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A cargo de Walter Espronceda Govantes
¿Qué diferencia de método distingue a la Guerra Necesaria de la Gesta del 10 de octubre? En este artículo Manuel de la Cruz analiza el carácter incluyente del propósito revolucionario de José Martí. Si la primera guerra de independencia contra España estuvo mediada por los actos de renuncia de cubanos pudientes que se alzaron como buenos, meritorios e impetuosos como Carlos Manuel de Céspedes, y virtuosos como Ignacio Agramonte, la segunda se constituyó en la apuesta libertaria de criollos educados en el ámbito del obrerismo y la modesta remuneración salarial por la dedicación al trabajo.
La condición martiana de la inclusión de todos los cubanos deseosos de vivir en una Cuba emancipada de España y constituida en nación independiente concretada en la institucionalidad que es el signo del ser moderno, es el punto de llegada del autor que nos ocupa. Manuel de la Cruz se muestra convencido de la voluntad y la fuerza congregantes del Partido Revolucionario Cubano y de la simiente apostólica de la prédica de José Martí. Esa capacidad martiana de la inclusión, a la postre recortó las distancias de los pobres y los ricos dentro del panorama revolucionario en el Oriente cubano.
El presente artículo vio la luz inicialmente en el periódico Patria, en New York, el 17 de agosto de 1895, apenas tres meses después de la muerte de José Martí en el campo de batalla. 38 años más tarde, en 1943, el compilador Raúl Soto Paz lo incluyó en la antología Grandes periodistas cubanos, publicada en La Habana.
Pobres y ricos
Por Manuel de la Cruz
Estamos ante una revolución esencial y profundamente popular. La guerra que socava y hace vacilar el poderío de España en Cuba la inició el obrero; el obrero, con su noción y con su robusto sentimiento de la concordia, la propagó y convirtió en ese drama trágico que se desarrolla en los campos tantas veces ensangrentados de nuestra patria.
Con desdén de aristocráticos egoísmos o con mentiras capciosas inventadas por el miedo y echadas a volar por la vileza del medro personal se dijo y todavía se repite por los que hacen coro a los déspotas y sus seides, que la revolución actual era un motín fraguado “por tabaqueros y ejecutado por una pandilla de negros”. La palabra de Martí, cuando iba de pueblo en pueblo y de tribuna en tribuna preparando las conciencias para el advenimiento de este período de heroísmo, de elevación moral y de virtudes magnánimas, de sacrificios admirables, sólo podía hallar eco en el corazón sano, en el ardor patriótico, en la devoción sincera del obrero doblado sobre la mesa de trabajo, soñando siempre en las fatigas de la diaria labor, en la patria distante y esclava. La palabra de apóstol de Martí hizo de la emigración obrera, dispersa y sin vínculos que los asociaran en una empresa fecunda, un partido compacto admirable por su decisión patriótica y su inquebrantable disciplina. La unión inteligente y el sacrificio sin tasa ni medida, sin vacilaciones ni arrepentimientos, hizo de la emigración obrera el núcleo de patriotas que había de servir de base y estímulo para que estallara la guerra y luego de su más firme apoyo para mantenerla enérgica y vigorosa, contrarrestando el último, el más titánico esfuerzo hecho por España en América. Al obrero que cede, por decirlo así, la mitad del pan de cada día, del pan de sus hijos, contento de su sacrificio, que anhela que cada gota de sudor que cae de su frente se convierta en un grano de oro para adquirir fusiles y cartuchos, responde en la magnífica hermandad del patriotismo, el soldado de nuestro ejército libertador, sin el estímulo de la paga, afrontando los rigores de la naturaleza, sufriendo privaciones, desafiando a diario la muerte en campo abierto y alta la cabeza, cayendo bañado en sangre con un canto de victoria por último gemido. A la distancia, el que cae en los campos al pie de nuestra bandera parece decir al obrero: “Prosigue, persevera en tu sacrificio, que mientras haya un trabajador que dé una parte de su salario, habrá otro hijo del pueblo que dé su sangre por el honor de la patria”. Pero esto no basta. La raza, el país que produce esos hombres abnegados, el obrero emigrado, el soldado de la revolución, debe sentirse orgulloso de sí mismo, de su fuerza moral, de su aptitud –con ellas plena y elocuentemente demostrada– para los empeños más altos de la vida social y política. Con eso se demuestra la razón y justicia del anhelo de que Cuba sea para los cubanos. Con eso se demuestra también que en todo tiempo pero sobre todo en nuestra época de incredulidad burlona, de desconfianza sabia, de holganza ya apatía del carácter, las grandes ideas, las más nobles, las más puras, las que, por ser más desinteresadas, hacen más honor al que las predica y al que las siente y hace suyas, arraigan de preferencia, con la fuerza del fanatismo, con la violencia que hace los héroes y crea los mártires, en el corazón sencillo y limpio del hombre del pueblo. Por eso halló Martí sus primeros devotos en el elemento obrero y los primeros ejecutores de sus planes en todo el pueblo de Cuba, blancos y de color, hombres de pueblo se prepararon para lanzarse a la guerra los que teniendo títulos sobrados para figurar con brillantez en esa clase que se llama la aristocracia del talento, habían conservado en sus almas, en toda su pureza, aquel revoluciones que les impedía mancillar sus conciencias con la mentira su honor de hombres convencidos con la mancha de grasa de la adulación y el servilismo.
Hoy el pueblo revolucionario cubano, cada vez más satisfecho de su organización, de sus procedimientos, de su previsión, de su gigantesca labor, tiene en su seno representantes legítimos de todo lo que da carácter lustre, vitalidad civilizadora a la sociedad, al pueblo de Cuba. Pero esto, con ser tanto, no basta a la magna empresa en que eficazmente pudieran ayudarnos, mostrando por la causa de la independencia las más ardientes simpatías, llegando a hacer votos platónicos porque sea nuestra victoria última, la decisiva, esos, o brindan un óbolo que el obrero, que no tiene más caudal que sus brazos y su amor al trabajo, se sonrojaría de ofrecer, o se encastillan en las asperezas del egoísmo del avaro, que tiene la caja repleta de oro y se desvela cavilando en los horrores de la miseria.
Cuba –y tenemos el derecho privilegiado de hablar en su nombre– necesita, ahora más que nunca, el concurso de todos sus hijos, pero sobre todo, del concurso liberal de los ricos. ¡Qué mengua para ellos que la independencia se conquistase solamente con la bravura de nuestro ejército y el sudor de oro de nuestros obreros! Su situación entonces sería tan amarga y lastimosa como la de los autonomistas de la Junta Central, malqueridos por el pueblo y despreciados por el Gobierno de España, que se pone de espaldas para oír sus protestas de paz y de “esperanzas sin ocaso”.
Ni quiere hi ha pretendido jamás el partido revolucionario cubano hacerse prosélitos agitando la tea del odio ni esgrimiendo el puñal de las venganzas. Eso no puede entrar en nuestro proceder, porque todavía no ha nacido ni habrá de nacer en nuestras conciencias. Quiere el partido cuya representación llevamos como un timbre de honor que el rico que se proclama nuestro correligionario lo sea de veras, práctica y resueltamente.
El grupo de ayer es un organismo hoy. Hemos salido del período de la propaganda y entrado en el de la acción. Somos el representante, el apoderado de la revolución, que es una fuerza que es un poder. La revolución lo dijo por boca y proclama de su jefe civil y de su jefe militar: “El que de algún modo nos hostilice con su acción o con su indiferencia no tardará en recoger el fruto de su conducta”. Esa es la ley del poder, y esa es también una condición para el triunfo. Hemos sabido aliar la discreción a la probidad, y de ahí el éxito de nuestros empeños; como la revolución ha sabido aunar la cordura y la humanidad a la energía y a las imperiosas necesidades de la fuerza, y de ahí su legítimo prestigio ante el mundo.
Publicado en “Patria”, New York, el 17 de agosto de 1895.