
La divisa “libertad, igualdad y fraternidad” se toma habitualmente como “la” consigna de la Revolución francesa. Sin embargo, es menos conocido que el tercer concepto de esa tríada apareció en el curso de dicha revolución, a impulso de los sectores que radicalizaron su contenido popular. Por ejemplo, tómese en cuenta que la “fraternidad” no aparece en la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789 que establecía: “La finalidad de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre. Tales derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión.”
La fraternidad se “sumó” a la tríada revolucionaria un día y en un lugar determinados. Fue el 18 de diciembre de 1790 en la Sociedad de los Amigos de la Constitución. Maximilien Robespierre, criticando la distinción entre ciudadanos activos y pasivos (hecho que otorgaba acceso exclusivo a los primeros a la guardia nacional, y con ello, a derechos políticos) exclamó: “es imposible que la guardia nacional se transforme por sí misma en peligrosa para la libertad, dado que es contradictorio que la nación quiera oprimirse a sí misma. Ved como por todas partes, en lugar del espíritu de dominación o de servidumbre, nacen los sentimientos de la igualdad, de la fraternidad, de la confianza, y todas las virtudes dulces y generosas a las que necesariamente darán la vida.” (Robespierre 2005, 54) Esa es la partida de nacimiento de la fraternidad revolucionaria, junto a la libertad y la igualdad.
Como concepto no era una invención, la novedad radicaría en su uso. El cristianismo había concebido la fraternidad como virtud “moral”, que la hacía compatible con desigualdades sociales, económicas y jurídicas. En ese pensamiento, se trataba, primero, de una “hermandad cristiana en la fe”, y, luego, de una fraternidad de todos los seres humanos por compartir filiación con un mismo padre divino. Dicha fraternidad no cuestionaba las relaciones políticas entre individuos: “Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. (Puyol 2017, 27)
El cambio que trajo el uso de la fraternidad por parte de la Revolución francesa fue su connotación política: a partir de entonces, inserta en esa tríada, se entendería como la reciprocidad en la libertad: el proyecto revolucionario de abolir todo privilegio existente en el ámbito privado/doméstico; y de disolver, sometiéndolas a la ley civil —a una ley que fuese igual para todos— todas las zonas sociales de vigencia de cualquier despotismo “privado” patriarcal y/opatrimonial (Doménech 2004).
Son palabras complejas, pero las han entendido actores revolucionarios que en diversas épocas las hicieron suyas. Las entendieron los esclavizados del espacio afromericano que encontraron en la fraternidad lo que en la palabra “libertad”: si “para unos significaba libertad política, el libre comercio o la libertad de imprenta, y la posibilidad de crear ´la nación´ y el ´estado´, para otra buena parte de la población americana significaba nada más y nada menos que dejar de ser esclavos para ser libres: el fin de la esclavitud”. (Marchena Fernández, Juan 2003, 57)

Usos revolucionarios de la fraternidad, por parte del movimiento abolicionista, reclamando el fin de la esclavitud.
En esas fechas, las entendió en Cuba Antonio Maceo, que formaba parte “y no despreciable, de esta República democrática, que ha sentado como base principal, la libertad, la igualdad y la fraternidad y que no reconoce jerarquías.” (Maceo Grajales 1936, 5) La entendieron por igual los negros cubanos alzados en Cuba en 1912 contra la exclusión social y racial del orden republicano: “La clasificación de patricios y de plebeyos que arranca de la antigua Roma en que se encarna más luego el espíritu feudal de los tiempos medioevales y por último afianza la absurda institución de la monarquía hereditaria, no fue abatida sino cuando, por entre la humareda de la Bastilla derruida, asomó su faz resplandeciente la democracia, enarbolando la bandera de la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los hombres”. Con ello, en palabras de Serafín Portuondo Linares, el Partido Independiente de Color (PIC) enfocaba con gran “agudeza de juicio” (…) “la realidad que confrontaban los principios democráticos adulterados universalmente” (Portuondo Linares 1950, 186).
Ahora bien, este texto no hace una crónica de los usos de la fraternidad tras la Revolución francesa, ni discute sus significados para la filosofía política actual. Tiene un objetivo mucho más limitado y preciso: interpretar las funciones de la metáfora de la fraternidad en la Cuba de las cuatro primeras décadas del siglo XX, cuestionar las exclusiones cometidas en su nombre por la república creada en 1902, y mostrar, en contraste, cómo sectores revolucionarios/progresistas la hicieron suya en tanto ideal potenciador de la igualdad hacia el horizonte de una república verdaderamente democrática.
La fraternidad como lenguaje de armonía
La ideología antirracista formada en las guerras de independencia contra el poder colonial español, en el seno de un ejército interracial que combinó las demandas de abolición de la esclavitud, justicia social, antirracismo e independencia nacional, había llegado a ser suficientemente poderosa —como ha demostrado, entre otros, Ada Ferrer (Ferrer 2011)— como para ser desechada sin más.
La tradición republicana cubana independentista había defendido la consecuencia más radical de la democracia: la construcción de una comunidad política que asegurase la igualdad de todos sus miembros—subrayando el de los excluidos, como los pobres y los esclavizados— a adquirir la libertad de intervenir en la política y de disponer sobre su vida. Los intentos de establecer el sufragio censitario en 1901, en el umbral de la República, se estrellarían frente a esa presión igualitaria: a partir de entonces todos los adultos varones mayores de 21 años (blancos o negros, ricos o pobres) se consideraron formalmente ciudadanos de pleno derecho.
Sin embargo, esa tradición fue combatida desde el principio mismo de la República por la presión de enfoques que proponían una versión despolitizada de la misma. Tales perspectivas comprometían la cualidad de la integración de sectores étnico/raciales al “pueblo” de Cuba, marcadamente del “elemento de color”. Una de estos enfoques fue el de la “fraternidad” o “democracia” racial.[1]
La imagen de la fraternidad era un recurso simbólico de uso lógico en un contexto republicano y post-abolición, que no reconocía legalmente “fueros ni privilegios” y que establecía la igualdad universal ante la ley. No obstante, la “fraternidad” invocada desde la sociedad hegemónica era un “lenguaje de armonía” que dejaba intactas las bases de la desigualdad social y racial en el país. Así concebida, era un mito conciliador de la desigualdad real, que soportaba un nacionalismo de perfil elitario. En los hechos, este permitiría colocar al negro frente al “pueblo” cubano si el primero acusaba de racista al orden nacional.
Ese discurso “fraternal” suponía la inexistencia de problemas raciales en Cuba. Manuel Sanguily, que compartía el ideal antirracista del independentismo, consideraba sin embargo resuelto el problema negro en el contexto republicano.[2] El propósito de la Enmienda Morúa, detonador visible de la “guerra de razas” de 1912, era, según su autor, evitar “el fratricidio y el predominio étnico en el escenario público”. (Canales Carazo 1910, 216) Con ella, Morúa “ganó y evidenció su grandeza de esforzado paladín de la confraternidad cubana”. (Horrego Estuch 1957, 247)
Al producirse en 1912 el levantamiento del PIC,[3] la sociedad de elementos de color “Unión Cubana”, radicada en Tampa y Key West, lo cuestionó en nombre de los “miles de hombres de color que sin aspiraciones personales desean el bienestar de esa hermosa tierra, que todos conocemos por República cubana y no por tierra de negros y blancos”. (La Lucha 2 de mayo de 1910) La posibilidad de una intervención estadunidense en Cuba ante los sucesos de 1912 era un temor de estos sectores también por sus consecuencias raciales: “¡Pobres negros cubanos!… serían exterminados por los mismos de su raza, traídos de hordas salvajes de ciertos estados, donde el cubano que ven lo miran con el desprecio de ser inferior y al americano blanco lo veneran como a un ser de categoría superior a la de la raza etíope”. (La Lucha 2 de mayo de 1910)
Del mismo modo, sociedades de la raza de color de La Habana denunciaron la campaña del Partido Independiente de Color (PIC) por “su manifiesto perjuicio de la paz y de la perfecta harmonía (sic) que debe reinar entre los elementos todos que componen la sociedad cubana, […] que serenamente nos han traído hasta el disfrute de derechos comunes a ambas razas.” (La Lucha 2 de mayo de 1910)
Un escritor anónimo explicaba desde el Diario de la Marina que, con el levantamiento: “se ha roto la conjunción harmónica (sic) existente entre blancos y ´negros´, que ha disonado esa nota ´negra´ para desafinar el himno de afecto fraternal entonado al unísono entre los que convivían fundidos, compenetrados, siendo distintas razas y colores, en las mismas aspiraciones, en análogos deseos patrióticos, y amparados y gozando de idénticos derechos individuales, desde que se hundió en la ´negra´ noche del tiempo y el olvido, la inhumana y ´negra´ esclavitud”. (Fulano de tal 28 de mayo de 1912)
El racismo era considerado así solo como un problema “colonial” erradicado por la República. El “Estado” y la “nación” cubanos eran realidades naturalizadas con fuerza establecida, que distribuían significados patrióticos fijos y unívocos para sus respectivas audiencias: los “ciudadanos” y los “cubanos”. Este juicio hacía indistinguible el “Estado” de la “República”, lo que despolitizaba a esta última noción —la república era un programa político, “el fruto preciado de la revolución de 1895”, como decía Juan M. Chaiyoux, (Chaiyoux 1940, 19–20) y no solo la estructura institucional constituida— al diluirla en la noción, axiológicamente neutra, de “Estado”.
Por otra parte, esa postura comprendía el racismo solo como una “reminiscencia” de la esclavitud, lo que malinterpretaba los procesos de producción y reproducción del racismo, y la novedad que este comporta en respectivos momentos de nacionalización. De paso, exculpaba al modo de producción capitalista oligárquico de la hora de responsabilidad en la recirculación del racismo.[4]
En este discurso, el alzamiento del PIC era “racista”, por “pretender” poner la raza por encima de la nación, el “potro antes que la estrella” —en alusión al símbolo del PIC, “frente” a la estrella de la enseña nacional— y “destruir la República”. En el propio año 1912, en medio de un clima extremo de violencia racial, Julio Franco, persona “de color”, defendió desde Cárdenas la inexistencia de “vejámenes y pretericiones” para su “raza” y celebró cómo era tratada por la sociedad y el poder oficial cubanos: “¿No está dignamente representada en nuestro gobierno? ¿No tiene todo cuanto puede desempeñar? ¿Cuál es la tiranía que soportamos? ¿Quiénes son los tiranos, hipócritas enmascarados […]? ¿Qué tienen que ver los blancos capitalistas y los que ganan el pan de su familia con el sudor de sus frentes, con los partidos políticos y los gobernantes? ¿Ha apoyado el gobierno cubano actual en alguna ocasión a los burgueses y arrollado a los obreros sin razón y justicia?”(ANC s/f)
En esa lógica, la “raza” no debía ser un “estorbo” para la deliberación republicana entre “iguales”. La vida económica y social de la nación dependía de dicha “armonía”. El conflicto racial desintegraba la nación, impedía su progreso y complicaba la etiqueta de “pueblo cubano”. Afectaba la estructura toda de funcionamiento de la vida social. Ante el levantamiento del PIC, el Diario de la Marina preguntaba: “¿Quién siembra ahora boniatos? ¿Quién no está alarmado en el campo? No se ha visto que en tan pocos días de ´bachatita´ ´negra´ el ganado va escaseando? Nadie quiere recogerlo, y la especulación con su ´negra´ entraña se aprovecha. Subirán [los precios de] las viandas, subirá la carne, subirá todo; la vida se encarecerá enormemente” (Fulano de tal, 28 de mayo de 1912).
Ese miedo social, tanto racista como clasista, trasmutó la ideología oficial de la fraternidad racial y desnudó la imaginación de la sociedad blanca sobre la noción de pueblo que esta sustentaba. Por su contenido igualitario en lo simbólico, pero igualitario al fin, la apelación a la “fraternidad racial” fue abandonada en el contexto de 1912.
El racismo “científico” acudió en ayuda del hecho. Gustavo E. Mustelier aseguró que: “Las razas humanas son diferentes en principio, son desiguales, no se equivalen, no son todas igualmente civilizables. La igualdad humana es un sueño digno de ingenuos como Cristo y de enfermos como Bakounine.” (Mustelier 1912, 55) Su texto, que celebraba a Gobineau, reclamaba no “lamentar el progreso biológico” ni “contradecir los datos de la ciencia”.
La criminología del lapso abrió también una puerta para rehusar el discurso de la fraternidad “nacional” entre negros y blancos cuando identificó al ñáñigo como una reminiscencia “africana”. (Castellanos 1914, 9–10) Este argumento especificaba al negro ñáñigo como barbarie, pero el discurso político oficial de 1912 expandió por su cuenta el enfoque y asoció al negro en pleno con la barbarie. Fue lo que hizo el presidente José Miguel Gómez ante el levantamiento del PIC: “No puede en manera alguna permitirse que en pleno siglo xx, en un país tan culto como el nuestro, una sociedad como la nuestra, que tiene títulos sobrados para ser respetada y respetable, consienta que turbe un momento más su paz moral y material esas manifestaciones de feroz salvajismo que realizan los que se han colocado, especialmente en la provincia oriental, fuera del radio de la civilización humana”(El Triunfo 7 de junio de 1912).

La ilustración, de 1912, traduce las palabras antes citadas de José Miguel Gómez: “Amenaza ese puñal/ que esgrime pasión insana/la República cubana, culta, libre y fraternal”.
La asociación entre “negro”, “ñáñigo”, “barbarie” y “africano” reunía los elementos necesarios para excluir al negro de la sociedad y de la cultura nacionales. En 1912 el discurso oficial identificaba un “bloque” de sujetos “peligrosos”, compuesto en común por “socialistas, mendigos, anarquistas y ex-presidiarios”, que relacionaba la acción colectiva obrera de la fecha, protagonizada por anarquistas y socialistas, con “el prototipo de la clase baja, los ñáñigos” (“Infamia tras infamia”, 1912). La identificación del negro con el ñáñigo, como representación icónica de lo “africano”, y, a su vez, del negro y del ñáñigo con la contestación social, era expresivo no solo de la exclusión del negro como sujeto social sino de algo, si cabe, aún más grave: de su exclusión de la nación. El pueblo cubano no daba cabida al negro, sin la previa “desafricanización” que lo civilizase, esto es, que lo aniquilase como sujeto cultural para luego “incorporarlo”así a la cultura dominante.
Con todo, el discurso de la fraternidad racial tenía una importante protección simbólica, que convivía con el uso antes descrito de la fraternidad, e hizo perdurar su vigencia más allá del contexto crítico de 1912: negarlo era rehusar expresamente el orden republicano. Ese fundamento obligó a los defensores del racismo anti-negro a trasmutar sus argumentos: a abandonar las más rancias bases biológicas y eugenésicas del racismo y concentrarse en una dimensión más sociológica. Con estos usos, se elaboró un “racismo diferenciador”, un “racismo sin razas”, en el cual los procesos de racialización no concurren tanto sobre una base biológica como cultural. (Balibar y Wallerstein,1991) Como ideología, este meta-racismo no proponía un “ideal humano”, al modo del biologismo y el darwinismo social, sino un “ideal nacional”, que calificaba de “buenos cubanos” a los blancos, mulatos y negros comprometidos con el “progreso” nacional, y de “malos cubanos” y “racistas” a los que optaban por denunciar la exclusión racial en el orden nacional republicano. Las identidades de clase y de raza se solapaban así dentro de una indiferenciada “identidad nacional” que devenía protección de la sociedad dominante frente a las agendas beligerantes en demandas de inclusión social y racial.
La fraternidad como lenguaje de contienda
La lógica antes descrita —la fraternidad como lenguaje de armonía—, fue replicada por un contradiscurso que fue elaborando la imagen de la fraternidad como un “lenguaje de contienda”. Previsión, el órgano del PIC, lo expresó así: “Venimos de la esclavitud, claro está que los principios de la democracia son nuestros principios. Pero no una democracia a lo Grecia…sino una democracia que no vea colores, que no distinga razas, sino que mire hombres…que no riña con la noción Derecho proclamada en nuestro gigante siglo xx” (Previsión 7 de 1908).
Julián Serra lo explicitó en 1909 a través de su personaje de “José Rosario”, crítico del personaje de Liborio. El cuestionamiento de Serra no se limitaba a un mero marcador racial de “blanco” con rasgos “cobrizos”, como identificaba a Liborio. Serra le atribuía además rasgos sociales negativos. Liborio había trabajado como “mayoral” al servicio del dueño esclavista y colonial, pero era discriminado junto a José Rosario por ser ambos “hijos del país”. No obstante, Liborio tenía “miedo atroz” a rebelarse. En la crónica de Serra, un contrarrelato nacional, José Rosario no olvidaba lo sucedido a Aponte ni a “su primo” Plácido, pero no era “débil y afligido” como Liborio. Serra concluía que “a eso obedece que Liborio esté disimulando los desaires que recibe por alcanzar la protección del vecino de enfrente, [Estados Uniodos] con la esperanza de que lo ayude a dejar impune la falta de cumplimiento de su palabra”. Liborio encubría su actuar, según Serra, ante José Rosario afirmando que “hay que tener en cuenta que la República es ´con todos y para todos´” (Serra 30 de diciembre de 1909).
- En la imagen, de 1910, el Liborio criticado por Serra: “—Herodes Estenoz: Con este te la quiero yo arrancal.// —El inocente Liborio: Cuando salgas, podemos empezar”.
- En esta imagen, de 1909, el personaje José Rosario, de Serra: “Dejame Liborio, que me figuro te quedas solo».
El argumento de Serra comprendía la beligerancia de José Rosario por sus derechos y lo que consideraba la astucia taimada del pueblo blanco cubano —la “trampa” de la fraternidad racial— para encubrir sus traiciones y permanecer con el control y beneficio del proceso al que ambos habían contribuido. Serra recordaba algo que sería un núcleo permanente de las demandas del negro en el escenario republicano: su aporte histórico a la construcción de la nación para legitimar sus merecimientos en el presente.
Ese programa aspiraba a “que los negros quepan en la república […] como cupieron en los campos de la guerra.” (Previsión 1908). El lenguaje de contienda operaba con el tópico de la fraternidad para demandar desde ella nuevas inclusiones. El discurso del PIC aseguraba que los negros cubanos ya “tenemos Patria y más no queremos”. Sus demandas no se trataban de “una cuestión de razas” sino de una “cuestión de derecho, una cuestión política”(Previsión 1908).
Para este argumento, los negros y los blancos cubanos tuvieron un fin común en el campo insurrecto que “resultó en una nación republicana”. Estas voces recordaban las “oscuras y trágicas noches” en las que retumbaba “en el espacio [independentista] la palabra ´ciudadano´ aplicables al caucásico, mongólico, etiópico, malayo, indio y color de cobre de América”, en la que todos sin distinción habían sido “hermanos y ciudadanos” (Previsión 5 de enero de 1910, 4). El reclamo de la “raza de color” era republicano democrático: “Nosotros [los negros cubanos], inspirados en una obra alta y generosa, tenemos el deber de mantener el equilibrio de todos los intereses cubanos […] la raza negra tiene el derecho de intervenir en el gobierno de su país, no con el fin de gobernar a nadie, sino con el propósito de que se nos gobierne bien” (Previsión septiembre de 1908, 1 y 2).
La demanda de “buen gobierno” es un contenido clásico del republicanismo en todos los contextos en los que ha tomado forma histórica real. Ahora, la pretensión de efectivizarlo era, en el contexto de Cuba en 1912, una demanda revolucionaria: la fraternidad como ideal potenciador de la igualdad y el recordatorio permanente del racismo anti-negro como atributo de lo nacional. José Margarito Gutiérrez lo denunciaba con claridad: “La responsabilidad en este caso [de las cuestiones planteadas por la “raza de color”] recaería sobre nuestros compatriotas blancos ilustrados, pues muy claro les estamos manifestando nuestras necesidades y modo de pensar y de sentir, viendo que ellos no se ocupan de unir al pueblo entre lazos de verdadera confraternidad, sino en proceder siempre como colonos que todavía no se han podido quitar el ropaje que le dejaron los malos hábitos de la dominación española, buscando un tercero a quien echarle la culpa de su imprevisión y procedimientos pésimos…” (Gutiérrez 1908).
Desde esta lógica de contienda, la noción de “pueblo cubano” suponía el reconocimiento del racismo y un cuestionamiento del nacionalismo como fraternidad “horizontal”. A diferencia de cómo lo ha explicado Benedict Anderson, el nacionalismo es un campo que articula fraternidad con dependencia. Asegura “fraternidad” entre los ciudadanos de primera y segrega como excluidos a los “de segunda”.
La fraternidad racial, como lenguaje de armonía, era un ideal que despolitizaba la democracia: justificaba la desigualdad, en lugar de potenciar la igualdad. Su vínculo con el nacionalismo recordaba sus usos: era un idioma para articular lazos de dependencia con el Estado a través de la ciudadanía, no definidos por el sentido horizontal de hermandad fundacional sino más bien por jerarquías configuradas por raza, género y estatus socioeconómico (Lomnitz 2009).
El ideal de la fraternidad comportaba, entonces, serios problemas para dar cabida a un nuevo discurso nacional sobre la constitución democrática del pueblo cubano. Se basaba en el hecho de la diferencia entre blancos y negros y en la necesidad de su convivencia como desiguales en el espacio nacional. La imagen debía experimentar cambios sustanciales en los 1930. En 1935, Gustavo Urrutia explicó que “Desde el año 68 hasta el estreno de la República, la prédica igualitaria del hermano blanco, y los hechos mismos, mantuvieron un solo ideal cubano para todos los criollos. Excluida radicalmente la cuestión de razas y colores, ¿qué motivos podía tener entonces el negro para recordar su origen africano, para sentir y expresar su arte vernáculo, para tener un alma distinta de la del cubano que a su vez tampoco se sentía ligado a su tronco español?” (Urrutia 1935).
El nuevo discurso de los 1930 —forjado fundamentalmente en la revolución popular contra Machado— tenía que dar cuenta del origen, la cultura y el “alma” negras dentro de la nación. Un texto de Diario de Marina había sugerido en 1912 una metáfora de la nación que solo podía concebirse en el contexto discursivo de la fraternidad racial: “de ´blancos´ y ´negros´ se compone el arroz con frijoles y es un plato muy típico de Cuba y bastante sabroso” (Fulano de tal, 28 de mayo de 1912). Otra metáfora muy distinta a la del “arroz con frijoles” tendría un éxito arrollador en los 1930: la del “ajíaco”, elaborada por Fernando Ortiz, como símbolo de la nación mestiza, que da como resultado de su cocción un producto mezclado que “despurifica” a los blancos y negros que entraron juntos al caldero nacional.
La irrupción del discurso del mestizaje, con su propuesta de un tipo nacional integrado por una única mezcla racial, en los 1930, complicó el uso discursivo de la metáfora de la fraternidad que encontraba la democracia en el diálogo horizontal entre blancos y negros. Pero el uso de la metáfora confrontaba también obstáculos materiales. El nuevo nacionalismo, para ser efectivamente inclusivo, y proponer una noción de “pueblo cubano” susceptible de ser aceptada mayoritariamente, tenía que cuestionar la invisibilización del racismo, dar cuenta de la discriminación racial y elaborar un nuevo pensamiento antropológico sobre el estatus igualitario del negro en la construcción nacional. En ese contexto, la fraternidad no podía ser un lenguaje “nacional”, que expresara la convivencia democrática al interior del pueblo cubano. Así, la fraternidad pasó a ser invocada solo por sectores negros revolucionarios o reformistas, que defendiesen lo negro como identidad cultural y política, como fue el caso de la Sociedad Adelante en los 1930, cuyo lema era “fraternidad y confraternidad”.
El problema de la fraternidad como recurso simbólico de integración política del pueblo cubano eran los discursos que continuaban negando la existencia del racismo en el país. La negación tuvo diferentes formas: abarcó desde el simple desconocimiento, hasta la lucha por el olvido del racismo, pasando por argumentos condescendientes según los cuales hablar del racismo era peligroso, y que el negro era una “raza poco trabajada” por la civilización que “con el tiempo” accedería a mayores cotas de justicia.
El “socorrido tabú” del “peligro negro” era una forma de contener la emergencia del activismo negro. La crisis de 1929 fue de enormes dimensiones para muchos sectores sociales, pero fue particularmente grave para los negros, en su mayoría pobres, que colocaron en el hecho revolucionario de 1930 sus esperanzas de justicia social y racial. Ese activismo, unido a la sociabilidad “de color” preexistente, fue el que sostuvo el ideal de fraternidad contra la pervivencia del racismo, asociado por unos al imperialismo y por casi todos al fascismo.[5]
Organizaciones antirracistas como la Federación Nacional de Sociedades de Color, la Asociación Adelante, el Club Atenas, el Comité Contra la Discriminación Racial, La Hermandad de los Jóvenes Cubanos, o Unión Fraternal no promovían “la lucha de razas”. Exhortaban a ponerse, blancos y negros, “al servicio de una pura y fecunda fraternidad cubana”. (“No hay tal peligro negro”, 1935) Acción Socialista, en denuncia del linchamiento de José Proveyer en Trinidad en 1934, recordaba que la “Patria se fundó con sangre de blancos y de negros, que se hermanaron en las luchas por la independencia, y todos por igual deben tener los mismos derechos, e imperar entre ambas razas la más absoluta confraternidad” (“Los sucesos de Trinidad”, 1934). Ninguno de estos enunciados justificaba el statu quo racial, antes bien eran denuncias de sus regímenes de exclusión.
Manteniendo la vigencia del ideal beligerante de fraternidad, los sectores de color antirracistas construyeron en la fecha “contrapúblicos” —actores sociales organizados que confrontaron la opinión pública dominante— que afirmaron la contemporaneidad de la injusticia sufrida por el negro en el proceso republicano cubano: no eran sujetos que hubiesen sufrido solo una injusticia en el pasado sino que la padecían en el presente, porque el presente las reproducía. Sectores revolucionarios, como los comunistas, veían el racismo como un atributo de la casi totalidad de la clase política cubana: del ABC, de los menocalistas, de los nacionalistas, de los marianistas y de los auténticos, y respondieron a ellos apelando a la fraternidad entre la raza negra y la clase obrera (Roca 1939, 267).
Por su parte, la clase política cubana —fuesen los viejos actores oligárquicos o los sectores burgueses en busca de ganar el control del proceso post-revolucionario— tenía serios problemas para emplear el código de la fraternidad.
No podían contar para esa fecha con el argumento “científico” de razas desiguales entre sí. A instancias de Fernando Ortiz, el octavo Congreso Científico Panamericano, celebrado en Washington en mayo de 1940, había tomado un acuerdo cuyo texto decía: “considerando que la expresión ´raza´ implica una herencia común de características físicas en grupos humanos y que no se ha demostrado que tenga conexión alguna causal con realizaciones culturales, cualidades psicológicas, religiones ni lenguajes, el Octavo Congreso Científico Panamericano resuelve: que la antropología rehúsa prestar apoyo científico alguno a la discriminación contra cualquier grupo social, lingüístico, religioso o político, bajo pretexto de ser un grupo racialmente inferior” (“Las razas ante las leyes y las costumbres”1940, 128–29).
Esas clases tampoco podían colocar el principio de fraternidad en el centro de sus discursos por el duro mentís que le habían infligido los hechos: la discriminación continuaba siendo un escándalo en Cuba en los últimos años de la década de 1930.
La discriminación alcanzaba incluso a extranjeros ilustres: al congresista afronorteamericano Arthur Mitchell le fue prohibido alojarse en el hotel Saratoga. Langston Hughes, poeta negro de reputación mundial, fue vejado con motivo de su color en una playa habanera. Las industrias cubanas y extranjeras no empleaban negras ni siquiera “para envolver caramelos, jabones o empaquetar otra mercancía cualquiera” (Cervantes 1938, 8). No eran aceptadas como empleadas en establecimientos comerciales como los ten cents o las importantes tiendas “Isla de Cuba” y “Precios Fijos”. La propaganda de cerveza “La Tropical” ponía por título “Cubanas irresistibles, por su belleza y hermosura”, para asociarlas a las cervezas también “irresistibles por su insuperable calidad”, pero todas las mujeres eran blancas en la publicidad de la cerveza “del pueblo” (1937). La mayoría de los colegios privados, religiosos o laicos, excluían al negro del alumnado. Quintas regionales, y cooperativas médicas, negaban asistencia a “todo mestizo demasiado obscuro”. Algunos salones públicos de billar decían ser “clubes” para evitar la presencia de negros. Lo mismo ocurría con atletas rechazados en lides competitivas organizadas por sociedades blancas. La frase que exigía “estricta moralidad” era un anuncio de prohibición de entrada a hoteles y casas a personas de color. Existían, aunque su número había crecido respecto a las primeras décadas republicanas, pocos médicos, abogados e intelectuales negros “de relieve” en el país, al igual que pocos hombres de negocios negros que hubiesen tenido gran éxito.
Los negros cubanos padecían las peores condiciones higiénicas, con gran incidencia de tuberculosis pulmonar, y un número muy significativo de los que vivían en ciudades lo hacían hacinados y en barrios marginalizados. La discriminación afectaba a los negros de modo atroz en el acceso a recursos como tierra y banca. Activistas antirracistas aseguraban que en el catastro de la industria y el comercio nacional la representación del negro no llegaba “ni siquiera al 2 por ciento. La posesión de la tierra, que en todas partes determina la tenencia del principal elemento productor de riqueza, es para ellos un espejismo remoto” (Ramírez Ros [Revista «TIGRIS», 28 de Febrero de 1914] 1916, 10).
La discriminación abarcaba por igual el complejo cultural del negro. La prensa, en los años previos a 1940, presentaba todavía ciertos delitos comunes como “crímenes de religión”. Fiestas de santo (e incluso fiestas donde apenas se bailaba rumba) eran perseguidas por la policía. Esta postura inferiorizaba cultos y comportamientos “negros” que hacían parte tanto de una sensibilidad como de una sociabilidad auto-reconocidas como populares. Lydia Cabrera —que describió el fundamento de tales actividades religiosas de modo “interno” a las mismas— no usaba las referencias al “fetichismo” ni a los cultos “africanos”. En profundidad, eso hicieron Fernando Ortiz y Rómulo Lachatañeré, al distinguir entre brujería y religión y entre delitos y prácticas litúrgicas. El lenguaje “policial” sobre la “brujería” era incapaz de acceder a esa cultura popular en la que se creaban y recreaban sentidos de una religiosidad y una espiritualidad nacionales.
En tal contexto, no había manera de recurrir a la “fraternidad racial” como lenguaje nacional de constitución política del pueblo. No había “pueblo” alguno dispuesto a aceptar esa metáfora como remedio real a sus males.
Ante ello, actores revolucionarios antirracistas como Salvador García Agüero reelaboraron el discurso crítico de la fraternidad, a la manera en que lo había hecho Julián Serra con su personaje José Rosario. García Agüero no oponía el negro al blanco, pero sí afirmaba la mentira de la fraternidaden tanto “armonía”. En una crónica suya de 1936, la República —“madre perfecta”—, “no establecería [al ser fundada en 1902] preferencias entre sus hijos”. Su relato contaba que el hijo mayor, el blanco, comenzó a regir la casa y a administrar la hacienda al tiempo que le decía a su hermano menor, el negro: “Hasta ayer fuiste esclavo. Hoy eres libre. Pero te falta preparación; adquiérela y compartiremos nuestro patrimonio. Yo soy tu hermano”. El hijo negro “creyó y obedeció”. “Un día” este mostró que ya sabía lo mismo que su hermano blanco y pensó que debían compartir las faenas duras, la responsabilidad de la administración y del gobierno, la representación ante los extraños, la riqueza, las preocupaciones y el placer. Sin embargo, en la crónica de García Agüero, el hermano mayor no pensaba lo mismo: “Continuó negándole en una u otra forma, la entrada al comedor, a la oficina, y a los salones, y si alguna vez el despojado insinuó la protesta o reproche, le acusó ante los vecinos de ingrato, y aún de tramar violencias fratricidas; y bajo esta excusa llegó una vez a atropellarle. Nadie reprimió al hermano injusto. La madre estaba sometida a su voluntad. Y el rico amigo [Estados Unidos], que a menudo resolvió con sus préstamos los despilfarros de la casa, no amó jamás al hermano pequeño. Así ha vivido hasta hoy en la casa que levantó con su esfuerzo, desamparado por la madre y malquerido del hermano, el hijo despojado: el hijo negro. No debe gratitudes a la madre, pero la respeta. No es feliz en la casa, pero la ama. Además hay en ellas mucho de su sangre y su sudor” (García Agüero 1936).
Era difícil no ver el rostro verdadero de la nación en este discurso. En ello, resultaba perentorio cuestionar las fronteras del racismo y resolver “en cubano” el “problema negro”. Si el racismo era “anti-patriótico y anti-cubano”, (Benítez 1939, 10–11) los alcances del tema no podían limitarse a dejar intocada la definición de la nación, y tratar solo de remendar sus exclusiones. Martí sería convocado para rendir servicio a este interés. Una glosa de Enrique Roig de Leuchsenring recordaba al Maestro, y aseguraba que: “Es necesario (…) contar con los elementos nativos y con ellos crear la nacionalidad” (Roig de Leuchsenring, Emilio 1936).
El horizonte de la democracia racial pasaba no solo por vencer el “trauma del PIC”, sino por “incorporar” al negro a la sociedad y a la cultura cubana y crear con ellos el “rostro definitivo” del pueblo cubano. Se trataba de redefinir la nacionalidad y de re-identificar al pueblo cubano. El discurso de la Cuba “nueva” debía tener así entre sus contenidos la renovación de la imaginación sobre la raza. El entonces joven poeta Nicolás Guillén, en dura polémica con Luis A. Baralt le espetó que: “Es triste tener que sacar de su error al doctor Baralt…. Es triste, porque habrá que decirle que esa Cuba “nueva” que él sueña es una Cuba viejísima. Una Cuba unilateral, falsa, hitlerista, compurga de sangre, abecedaria y socialera, que por fortuna no pasará de mera exposición periodística, de tema para conversaciones familiares, de ardiente aspiración que la realidad se encargará de aplastar brutalmente. […] Porque no habrá revolución verdadera sin que las masas hoy ahogadas cuenten en ella y sin que nuestra patria deje de ser una colonia asentada sobre las cenizas, todavía demasiado calientes, de la esclavitud” (Guillén 1935).
Diversas propuestas intentaron procesar el reclamo de Guillén y formularon diferentes versiones de la nacionalidad y del pueblo cubanos en los 1930. Se trata de algo poco visibilizado: la definición sobre el lugar del negro se encuadraba en varios proyectos de nación beligerantes entre sí en esa fecha. Para lo que importa a este texto, valga solo retener cómo la noción republicana revolucionaria de fraternidad partía, primero, de reconocer el racismo nacional, y exigir que potenciara la igualdad real, social y racial. Fue eso también lo que hizo, junto a los sectores negros revolucionarios y reformistas, el marxismo cubano más heredoxo y sofisticado de la época. Cuando en 1925 un grupo de blancos cazaron a tiros a negros en un parque en Villa Clara, el líder comunista Julio Antonio Mella aseguró: “queremos y amamos la fraternidad entre todas las razas y entre todos los pueblos, pero a condición de estar en pie de igualdad. Una fraternidad entre tiranos y esclavos es una abyección, cual la camaradería entre crapulosos y prostitutas. La justicia se conquista, o se merece la esclavitud.” (Mella 1975).
Notas
[1] Ver análisis sobre el tema de la fraternidad racial en Brasil en (Alberto 2011); en Colombia en (Lasso 2007), y en Cuba en (De la Fuente, Alejandro 2000) Sobre el Partido Independiente de Color, en específico, ver (Morales 2011)
[2] Raquel Mendieta analizó la “carga peyorativa” de la crítica de Sanguily al poeta Plácido como ilustración “de la variedad de matices con que dentro de los propios sectores independentistas —y aún antimperialistas— se analizaban los problemas socioraciales de Cuba”. (Mendieta Costa 1989, 61)
[3] La bibliografía sobre el tema es amplia. Por ejemplo, ver (Helg 2000), (Meriño Fuentes, María de los Ángeles 2006), (Rodríguez 2010), (Fermoselle 1998), (Pappademos 2011) Un libro clásico sobre el tema es (Portuondo Linares 1950) No abordo en este texto algunas de las polémicas relacionadas con el PIC, como la de su “anexionismo”, para esto, ver (Fernández Robaina) y (Rodríguez)
[4] Por ejemplo, cuando un ciudadano estadunidense se negó a atender en 1909 a un ciudadano cubano “de color” en un barbería abierta al público en Camagüey, el informe que rindió cuenta del caso aseguró que: “Sean cuales fueren las preocupaciones que existan en los Estados Unidos, con respecto a la diferenciación de razas en el orden social, esas preocupaciones que sin duda alguna han existido también entre nosotros como dolorosas reminiscencias de la esclavitud, han ido desapareciendo, de modo gradual, pero efectivo, de una parte por consecuencia natural de nuestras guerras de independencia, y de otra parte por los desenvolvimientos de la cultura de la raza de color, que ha alcanzado en estos últimos tiempos, tanto por el mandato de la ley, cuanto por su personal esfuerzo, acceso a los puestos más elevados de la República, sobre la base de igualdad de derechos en relación con los demás ciudadanos”. („Las razas ante las leyes y las costumbres de Cuba.“ 1938, 104–7)
[5]Actores comunistas establecieron la conexión entre el terror antinegro y la política imperialista: “El linchamiento del joven estudiante negro Proveyer y el ataque a la población negra de Trinidad, significa el comienzo de una ola de asesinatos, terror y linchamientos sobre la población negra del país y sobre el movimiento obrero en general, encabezado por el ABC en complicidad con los demás sectores burgueses latifundistas, bajo la dirección del imperialismo yanqui a través de su representante en Cuba, el experto en matanzas de obreros: Mister Caffery”. (“Alcemos nuestra más enérgica protesta contra los lynchamientos de Trinidad” 1934, 6)
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