
I
Recientemente publiqué un artículo titulado “¿El regreso del Presidente de la República?”, donde discurrí acerca de las nuevas figuras institucionales del Presidente de la República y del Primer Ministro. En tanto, valoré la manera atípica en que son esbozadas en el actual Proyecto de Reforma Constitucional.
En dicho trabajo señalé que el Proyecto no concibe a este nuevo Primer Ministro al modo en que resulta ideado en un modelo “presidencialista”, y tampoco a la manera pensada para un modelo “parlamentario”. Sin embargo, en ese momento no descarté que en las próximas versiones del Proyecto el texto pudiera ser modificado en cuanto a este intríngulis, porque intuyo algunas semejanzas con el “semipresidencialismo” en el espíritu de los conductores reales de este proceso.
En un comentario a este artículo, colocado en la propia “página web” de Cuba Posible, un forista de nombre “Randol”, destaca su coincidencia en torno a que el texto constitucional definitivo deberá ser “más claro” acerca del papel de la Presidencia de la República. Además, agrega que este Presidente no será uno de tipo “parlamentario”, ni estrictamente“semipresidencialista”. En tal sentido, declara que lo será de modo muy sui generis, dentro del subtipo de semi-presidencialismo conocido como “presidencial-parlamentario”; donde el Jefe del Estado determina la política general y delega la administración central en un Primer Ministro. Asimismo, especifica que, en este caso, las cuestiones ejecutivas (no las administrativas) serán compartidas por ambos, pero siempre con preeminencia del Presidente de la República. Adiciona “Randol”, que el Primer Ministro, si bien no será un simple jefe de despacho, porque tendrá iniciativa en el diseño de políticas concretas, dependerá todo el tiempo de la aprobación del Presidente de la República. De igual modo, agrega que ambos cargos serán responsables ante la Asamblea Nacional. Y, a modo de coletilla, reconoce que le hubiera gustado un tipo de Presidente de la República con pleno carácter de moderador, pero que ello reclama un mayor desarrollo de la sociedad y, a la vez, no corresponde con las actuales necesidades de asegurar un Presidente de la Republica fuerte, que sepa delegar, que modere de acuerdo a los intereses del país y de su propia política general; y que, a la vez, sea capaz de velar porque el gobierno actúe en correspondencia.
Considero los anteriores razonamientos como una excelente síntesis del propósito de los conductores de este proceso acerca del tema; por demás, de suma importancia. Estimo, asimismo, que ello ofrece la oportunidad de continuar aportando criterios al análisis sobre los elementos vinculados al asunto. Por mi parte, en este artículo adicionaré unas pocas opiniones. Sin embargo, antes de hacerlo me referiré, brevemente, acerca de la relación entre el Presidente de la República y el Primer Ministro en cada uno de los modelos existentes.
II
Para el “modelo presidencialista”, las responsabilidades de Jefe del Estado y Jefe del Gobierno están unidas en la misma persona, que por tanto ejerce las funciones representativas, propias de la jefatura del Estado, y además las funciones políticas y administrativas, inherentes a la jefatura del gobierno. Tiene, por consiguiente, mucho poder.
En el “modelo parlamentario”, la institución legislativa elige al Jefe del Gobierno. En este modelo, el Primer Ministro no es la misma persona que se desempeña como Jefe del Estado. El primero dirige el Gobierno, y siempre resulta un actor relevante del partido político que alcanzó mayoría en el Parlamento o de una coalición de partidos que se unieron, en dicho Parlamento, para lograr la mayoría requerida y así compartir el ejercicio del Gobierno. El segundo, por su parte, puede ser un monarca que accedió a su condición de manera hereditaria, o un presidente electo por el Parlamento o el pueblo. En este caso, el Jefe del Gobierno, bajo un cierto arbitraje del Jefe del Estado, y de manera plenamente autónoma, dirige, coordina y gestiona las tareas del gobierno, mantiene el contacto permanente del ejecutivo con el Parlamento (e inclusive con los tribunales, dado el caso), y rinde cuenta de todo su desempeño ante el Parlamento y ante el Jefe del Estado. Desde esta lógica, el Jefe del Estado no gobierna y se desempeña como un poder representativo del país, moderador, arbitrar, inspector…
Por otro lado, existen modelos intermedios; donde unos tienden al “presidencialismo” y otros al “parlamentarismo”. El “modelo semi-presidencialista” esboza un sistema político en el que un Presidente de la República, elegido por sufragio universal, coexiste con un Primer Ministro y un gabinete, responsables ante la asamblea legislativa. En tanto, el poder ejecutivo se divide entre un Jefe del Estado (el Presidente de la República) y un Jefe del Gobierno (o Primer Ministro). Sin embargo, mientras que el Presidente de la República surge directamente del voto popular, el Primer Ministro es propuesto por este Presidente y designado por la mayoría parlamentaria. Por ello, el Presidente de la República, para designar su propuesta para Primer Ministro, siempre deberá hacerlo por medio de un candidato que represente las proyecciones políticas y partidistas mayoritarias en el Parlamento. Este Primer Ministro está comprometido en la lucha política cotidiana, de la cual queda relativamente exento el Presidente de la República. Con esto se procura que, a pesar del compromiso (directo y cotidiano) del Jefe del Estado con el Gobierno, este pueda disfrutar de cierta capacidad de arbitraje, con el objetivo de que logre sostener una relación no conflictiva con las proyecciones sociopolíticas diferentes a la suya, y se favorezca así el arbitraje, la negociación y el compromiso entre las más diversas posiciones.
Asimismo, el llamado “modelo semi-parlamentario” resulta análogo al denominado “semi-presidencialista”, pero se empeña en procurar la mayor fuerza y el mejor dinamismo para el Parlamento. De un desarrollo de este “modelo”, a partir de un compromiso creciente con la centralidad del Parlamento y gracias al logro de mayores niveles de formulación, va emergiendo esa nueva noción de“modelo” que tiende a denominarse “presidencialismo-parlamentario”.
III
En nuestra búsqueda de ese “modelo presidencialista-parlamentario”, desde nuestras características sui generis, y a partir del actual borrador del Proyecto de Reforma Constitucional, debemos tener en cuenta un conjunto de imperativos.
Un nuevo modelo de Estado, en nuestras actuales circunstancias, no requiere de un Primer Ministro que sea el titular pleno del Gobierno. En Cuba no existen agrupaciones políticas que compitan socio-políticamente y que, de diversos modos, compartan instituciones de poder, sobre todo el Parlamento. Esto es lo que da sentido y asigna una dinámica propia y necesaria a un Consejo de Ministros, con un Primer Ministro al frente, que sea el jefe supremo del Gobierno. Igualmente, esto resulta lo que ofrece mayor sentido a la existencia de un Jefe del Estado, que no sea responsable del Gobierno, y que deba representar al país (en toda su diversidad), moderar, arbitrar, inspeccionar…
Lo anterior no pretende negar la posibilidad, incluso la pertinencia, de separar ambos cargos, aún sin las dinámicas de plataformas políticas programáticas plurales, que desde hace mucho tiempo ofrecen el sentido fundamental a esa jefatura bicéfala. De seguro, pudiéramos encontrar muchísimas otras razones esenciales para hacerlo. Sin embargo, como afirmé en mí artículo titulado “¿El regreso del Presidente de la República?”, y en coincidencia con los comentarios cualitativos expresados por “Randol”, estimo que no sería lo más pertinente para el futuro próximo y que de proponernos avanzar en esa dirección, deberíamos crear condiciones para ello y hacerlo progresivamente.
Con esto, tampoco rechazo la posibilidad, o la necesidad, de institucionalizar a un Primer Ministro, al modo delineado por el autor del comentario. No obstante, en este caso se haría necesario lograr mayor coherencia y eficacia en el diseño de las facultades del Jefe del Estado y del Primer Ministro, y de las relaciones entre estos.
Habría que comenzar por reconocer que el Presidente de la República es el Jefe del Estado y del Gobierno; y que el Primer Ministro resulta el máximo dirigente y coordinador del Gobierno, pero no ostenta la titularidad del mismo; y que, al no existir dinámicas políticas programáticas plurales en el Parlamento, el Presidente de la República podría proponerlo sin las condiciones que suele imponer el “modelo semi-presidencialista”. Se haría forzoso, además, precisar que el Presidente de la República es quien representa, no sólo al Estado, sino también al Gobierno; y que, por tanto, el Primer Ministro participa de esa representación, pero únicamente en calidad de máximo dirigente y coordinador del mismo, siempre al servicio del Presidente de la República. Igual, estaríamos obligados a esclarecer que el Presidente de la República es quien refrenda los actos, las decisiones, las normas y los documentos, etcétera, que constituyen expresión del Gobierno del país; y que el Primer Ministro participa de la refrendación sólo cuando lo exija la naturaleza de su responsabilidad; al igual que debe participar cada Ministro cuando el asunto compete al ámbito de su desempeño.
Estos detalles no están delineados, de manera clara y congruente, en el texto de la Propuesta que analizamos y debatimos. Por otra parte, ello indica que también resulta indispensable rediseñar las facultades del Presidente de la República y del Primer Ministro. Al Presidente de la República deben corresponderle todas las facultades como Jefe del Estado y como Jefe del Gobierno; e incluso debe poseer facultades de inspección, y hasta de moderador y árbitro –estas dos últimas, al menos, mientras no entren en contradicción con su responsabilidad como titular supremo de una proyección de gobierno específica.
En tal sentido, habría que reorientar el elenco de facultades del Primer Ministro, de acuerdo a la naturaleza de su servicio. Sólo al modo de noción, y no de propuesta, boceto un arquetipo de atribuciones factibles al desempeño que debería corresponderle: 1) Bajo la orientación del Presidente de la República, dirigir la acción del Consejo de Ministros y coordinar sus reuniones. 2) Dar seguimiento de las decisiones del Consejo de Ministros e informar periódicamente al Presidente de la República sobre el estado general de su ejecución y resultados. 3) Solicitar la aprobación del Presidente de la República acerca de cada gestión de su desempeño y despachar con este todos los asuntos del Gobierno. 4) Conducir la interrelación del Consejo de Ministros con la administración pública y con los organismos o entidades que la ley coloca bajo la dependencia del Gobierno, y con los gobiernos provinciales y municipales; así como supervisar todo este entramado institucional. 5) Velar porque toda persona, comisión, oficina o institución encargada de alguna misión por el Presidente de la República, no colocada bajo la dependencia de un Ministerio, ejerza su cometido. 6) Coordinar los procesos de evaluación integral de la gestión pública y de resultados de las políticas públicas adoptadas por el Gobierno e informar de ello al Presidente de la República. 7) Asesorar al Presidente de la República en el nombramiento de los cargos civiles. 8) Con la aprobación del Presidente de la República, asumir directamente el desenvolvimiento de un ministerio o institución del Gobierno. 9) Conducir las relaciones entre el Gobierno y el Parlamento, y entre el Gobierno y el sistema de justicia. 10) Las decisiones correspondientes al Primer Ministro, una vez aprobadas por el Presidente de la República, serán refrendadas, en su caso, por los ministros encargados de su ejecución. 11) Ostentar la representación del Presidente, en los casos en que éste se lo indicare. 12) Cumplir las encomiendas que le haga el Presidente de la República, sobre asuntos de cualquier naturaleza. 13) Conducir el proceso de coordinación de la rendición de cuentas del Consejo de Ministros, ante la Asamblea Nacional y ante el Presidente de la República. 14) Suplir al Presidente de la República en la presidencia de un Consejo de Ministros en virtud de una delegación expresa y con un orden del día determinado.
Igualmente, estimo que podemos encontrar nociones positivas (y en los términos que necesitamos) acerca de las facultades y relaciones en un gobierno (de algún modo) bicéfalo, en experiencias de “modelos semi-presidencialistas”. Yo ofrecería dos experiencias a estudiar: la francesa y la rusa. Ambos países con “modelos” equivalentes; pero, a su vez, con culturas, circunstancias y proyecciones distantes.
Sin embargo, si efectivamente pretendemos movernos hacia una noción de “presidencialismo-parlamentario”, no podemos dejar de tener en cuenta también, y de manera superlativa, “qué parlamento queremos” y “cómo lograrlo”.
IV
Quiero finalizar asegurando que no debemos considerar los temas relacionados con el Presidente de la República, el Primer Ministro, la institucionalidad que gestionan y el Estado “todo”, como un fin; sino únicamente como medios para conseguir el desarrollo del universo (en hinchamiento) de derechos para todos y para cada uno de los ciudadanos. Sin embargo, también deseo resaltar que, por ello, no debemos relegar el análisis y el debate sobre estos temas. Estamos forzados a concientizar que de la institucionalización que resulte en la nueva Carta Magna dependerá el futuro próximo de la libertad, de los derechos humanos, de la cultura, de la democracia, de la inclusión, del imperio de la ley, de la seguridad ciudadana, del progreso, de la equidad, de la justicia social, y de una renovada soberanía de lo cubano acorde a los tiempos de la “aldea global”.