
Un grave problema amenaza las democracias latinoamericanas: la excesiva influencia de los ex-presidentes en la política. El fenómeno no es algo nuevo al sur del Río de Bravo. Desde el mismo momento del nacimiento de las naciones latinoamericanas, el caudillismo ha sido una característica presente. Los caudillos de hoy han cambiado los sables por las cámaras y micrófonos. En la actualidad, la vida política de numerosas repúblicas latinoamericanas está, hasta cierto punto, dominada por sus ex-presidentes. En Chile, desde el 2006, La Moneda se ha alternado entre Michelle Bachelet y Sebastián Piñera. En Colombia, Álvaro Uribe (quien también es senador) y Andrés Pastrana, dirigen dos partidos políticos y anunciaron su intención de presentar un candidato conjunto para la carrera electoral. En Brasil, Lula da Silva es uno de los pre-candidatos a las próximas elecciones, si es que logra presentarse en medio del proceso que enfrenta por corrupción. En Perú, el Fujimorismo es una facción política todavía poderosa, manteniéndose en el centro de una crisis política y constitucional.
En Uruguay, Tabaré Vázquez entregó la banda presidencial, en el 2010, para luego recibirla nuevamente en el 2015. En la República Dominicana, el ex-presidente Leonel Fernández ha servido en dos ocasiones distintas, es el líder del Partido de la Liberación Dominicana y es un posible candidato para correr nuevamente en el 2020. Lo mismo ocurre con Hipólito Mejía, quien es principal contrincante de Fernández en las discusiones políticas de la República Dominicana, y ya ha anunciado que correrá nuevamente en 2020, tras haber sido derrotado en las urnas en el 2012. En Argentina, tres ex-presidentes (Fernández de Kirchner, Menem y Rodríguez Saá) se han juramentado en el Senado de su país. Todos estos casos sin contar aquellos presidentes que han reformado (o pasado por alto) sus respectivas constituciones para mantenerse en el poder más allá del tiempo límite establecido antes de su llegada al mismo. En los últimos 20 años, aproximadamente la mitad de los países latinoamericanos han tenido presidentes que han servido más de dos períodos presidenciales, se han reelegido, intentado reelegir, u ocupado algún cargo político luego de dejar la primera magistratura.
En el caso de Ecuador, el país está viviendo una crisis política como consecuencia de las desavenencias del ex-presidente Rafael Correa con su primer lugarteniente, el actual presidente Lenin Moreno. La inestabilidad política no es algo nuevo en ese país. Desde su primera Carta Magna, en 1830, Ecuador ha tenido, hasta la fecha, 20 constituciones. Algunas han durado solamente un año y algunos meses, como es el caso de las constituciones de 1851 y 1945. Para más, desde 1996, Ecuador ha tenido 11 presidentes (8 de ellos por espacio de dos años, o menos) al frente del país. Varios de estos ex-presidentes, como Abdalá Bucaram, Lucio Gutiérrez, y ahora Rafael Correa, intentan seguir incidiendo ante la opinión pública ecuatoriana.
La campaña electoral de Moreno se hizo bajo la premisa de continuidad de la Revolución Ciudadana. Entiéndase bien: el legado de Correa. No obstante, Rafael Correa, al final de su mandato, no contaba con el amplio apoyo popular que disfrutó al inicio de su gobierno. Este “inició su gestión en enero de 2007 con el 73 por ciento, con el 68 por ciento de aprobación promedio en su primer año de gobierno; en los 10 años de su mandato el promedio fue del 54 por ciento con tendencia a la baja desde el año 2015, hasta el 48 por ciento en mayo de 2017” (CEDATOS). Durante los últimos años en el poder sufrió un duro desgaste de su política económica, varios escándalos de corrupción de sus asociados y su continua pelea con distintas esferas de la sociedad civil, incluyendo sectores indígenas. No son pocos los que acusan al ex-presidente de mantener una actitud arrogante y déspota. No obstante, incluso los más bajos números de aprobación no son graves si se comparan con los pares de la región.
Además, dado el fin de las bonanzas en el precio de las exportaciones de materias primas, y presionado en mantener fuertes inversiones en proyectos de infraestructura, el gobierno de Correa comenzó a solicitar grandes cantidades de créditos, en especial de China. Para hacer frente al pago de los intereses de la deuda, se comenzó a aumentar los niveles impositivos. Una ley en especial, la de Plusvalías, ha sido sumamente impopular. Distintos economistas han apuntado que su efecto sobre la economía ha sido negativo, decreciendo el valor de los inmuebles y estancando el sector de la construcción. Por otro lado, en el 2009, la relación de la deuda pública con el producto interno bruto era del 12.2 por ciento, su nivel más bajo. En el 2017, último año de Correa, se triplicó al 32.5 por ciento (Subsecretaría de Financiamiento Público).[1] No es de extrañar que, ante este cuadro, el crecimiento de la economía ecuatoriana comenzó a desacelerarse junto a la aprobación de su desempeño.
La victoria electoral de Moreno resultó viable debido, principalmente, a dos elementos: a) la ausencia de un candidato opositor llamativo al electorado y b) la aun considerable popularidad de Rafael Correa, a pesar del desgaste político que ha sufrido. Tal popularidad, en un país con una tradición política tan inestable, ha llevado al movimiento “Alianza País” a prácticamente convertir el Ecuador en un sistema unipartidista de facto.
Durante el conteo de votos en ambas rondas se produjeron demoras, especialmente en la segunda vuelta, sumado a la caída del sitio web del Consejo Nacional Electoral, lo cual movilizó a opositores bajo el argumento de que se habían producido irregularidades. No obstante, la misión de observadores electorales de la Organización de Estados Americanos (OEA) descartó irregularidades y confirmó que la elección había transcurrido de acuerdo con estándares internacionales.
Incluso antes de posicionarse en el Palacio de Carondelet, Moreno comenzó a dar señas de desvirtuarse de la misma línea política de su predecesor. Estos pasos sorprendieron a numerosos observadores políticos, incluyendo el propio ex-presidente Correa. Moreno comenzó a sostener diálogos con sectores que su predecesor había pugnado (especialmente el sector privado y la prensa), y pronto desestimó el tono de confrontación que ha caracterizado la figura de su antiguo jefe. Además, el nuevo Presidente comenzó a criticar a su predecesor debido al nivel de la deuda nacional, principalmente la alcanzada luego de la salida de Moreno del gobierno como vicepresidente. Moreno, incluso, llegó a afirmar que el nivel de la deuda era mayor que lo que se había anunciado previamente bajo la anterior administración. El propio vicepresidente de Moreno, Jorge Glas, quien también le sustituyó como vicepresidente de Rafael Correa, fue acusado por la fiscalía de corrupción en un caso relacionado con el escándalo de Odebrecht. Moreno, en medio de una campaña anticorrupción, le retiró cualquier función gubernamental. En diciembre pasado Glas fue sentenciado a seis años de privación de libertad.
La respuesta del ex-presidente Correa no se hizo esperar. Primero desde Bélgica, país donde se domicilió luego de dejar la presidencia, y luego desde el propio Ecuador, donde viajó en noviembre. Entre las filas del movimiento “Alianza País” igualmente ha habido una disputa entre los asambleístas nacionales, dependiendo de las distintas facciones y alianzas. A finales de octubre los miembros del partido “Alianza País” leales a Correa, iniciaron un proceso para destituir a Lenin Moreno como líder del partido y entronar a Ricardo Patiño, antiguo ministro de Relaciones Exteriores y de Defensa, como nuevo líder. Moreno impugnó este proceso ante el Consejo Nacional Electoral (CNE), quien desconoció a Patiño. La decisión del CNE luego fue confirmada por el Tribunal Contencioso Electoral. Tras esta decisión, pesos pesados del correísmo como Gabriela Rivadeneira, Ricardo Patiño y el propio Rafael Correa, abandonaron la institución para fundar un nuevo movimiento político llamado “Movimiento Revolución Ciudadana”.
Sin embargo, la principal contienda entre ambos estadistas ha sido la consulta popular y referéndum desarrollado por Lenin Moreno a inicios de febrero. Mediante este proceso se realizaron a los electores siete preguntas, entre ellas la posibilidad de reformar la Constitución para eliminar la reelección indefinida e inhabilitar en la vida política a aquellos que han sido condenados por actos de corrupción, y eliminar la Ley de Plusvalías. El voto afirmativo tuvo como promedio una aprobación superior al 65 porciento. Con esta consulta popular y referéndum, la nueva administración pretende blindarse de la posibilidad de que Rafael Correa retorne a Carondelet y dar una muerte civil a aquellos correístas críticos de la actual administración que se encuentran imputados o condenados en procesos de corrupción, como es el caso de Glas y otros funcionarios. Es relevante resaltar unas palabras de Lenin Moreno ofrecidas al diario El País: “he manifestado siempre que no estoy de acuerdo con las reelecciones. A veces ni siquiera una sola. Una reelección indefinida ya se convierte en una dictadura disfrazada de democracia. El círculo del mandatario le crea un halo de que él está predestinado, que es casi un enviado de Dios.”
También se incluyó una pregunta para la restructuración del Consejo de Participación Ciudadana y Control Social. Entre las principales funciones del mencionado Consejo se encuentran investigar denuncias sobre actos u omisiones que afecten a la participación ciudadana o generen corrupción; y designar, mediante ternas propuestas por el Presidente, a varios funcionarios clave del sistema judicial ecuatoriano (como el Procurador General, al Defensor del Pueblo, al Fiscal General, el Contralor General, los miembros del Tribunal Contencioso Electoral y el Consejo de la Judicatura). Los miembros de este Consejo de Participación Ciudadana, que gozan, en la práctica, de gran poder, son vistos como leales a Correa y algunos incluso han ocupado cargos en la anterior administración.
En una entrevista, el fallecido ex-presidente Néstor Kirchner dice que le comentó al ex-presidente Hugo Chávez, “(…) creer en que una sola persona puede ser la garantía [de un proceso político], es lo mismo que creer que una sola potencia puede arreglar los problemas del mundo.” En América Latina, políticos de una tendencia y otra deben abandonar la idea de que sólo ellos son los que pueden solucionar los problemas de sus respectivos países. No obstante, más importante aún es que los electores lo tengan claro. Los problemas sociales, económicos y políticos se afrontan y solucionan cultivando el respeto a instituciones democráticas y valores de buena gobernanza. Por el contrario, fomentar el culto a la personalidad de los líderes, cualquiera que sea su nombre o ideología, no es más que reforzar el camino del autoritarismo.
Nota al Pie:
[1] No obstante, el nivel actual ha aumentado a 34.3 por ciento y representa aproximadamente la mitad de la deuda alcanzada en el 2000 con un 65.1 por ciento tras la crisis financiera de 1999, también conocida como Feriado Bancario y que trajo como consecuencia la dolarización del país.