
Foto: Ismael Francisco/ Cubadebate
El ejercicio de la jefatura del Estado y del gobierno, en todo momento y lugar, demanda de un conjunto de legitimidades. En unos casos, la historia exige o posibilita con mayor éxito una parte de estas, que por lo general atenúan la debilidad ante otras legitimidades necesarias; y, de esta forma, se sostiene de manera suficiente la cualidad en el desempeño de tales funciones. En los primeros meses del próximo año 2018, Cuba experimentará el relevo en la presidencia de la República, lo cual será un suceso inédito, que jamás ha sido experimentado por la generalidad de los cubanos.
Por ende, lo anterior suscita interés y mucha expectativa. Algunos vislumbran un nuevo líder al frente de un proceso social agudo, y otros, a un mero funcionario a merced de intereses, compromisos y poderes ya establecidos. De seguro será un híbrido de todo esto y, quizá, de mucho más. Sin embargo, en todo caso, o precisamente por la concurrencia de disímiles condicionantes que presionarán a la próxima presidencia del país, quien ejerza este importante cargo necesitará poseer un conjunto de legitimidades y deberá disfrutar de algunas que, en las actuales circunstancias, le resultarán decisivas.
Entre dichas legitimidades podríamos citar: i) la capacidad para hacer coincidir, de manera funcional, las necesidades y los anhelos de la sociedad, las condiciones del país, las perspectivas de los poderes de facto, y sus propias proyecciones de gobierno; ii) la capacidad para entusiasmar al pueblo, ofrecerle confianza y seguridad, e implicar a la generalidad de la ciudadanía; iii) una alta capacidad de interlocución y de confianza con actores, instituciones y estructuras de gobierno de otros países y regiones, así como del “orden” internacional; iv) la capacidad organizativa para asegurar el desarrollo del entramado económico, legal e institucional de la Isla; v) una sensibilidad cualitativa política y económica; vi) la capacidad de encauzar las potencialidades de toda la pluralidad nacional y asegurar, continuamente, un mejor pacto social; vii) una contundente modestia que le permita ser aceptado por todos, o por casi todos, y evite el rechazo de actores, grupos y segmentos, con legitimidad, autoridad, cuotas de poder e influencias; viii) la firmeza y la audacia ante aquello que considere imprescindible, y ix) la oportunidad de llegar a tan alta responsabilidad por medio de un proceso que le garantice el respaldo, el reconocimiento, la aceptación y el acatamiento de la generalidad de la población, o de la mayoría, sobre todo en la primera etapa de su mandato, cuando aún no habrá podido demostrar las cualidades anteriores y así sostener su autoridad también por medio de estas.
Sobre todas ellas debemos discernir y aportar todo el universo de elementos y matices que puedan contener. No obstante, quizá debamos comenzar por el análisis acerca del proceso a través del cual debería llegar a ocupar la presidencia de los Consejos de Estado y de Ministros, desde la perspectiva de que debe poder asegurar lo señalado al final del párrafo anterior.
En cuanto a la elección del presidente de cualquier República, no cabría dudas acerca de cómo debería ser, al menos si tenemos en cuenta la Filosofía política, o sea, la experiencia acumulada sobre el “deber ser” al respecto. Sin embargo, todo “deber ser” está llamado a constituirse en un referente “lejano” que indique a dónde llegar y, a su vez, en un empeño “cotidiano”, para acércalo al presente y concretarlo en cada momento, en la mayor proporción posible.
En tal sentido, siempre he propuesto y defendido que el presidente de nuestra República sea electo; fíjense bien que este término, “electo”, se diferencia de otro que puede llegar a estar en sus antípodas: la designación. También defiendo que tales elecciones se deben realizar de manera directa y secreta por la ciudadanía. Igualmente, sostengo que estas elecciones han de efectuarse por medio de la competencia entre varios candidatos. Del mismo modo, sustento que tales elecciones sean realizadas periódicamente; pues nadie debe ocupar este cargo de manera vitalicia, ni más allá del tiempo en que pueda disfrutar de una auténtica legitimidad.
En el debate sobre este asunto, y teniendo en cuenta el “deber ser”, sólo puedo aceptar una consideración diferente a la mía. Me refiero a la preferencia de que el primer mandatario no sea electo de manera directa por la sociedad, sino a través del voto de los parlamentarios. Reconozco los sólidos argumentos de quienes defienden esta modalidad, pero en este caso siempre me inclino a favor de la participación ciudadana y, además, estimo que en Cuba aún durante mucho tiempo esto último sería más conveniente, eficaz y beneficioso.
No obstante, al pensar en cualquier posible “mejor proceso”, capaz de conducir con legitimidad, capacidad y certidumbre, a un cubano, sean quien sea, al frente del Estado y del gobierno, en el próximo mes de febrero, tendremos que lograr la mayor conjunción entre el “deber ser” y las actuales condiciones sociales e institucionales del país. Análisis al cual me acercaré en algún trabajo posterior.
Ello se hace imprescindible ante cualquier perspectiva que se anhele para el siguiente presidente de la República. Estas pueden moverse entre quienes aspiran a que sea una especie de réplica de lo acontecido, que en todo caso estará -por fuerza de la naturaleza de las cosas- muy alejada de las prácticas conocidas; aquellos que ansían el tránsito hacia un modelo que rompa de manera radical y abrupta con el sistema establecido; y muchos otros que, de diferentes formas, pretenden y necesitan un cambio también radical y monumental, pero al modo de una evolución del modelo.
Estos últimos prefieren consolidar la paz, el orden, el progreso, la justicia, la libertad y una creciente democracia, pero por medio de la serenidad y de una filosofía que nos integre cada vez más. Reclaman que Cuba haga tributar nuestra diversidad creciente al bien de todos y de cada uno; que oriente toda nuestra historia y la de sus más destacados actores, de todas las épocas, generaciones y tendencias, hacia la capacidad de contribuir y sostener el actual bienestar de la Patria.
Ante todo esto, es posible afirmar que el próximo presidente de Cuba conseguirá éxito sólo si es capaz de constituirse “en puente”. Un “puente” entre todos los puntos cardinales de la nuestra nación, que metafóricamente quizás sean muchos más que el norte, el sur, el este y el oeste.
Bruno dice:
La ausencia de las condiciones aquí enumeradas, es lo que ha creado la apatía y la incultura política de nuestro pueblo, cuya inmensa mayoría no sabe qué es una elección presidencial; por lo tanto, hacer las elecciones ahora mismo, bajo las condiciones existentes, el resultado no sería muy diferente a que no se hicieran y continuemos en lo mismo. Para paliar esta ignorancia política, habrían de darse otras condiciones que simplemente ahora no se permitirán. Cómo se permitiría a personas posibles candidatos presidenciales, exponer sus puntos de vista? Cómo y cuándo se brindaría total información sobre lo hecho hasta el momento (total es lo bueno y lo malo) para poder componer y defender un diferente punto de vista y una nueva proposición sobre la construcción política económica y social del país? Francamente, Roberto, esto me parece ciencia ficción. Alabo mucho su trabajo de ir contribuyendo al cambio. Tal vez será posible en 50 años más, pero ahora??????
Benjamin dice:
Para que todo esto se materialice, primeramente habría que permutar la isla de Cuba geográficamente; a Escandinavia, quizás. Aún así, no estaría a salvo de los tentáculos neoliberales que estrangulan al mundo a través de la llamada globalización y que impide la materialización de toda esa entelequia democrática. Por cierto, en Cuba hay mucho más cultura política que en muchas partes del mundo.