobra -caracterizada por innumerables medios y figuras como “golpe de Estado parlamentario”- habría de configurar un precedente de aquí en lo adelante con vistas a detener y frustrar opciones de corte progresista. Ocurriría en Honduras con el presidente Manuel Zelaya, se ensayaba en Ecuador y se culminaba con Dilma Rousseff en Brasil (para así impedir el posible regreso de Lula a la presidencia). Tan groseramente burda fue la maniobra que los Estados miembros de MERCOSUR y UNASUR -junto con muchos otros países- condenaron lo sucedido. En medio de altibajos y fraccionamientos político, el Partido Colorado asumió la presidencia, pero en la última y no menos conflictiva elección (abril del 2018, donde ganara la presidencia el colorado Mario Abdo, muy vinculado a los partidarios de Stroessner), su monopolio político se debilitaba considerablemente a nivel congresional. De nuevo el ascenso de nuevas opciones aparecían en el panorama político paraguayo con el Partido Liberal Radical Auténtico (de centro, dirigido por Efraín Alegre) y el Frente Guasú (de orientación progresista, fundado por el propio Lugo), que les aseguró una posición rectora en el Senado, lo que permitiría la elección de Fernando Lugo como presidente de este cuerpo legislativo clave. Pese a este funesto precedente -llamado por varios especialistas como “el golpe olvidado”-, dicha modelación golpista (donde parlamentarios, juristas y oligarcas se dan de la mano para gestar semejante frenos y reveses a las nuevas fuerzas y opciones), continúa siendo la modalidad preferida en estos tiempos para frustrar y liquidar opciones de izquierda, en lugar del sangriento y brutal “pinochetazo”, al menos hasta ahora… puesto que es público y notorio cómo la Administración Trump ha venido abogando (privada y públicamente) por una salida golpista militar en contra del chavismo y su actual presidente, Nicolás Maduro.
-En Colombia, durante casi 200 años, el binomio compuesto por conservadores y liberales, dominaron el acontecer político -con un 45 por ciento de recurrente abstencionismo- hasta mayo del 2018. El binomio se desintegra paulatinamente, suplantado por un bloque neocoservador en extremo, denominado Centro Democrático (facción conocida como uribista, bien conectada a los narcos y promotora del paramilitarismo), que gana esta vez de la mano de Iván Duque, pero que, sorprendentemente, tiene como opositor más fuerte no a los liberales -casi desaparecidos de la escena política-, sino a una coalición de centro-izquierda con el nombre de Colombia Humana, encabezada por un ex-guerrillero del M-19, Gustavo Petro. Del total de poco más de 36 millones de electores colombianos, votaron esta vez poco más del 53 por ciento, de los que Duque ganó el 53.98 por ciento y Petro la sorprendente cifra del 41.48 por ciento.
-En Ecuador, el esquema dominante de los viejos partidos (socialistas, radicales, “alfaristas” y otros) cedió a un carnaval de golpes, contragolpes, y volatilidad política entre los propios sectores oligárquicos; etapa acentuada en la última década del siglo XX. Coincidiendo con las tendencias similares apuntadas en Venezuela, Brasil, Argentina y Bolivia, culminaba una etapa de consolidación de muy distintas agrupaciones de izquierda en una gran coalición conocida como Alianza País, cuyo dirigente más notable, Rafael Correa, ganaría desde el 2006 dos mandatos consecutivos frente a las opciones de derecha. Para una tercera elección (febrero del 2017) frente a la derecha, ganaba nuevamente la Alianza País con la figura de Lenin Moreno como candidato, el que ganaría gracias al respaldo del saliente Correa frente al bloque oligárquico Creando Oportunidades (Guillermo Lasso) con una ventaja de un tres por ciento. Lo que sucedió después fue el viraje brusco e insospechado a la derecha de Moreno.
-El caso de Perú ha sido otro no menos elocuente. Ya vimos la victoria “de chiringa” que ganó Kuczynski con su bloque electoral neoconservador Peruanos por el Cambio. Muy pronto se vio forzado a renunciar en medio de un gran escándalo de corrupción. Atrás han ido quedando los partidos que dominaron en momentos específicos, desde los reformistas APRA (V.R. Haya de la Torre) hasta Acción Popular (Fernando Belaúnde Terry), hasta el casi efímero Partido Nacionalista Peruano (Ollanta Humala), que fue de la victoria presidencial hasta la bancarrota actual, viendo a su presidente colapsar en otro episodio de corrupción, junto a una treintena de partidos que en su mayoría bien poco o nada representan, muchos de ellos con menos del 5 por ciento requerido para competir electoralmente. Pero, para desafiar a Kuczynski, y a una milimétrica distancia de la victoria, surge una nueva ola de fujimorismo encabezada por su hija Keiko y su partido de estreno, Fuerza Popular, que domina hoy la escena política peruana.
-En Centro América, el país considerado políticamente más estable, Costa Rica, y sus dos partidos “reinantes” desde los años 40 del pasado siglo (el Partido de Liberación Nacional y, como segundón eterno, la Unión Social Cristiana), registraban una marcada erosión de sus bases e influencia. En las últimas dos elecciones presidenciales, sus derrotas fueron notables frente al ascenso de dos nuevos partidos. De una parte, un movimiento evangélico que intenta repetir -sin lograrlo hasta ahora- el éxito presidencial de un neoconservador como Jimmy Morales en Guatemala, adoptando el nombre de Partido de Restauración Nacional; de la otra, una bien definida opción de centro-izquierda cuyo Partido de Acción Ciudadana, barrió en esta segunda elección presidencial (candidato Carlos Alvarado) con más del 60 por ciento del electorado a su favor. Debe destacarse que los movimientos evangélicos en América Latina representaban apenas un 3 por ciento de los creyentes, en tanto que hoy son el 20 por ciento (según el Pew Research Center en un estudio publicado en El País, Madrid, 13/4/2018) con sus mayores avances en Brasil (Iglesia Universal del Reino de Dios, con no pocos simpatizantes del PT en sus filas) y México (Encuentro Social, que apoyó activamente a AMLO). En casos como Costa Rica, Colombia y Venezuela, entre otros, todavía muestran una acentuada debilidad como opción política. Otro caso que fue derrotado finalmente en el 2014 fue la Alianza de Renovación Nacional (ARENA) por el sostenido ascenso del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN), fuerza revolucionaria de izquierda que encabezó la lucha contra el dominio oligárquico de los años 70 y 90 del siglo pasado y el monopolio político ejercido por el bloque neoconservador ARENA.
-¿Dónde están los viejos partidos socialistas y radicales de todos los tintes e inclinaciones, desde Argentina y Chile, Uruguay, Perú, Ecuador, Brasil y otros? ¿Qué ha sido de la pujante e influyente Democracia Cristiana de los 60 como, por ejemplo, en Chile, Brasil, Perú y otros? Perdiendo terreno cada vez más o casi desaparecidos del mapa político. El mejor y más reciente ejemplo -una vez más- son las últimas elecciones de Chile (coalición encabezada por los socialistas con el nombre de Nueva Mayoría, quienes quedaron en franca minoría). Si en Chile el triunfo de Piñera fue la noticia más magnificada por los poderes mediáticos a fines del 2017, una buena parte de los especialistas más serios apuntan a que lo más novedoso en dichas elecciones fue la aparición del Frente Amplio, formación política inspirada en Podemos de España y una dirigencia salida de las luchas estudiantiles contra el primer mandato de Piñera. Se insertaron en el proceso electoral del pasado año con sólo unos meses de preparación y llegaron a ganar el 20 por ciento de los escaños en la cámara de diputados y un senador, ganancia considerada sorprendente.
-De las nuevas fuerzas y opciones que han ido configurándose en estos procesos electorales ya sean denominadas populistas, de izquierda o centro izquierda, de centro-derecha o evangélicos, hay que distinguir uno de sus más recurrentes atributos: el de distanciarse, repudiar y hasta condenar otras experiencias de izquierda, en particular del chavismo y/o Cuba. Casi se convierte en un “acto de fe” alejarse de estos y así tranquilizar la hostilidad mediática que enfrentan y que los acusan de nuevas aventuras chavistas/castristas, en tanto que buscan ganar más electores entre indecisos y abstencionistas tradicionales. Algunos dirán que es una maniobra política necesaria; yo, por mi parte, pienso que tiene un sabor a cobardía política. Nadie sugiere ni espera que se proclamen chavistas, castristas o comunistas; lo que dista mucho de la condena o repudio de semejantes experiencias. En realidad, de esta manera no hacen sino caer en la trampa que les tienden sus propios enemigos. Nadie sugiere ni espera que se proclamen chavistas, castristas o comunistas.
-Hay otra tendencia a observar en este flujo de corrientes y contracorrientes: la crisis de las izquierdas más radicales. En estos últimos cinco años, este fenómeno ha estado representado por la crisis del chavismo en Venezuela en el contexto descrito al comienzo de este análisis, donde concurren todo género de circunstancias (desde macroeconómicas objetivas como las apuntadas, hasta los desaciertos y desatinos de una dirigencia chavista que mal que bien sobrevive a la crisis y que deberá mostrar su capacidad de recuperar su validación popular, favorecido esto por la creciente y sostenida desintegración de las fuerzas opositoras, en particular del bloque neoconservador conocido como Mesa de la Unidad Democrática (MUD), más ahora cuando el viejo, y todavía influyente, partido Acción Democrática se ha separado de dicho bloque). Otra experiencia nacida de una insurgencia de izquierda bien definida, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), se enfrenta a su peor momento tras años de decadencia y desgaste acentuados, y sobre cuya recuperación actual existen serios cuestionamientos.
-Mientras, la Revolución cubana enfrenta una de sus más complejas coyunturas con una economía notablemente estancada, con una transferencia muy incompleta de poder hacia una generación más joven y capaz, tras haber experimentado sus resultados electorales más bajos, y empeñados en un reordenamiento constitucional que apunta a algunas importantes modificaciones institucionales y económico-sociales, pero sin modificar otros muchos aspectos esenciales que amplios sectores de la población demandan hoy más que nunca. La persistencia en esta reforma constitucional de que el Partido Comunista de Cuba (PCC) debe seguir siendo “la fuerza dirigente superior de la sociedad y del Estado”, en las actuales condiciones, anima las más rígidas aproximaciones hacia el presente y futuro del proceso cubano, no muy distantes de la “infabilidad papal” de otros tiempos; no de los tiempos de Francisco. Con un sabor más atractivo estuvo la idea de “redescubrir el socialismo” -tal como expresara ante el Congreso de los periodistas, a mediados de julio, el doctor Raúl Garcés, Decano de la Facultad de Comunicación-, que puede parecer una aspiración tangible para algunos. Si la dialéctica hegeliana o marxista nos ayuda a perfilar el futuro en estas cambiantes circunstancias de un nuevo siglo, “redescubrir el socialismo” es, ciertamente, el desafío más apremiante de nuestro tiempo, tanto para Cuba como para muchos en América Latina.