El calendario chino está definitivamente equivocado. No estamos en el año del “Gallo de Fuego”, sino en el año de la “Zanahoria”. Y no comenzó el 28 de enero de 2017 para terminar el 15 de febrero de 2018, sino el 20 de enero de 2017 y su duración nos parecerá un viaje a la eternidad. En el 2017 la llegada de Trump al poder es el hecho más relevante, delante de Brexit y la declaración de independencia de Cataluña, que marca el ascenso del populismo de derecha en los Estados Unidos y el resto de Occidente.
El “fenómeno Trump” debe ser observado cuidadosamente. El auge de la sátira y la proliferación de los adjetivos denigrantes, desde casi todos los ángulos políticos y rincones del planeta, de una alta calidad en estos días, mueve rápidamente a la risa, remedio infalible; pero puede encubrir y desvirtuar la seriedad que el observador necesita, por los peligros que esta realidad impone.
Después de 590 días de campaña y dentro de los primeros 270 de la Administración, Donald Trump mantiene un agresivo accionar y esfuerzos muy serios para consolidar su poder. Se mantiene el discurso populista conservador, nacionalista, aislacionista, divisionista, racista, misógino, que resuena en diversos estamentos de la sociedad norteamericana, constituidos, rápidamente, en una base política heterogénea por su composición, pero homogénea en su incondicionalidad. Muchísima gente esperaba que una vez ganada la Casa Blanca, este discurso se moderara y fuera más “presidencial”. A estas alturas no quedan de esos ilusos. Sin embargo, por alguna oscura razón, prevalece un estado generalizado de sorpresa y la esperanza individual, manifestada en el espacio público, de que la Administración no llegará al término de cuatro años.
Trump no engañó a nadie. Se presentó tal cual era. Lo que realmente ocurrió es que la gran mayoría no quiso creerle. Solamente la Derecha Alternativa, los neonazis, los supremacistas blancos, el KKK, sabían desde el principio que su representante pujaba por la Casa Blanca y finalmente, contra todos los pronósticos, la consiguió. Negarse a aceptar lo evidente, es un fracaso colosal de la inteligencia, o dicho más directamente, una estupidez.
Al menos tres factores favorecieron la elección de Trump: a) la adhesión creciente de los electores norteamericanos al discurso populista, b) la división y desmovilización demócrata y c) la intromisión del director del FBI, James Comey, en la campaña una semana antes del voto. Esta confluencia implica disfunciones a tres niveles en la sociedad civil, los partidos políticos y el aparato estatal. La sociedad norteamericana va a sufrir las consecuencias de su ceguera selectiva y de las disfuncionalidades señaladas, con toda probabilidad, muy rápidamente.
Política interior.
Aunque el planeta está en vilo observando los vaivenes de la política exterior norteamericana, el aspecto más importante en el sistema de poder norteamericano es la política interior. En este nuevo ciclo gubernativo, el plan es simple, explícito y deliberado: desmontar el Estado encubriendo el acto como el desmonte del legado de Barack Obama. Con una Casa Blanca reconquistada, una “mayoría decisiva” en la Cámara de Representantes y el Senado, en enero, esto parecía coser y cantar.
El primer paso en el propósito de consolidar la victoria, fue la nominación de un juez conservador a la Corte Suprema. Neil Gorsush, vino a llenar la vacante dejada por Antonin Scalia. Los jueces de la Corte Suprema son vitalicios, así que esta nominación es significativa para al menos dos generaciones.
La Corte posee la facultad de revisión judicial y de declarar inconstitucionales leyes federales o estatales y actos de los poderes ejecutivos a nivel federal o estadual. Sus decisiones no pueden ser apeladas. La permanencia de Trump en el poder por varios años, aumenta la probabilidad de la nominación eventual de otros jueces en caso de que se produzcan vacantes. El estimado es que podría nominar hasta un máximo de cuatro jueces si logra gobernar los dos períodos completos, manteniendo una mayoría en el Congreso. Sin embargo, pese a una mayoría republicana en las tres ramas del poder, a partir de este primer paso, nada ha sido coser y cantar. La Administración Trump no ha logrado pasar ninguna gran legislación (major legislation).
La “mayoría” republicana ha visto pasar la mejor parte del año para anotarse cuatro intentos fracasados para repeler y sustituir lo que constituye uno de los más importantes legados de Barack Obama: el ACA (Patient Protection and Affordable Care Act), la Ley que reformó el sistema de subsidios de salud de los Estados Unidos y que es popularmente conocida como Obamacare. La derogación y sustitución de esta Ley, junto a la reducción dramática de los impuestos, constituye el objetivo central del GOP[1].
Según fuentes oficiales, Obamacare cuesta al fisco norteamericano nada menos que un sexto del total del PIB de Estados Unidos, que asciende a unos 18.5 billones de dólares. Una sexta parte de este monto es alrededor de 3.1 billones de dólares. Este gasto supera el PIB de la Gran Bretaña y se acerca al de Alemania. Esto se debe, principalmente, al elevado costo de los servicios médicos, hospitalarios y de los medicamentos. El costoso sistema se basa en una red federal de servicio que ayuda a los más pobres (Medicaid) y a los mayores de 65 años (Medicare) y en una de seguros privados a precios restrictivos que constituye un inmenso negocio. Con la intención de ofrecer cobertura médica a más de 50 millones de personas sin seguro, Barack Obama implementó el ACA, que mencionamos arriba.
Esta Ley, vigente desde 2014, estableció la obligación para las personas de adquirir un seguro de salud, eventualmente subvencionado, y para los seguros la obligación de ofrecer un servicio estandarizado. Retrospectivamente, estas nuevas regulaciones ampliaron considerablemente el número de asegurados, mejoraron el contenido de los contratos de seguro, contribuyeron a mejorar los índices de salud.[2] Además, aunque lo siguiente puede ser sujeto a debate, el ACA parece haber contribuido a reducir el sostenido incremento de los gastos de salud observado en los últimos 20 años. Un estimado del Congressional Budget Office, indica que la supresión de esta Ley conduciría no sólo a disminuir el número de asegurados, sino también un fuerte incremento de los gastos de salud en los años sucesivos[3]. A pesar de los beneficios comprobados y estimados del AC, la gran mayoría de los congresistas republicanos proponen revocar esta Ley o sustituirla por otra vacía del contenido universal tendiente a garantizar la cobertura médica de todos los ciudadanos.
En realidad, el propósito específico de los conservadores es simple: reducir los gastos del Estado todo lo posible. Luego, la reforma o liquidación del ACA tiene un motivo ulterior, a saber, reestructurar el complejo sistema de impuestos y producir un espectacular recorte de los mismos. El GOP actúa bajo la “certeza” de que esta acción estimulará la inversión privada, y favorecerá un crecimiento económico sin precedentes. El mayor beneficiario de tales recortes sería la clase alta norteamericana, que constituye, aproximadamente, menos del 10 por ciento de la población. La ausencia de una reflexión seria sobre las consecuencias de este proyecto de la derecha, produjo un bloqueo en la política general norteamericana manifiesto en la incapacidad de la Casa Blanca de encontrar el quórum necesario en el legislativo, para repudiar Obamacare. Además, ha interferido con la presentación de otro proyecto legislativo, nada simpático a los conservadores, pero que constituye una promesa de la campaña presidencial, de reconstrucción de la infraestructura nacional.
Según la perspectiva republicana, este gran “paquete” de propuestas, tiene la mira puesta en estimular un crecimiento sostenido de la economía norteamericana a razón de un 4 por ciento anual. Semejante meta fue calificada por Warren Buffet (WB), con una sola palabra: “tonta”[4]. Cuando WB considera una meta “tonta”, vale la pena averiguar por qué.
La explicación rápida y simplificada del punto de vista de Buffet, para beneficio del lector, es la siguiente: el 4 por ciento del producto interno bruto norteamericano es de 770 mil millones de dólares, monto que supera el producto interno bruto de cualquier país situado debajo del lugar 16 en la lista de las mayores economías mundiales. Es decir, para crecer a un 4 por ciento anual sostenido, Estados Unidos deberá mantener su gigantesco volumen productivo y agregar, de golpe y porrazo, una producción equivalente a la de un país rico con la misma capacidad instalada y los mismos niveles de productividad actuales: “tonto”.
El 4 por ciento es, además, una meta arbitraria. ¿Por qué no el 3.5 por ciento? Donald Trump no ofreció ningún argumento que apoyara la posibilidad real de alcanzar semejante crecimiento económico. O sea, es una meta hueca, populista, una cifra lanzada al viento a sus seguidores, que creyeron tontamente en la supuesta habilidad del multimillonario de conseguir resultados económicos excepcionales e imposibles para los políticos del establishment. La idea que subyace tras esta supuesta meta, es que semejante crecimiento del PIB compensaría los ingresos al fisco que se perderían en el recorte de impuestos.
La incapacidad de lograr resultados en el área legislativa ha impulsado a Trump a un frenesí de órdenes ejecutivas para implementar su agenda y promesas de campaña. Obama tuvo que hacer algo semejante, al enfrentar una mayoría republicana en el Congreso, a partir de 2014. Las órdenes ejecutivas son un instrumento expedito para decretar decisiones políticas. El legado producido por ellas es temporal y frágil. El siguiente presidente puede deshacerlas, literalmente, de un plumazo. Precisamente, a eso estamos asistiendo. Lo interesante es que Trump acude a semejante expediente, a pesar de tener control absoluto del legislativo. Esto tiene dos posibles lecturas: el control en el legislativo es una realidad cuantitativa; pero no material. O el control legislativo no es importante, lo único que importa es lo que piensa y decide el Presidente. O sea, él y sólo él es el poder real.
El contenido de las 50 órdenes ejecutivas firmadas entre enero 20 y octubre 12, es diverso. Un lugar común en la mayoría de ellas es el desmonte de decisiones tomadas por Obama. La intención en las más importantes, es liquidar las supuestas regulaciones que limitan el crecimiento económico. O sea, son los primeros pasos dados para regresar a un modelo de economía altamente desregulada o “auto regulada”. Entre las más significativas, están aquellas que eliminan las restricciones impuestas a las industrias contaminantes y a la explotación de carbón. En consonancia con esta decisión, se produjo el anuncio de la voluntad de retirar a Estados Unidos del Tratado de París.
En el manejo de la política interior, la Administración Trump exhibe, además, un propósito central: asegurarse la lealtad de su base política. El ocupante del Despacho Oval no ha hecho el más mínimo esfuerzo por ampliar esa base o atraer a otros sectores de los votantes. Esta es una movida interesante que ha generado la siguiente ola de análisis en sentido siguiente: se considera que esta postura, fatalmente divisionista, enajena al actual Presidente una parte importante del electorado y resquebraja su propio partido. Las supuestas consecuencias, a mediano plazo, deberán ser la pérdida del control en el Congreso en las elecciones de medio término (noviembre de 2018) y, luego, en las elecciones generales de 2020, si la presente Administración llegara hasta allá. La pérdida del control legislativo, el año próximo, puede conducir al inicio de la impugnación (impeachment) del presidente Trump, motivada por el Russiangate u otros posibles escándalos de corrupción.
La postura de Trump es interesante. El mantenimiento del discurso “políticamente incorrecto”, mistificador y mitomaníaco, sigue alentando a su base. Ese discurso lo hace parecer consecuente y cualquier desviación de la agenda prometida es vista como una maniobra deliberada de los obstruccionistas demócratas y del refractario establishment republicano. Nunca se aprecia, por su base, como un cambio de rumbo o un engaño del Presidente, ni como incapacidad para gobernar. Las promesas de campaña, por desquiciadas que puedan parecer, siguen siendo consideradas como alcanzables por el Presidente y sus seguidores. Parece evidente que Donald Trump no quiere cambiar el rumbo y enajenarse a la parte fundamental del electorado que lo llevó al poder. O sea, prefiere actuar bajo el principio elemental de “no cambiar lo que funciona”. Lo que “funciona”, en el sistema de valores del Presidente y sus electores, paradójicamente, mantiene paralizado al Estado.
Esta aproximación al problema por parte del magnate de Queens, parece audaz y, desde su punto de vista, acertada. La audacia es correr un riesgo calculado. Es difícil otorgar a Trump una inteligencia y penetración excepcional. Pero puede suponerse que, intuitivamente, percibe la exasperación de gran parte de la población, la cual usa y exacerba para mantener y consolidar el poder. Tratar de ensanchar su base política, sí puede ser considerado una traición por sus seguidores y sí puede provocar la erosión del apoyo.
En este primer año, la base política de Trump ha probado ser inamovible. Las encuestas afirman que se trata del 37 por ciento de los consultados. El apoyo a la gestión del mandatario, en ese grupo, apenas fluctúa. De acuerdo con los sondeos de opinión, el índice de desaprobación de la gestión presidencial se ha mantenido por encima del 55 por ciento. Esto constituye un negativo record histórico en Estados Unidos. Muchos analistas piensan que estos números hablan por sí mismos y acarician la idea enunciada arriba de la terminación del mandato antes del término legal de cuatro años. La realidad parece ser muy distinta: de acuerdo con el registro electoral, los demócratas son apenas un 25 por ciento, los republicanos un 23 por ciento y los “independientes” un 44 por ciento.
Los demócratas son percibidos como un grupo elitista, costero, alejado de los intereses reales del norteamericano medio de las regiones centrales. De acuerdo con Noam Chomsky, este partido ha ido desplazándose hacia una derecha moderada en el espectro político norteamericano. Este es un partido claramente en crisis, paralizado por la demoledora derrota a manos de Trump, frente al que no pudo ofrecer un frente común, ni tácticas coherentes.
Los republicanos difícilmente pueden ser considerados hoy un partido, en sentido estricto. Más bien estamos ante un grupo de facciones divididas, y hasta opuestas, que se movieron a la extrema derecha y que, según Chomsky, se salieron del espectro político norteamericano. El conservadurismo y sus postulados esenciales, están hoy en entredicho en Estados Unidos, cautivos de los hermanos Koch y de FOX News. El partido de Reagan, los Bush, McCain o Mitch Romney, está en fase de extinción. Lo que queda es una burocracia refractaria que constituye hoy el establishment conservador, dominado por un grupo reformador ultranacionalista que cuestiona, abiertamente, los fundamentos del Estado y de un orden mundial cooperativo y solidario.
Los “independientes” no son nada. Esta supuesta “parte” del electorado no constituye una fuerza política. Es decir, la mayoría de los electores norteamericanos son simples espectadores en la tragicomedia, además de estar dispersos en todo el espectro político, compartiendo un difuso sentimiento de no ser respetados, o tenidos en cuenta, en el sistema político vigente. Un conato que pudiera estar anunciando el nacimiento de esta tercera fuerza, fue la campaña de Bernie Sanders por la nominación demócrata a las elecciones generales del pasado año. Luego de la derrota en las primarias, se apagó el fuego de una visión donde prevalece la necesidad de fortalecer los mecanismos de justicia social.
Un reputado abogado y analista político norteamericano, Michael Smerconich, conductor de un programa de radio en Filadelfia y de un espacio matinal sabatino en CNN, se preguntaba, con un dejo de sorpresa y frustración, por qué el movimiento independiente no lograba alcanzar la preeminencia necesaria en Estados Unidos. Smerconish, erróneamente, percibe a este movimiento como ubicado entre demócratas y republicanos. Semejante visión simplificadora es común, e ilustra lo decepcionante que pueden resultar los análisis de prensa y académicos en Estados Unidos, desde el punto de vista estrictamente intelectual, sobre su historia y presente situación.
El conato “revolucionario” de Bernie Sanders no se ubica en política al “centro” del establishment. Algunos “independientes” pudieran estar en esa zona, como el propio Smerconish, pero la mayoría está realmente a la “izquierda” en el espectro. Su acción tiende, inmediatamente, a debilitar a los demócratas, al absorber la parte más radical de su base. La mejor prueba son los resultados electorales de noviembre de 2016. Una importante fracción de los seguidores de Bernie se quedó en casa el 8 noviembre. Con su inacción, estos ciudadanos contribuyeron a la victoria del bando contrario. El movimiento “independiente” apenas tiene impacto sobre la derecha norteamericana.
Sin embargo, está emergiendo una agresiva facción que viene a sembrar el desconcierto en las filas del establishment conservador y lo amenaza abiertamente: la Derecha Alternativa (Alt Right). Donald Trump es el líder de esa facción. Lo reconozca o no. Su alabardero es Steve Bannon.
Bannon, el director ejecutivo de un periódico virtual llamado Breitbart News, llegó a ser consejero de campaña y asesor político principal de Trump en la nueva Administración. Despedido en agosto pasado, luego de que su permanencia en el ala oeste de la Casa Blanca se hiciera intolerable y tóxica, volvió a Breitbart y anunció el inicio de lo que llama la “Guerra contra el establecimiento conservador”. Breitbart, según Bannon, es la plataforma de la Alt-Right.
La Derecha Alternativa en Estados Unidos ha saltado de la condición de corriente marginal a facción reaccionaria, agresiva, intelectualmente estructurada, resultado del resquebrajamiento del conservadurismo norteamericano. Las primeras fisuras de este establecimiento aparecieron con la victoria de Obama en 2008, bajo el vocinglero e inconforme autodenominado Tea Party.
Alt-Right se diferencia de aquella fracción encabezada al inicio por Sarah Palin en que no es parte del establecimiento conservador, sino que lo rechaza y quiere sustituirlo. Los postulados de esta nueva derecha no están necesariamente ajustados a la idea tradicional de conservadurismo norteamericano, sino que más bien enarbolan una visión escéptica del Estado y pretenden una reducción de las funciones institucionales y de gobierno, con un discurso inconforme que recurre sobradamente a la invectiva, la exageración y las falsas acusaciones. Exactamente, el mismo método de Trump. Se les acusa de promover la islamofobia, el anti-feminismo, el anti-semitismo, el anti-sionismo, el etnonacionalismo, el populismo de derecha, el nativismo (los nativos primero), el tradicionalismo.
La gran confusión sembrada por el activismo febril de sus partidarios, especialmente en Internet y redes sociales, da lugar a esta multiplicidad de tendencias que se le atribuyen. En realidad, la Alt Right no tiene una ideología formal. Algunas alusiones a un anti-semitismo y anti-sionismo, que parecen connaturales a las posiciones de la extrema derecha en Occidente, son incorrectas: varios de los más importantes y mejor articulados ponentes de Breitbart son judíos y defienden las posiciones hegemónicas de Israel después de haber promovido la guerra de Iraq. Esta fusión “anti-natural” de tendencias que se suponen contrapuestas, demuestra que los que es “connatural” y/o “anti-natural” en política, es coyuntural. Es posible que los supremacistas blancos y los neonazis se consideren parte de esta derecha alternativa. Bannon los calificó de “payasos” después de los hechos de Charlottesville. Lo cierto es que cabe dentro de ese grupo todo el que se propone revertir el curso histórico contemporáneo de mestizaje racial y religioso de Estados Unidos. Para ellos, la elección de Barak Obama fue una muestra alarmante de esa tendencia.
Así, Alt Right considera como su logro más importante haber conseguido la elección de Donald Trump a la presidencia. Es difícil determinar el peso que este grupo heterogéneo pudo haber tenido en el resultado electoral. Lo innegable es que se impuso el discurso “políticamente incorrecto” y Trump es el presidente, derrotando aplastantemente al establecimiento norteamericano, demócrata y republicano, por igual.
En esencia, en la actualidad Trump no tiene contrincantes políticos organizados de peso en Estados Unidos. La única oposición realmente activa y clara es la que ofrecen la mayoría de los medios de comunicación masiva. Trump está perfectamente claro de esa realidad y lleva una guerra diaria, sin cuartel y en toda la línea, contra estos.
Russiangate
Un escándalo político de primera magnitud ha dominado el año: la supuesta interferencia rusa en las elecciones generales del pasado año y la posible colusión de la campaña de Trump con los rusos para derrotar a Hilary. La comunidad de inteligencia de Estados Unidos está unánimemente de acuerdo en la interferencia rusa en las elecciones. Eso no dice mucho. Esa misma comunidad sustentó la noción de que Saddam Hussein tenía armas nucleares…
Varias investigaciones están en curso en relación con este asunto. La más importante de estas es la que lleva a cabo el Honorable Robert Mueller, antiguo director del FBI, en calidad de consejero independiente nombrado por el Departamento de Justicia. Este funcionario está conduciendo la investigación con un hermetismo ejemplar. Todo lo que pueden hacer los medios es especular acerca de las acciones de ese cuerpo investigativo y sus posibles derroteros y resultados. En muchos casos los presentadores y analistas políticos no hacen más que confundir sus deseos con la realidad.
El asunto “Rusia” es realmente central. Tal vez es aquí donde con más claridad se aprecian los prejuicios norteamericanos. Los rusos son malos por definición. Es axiomático. Un periodista preguntó a Putin por qué Occidente tenía una visión tan negativa de él y de Rusia. La respuesta fue una palabra y genial: MIEDO (literalmente dijo STRAJ, en ruso). Los rusos inspiran precisamente eso en los occidentales y en todos los que están a su alrededor. Este es un prejuicio tan profundamente arraigado, que no deja lugar a un análisis objetivo de las relaciones con ellos. Tampoco hay dudas de que semejante trato y punto de vista, profundizado por la Administración de Obama, llevó las relaciones con Rusia a su punto más bajo y a la confrontación a través de terceros en el escenario mesoriental. Los rusos, por su parte, exhiben el resentimiento de quien es maltratado y denigrado en toda la línea.
Referido a una supuesta interferencia en las elecciones hay dos posibles escenarios extremos: ocurrió o no ocurrió. En el primer escenario, la prensa distribuye tres posibles intenciones rusas: primera, perjudicar a Hilary Clinton por cualquier medio posible. Segunda, resquebrajar la democracia norteamericana y occidental. Tercera, materializar una alianza entre Trump y Putin para ganar las elecciones presidenciales norteamericanas de 2016.
Es probable un cierto grado de interferencia rusa cuyos propósitos no están siendo identificados por el periodismo político norteamericano. Rusia está claramente interesada en mejorar sus relaciones con Estados Unidos, en superar las sanciones por el tema ucraniano, que constituyen un tremendo obstáculo para su economía basada en los hidrocarburos. Además, parece evidente que Rusia tiene un interés marcado en la cooperación estratégica para enfrentar al extremismo islámico, tarea harto difícil para un solo país y en la que parece haber una comunidad circunstancial de intereses.
La implementación de una política coordinada en esta región podría haber sido altamente favorable, pues los rusos tienen una visión mucho más realista que los norteamericanos. El enfoque ruso es mucho más preciso y sin las ambigüedades de la política exterior norteamericana. Por otra parte, Rusia está llevando a cabo un plan, cuidadosamente preparado, de control de las rutas petroleras del norte, bordeando el polo y de explotación de las reservas de ese hidrocarburo en esa zona y no cuenta con la tecnología necesaria para ello. Así, firmó contrato con EXXON por valor de 500 mil millones de dólares, que no puede ser implementado por culpa de las sanciones de Obama, que serían, probablemente, mantenidas por Hilary.
Además otorgó a esa empresa los derechos de explotación de 63 millones de acres de su territorio: más del doble del total de concesiones mundiales de EXXON, incluido el territorio de los propios Estados Unidos. Trump, o quien quiera que pudiera ser electo de la plataforma contraria, ofrecía mejores perspectivas para ellos que los demócratas. No solamente Trump veía con simpatía a los rusos. Rand Paul, otro de los candidatos republicanos, hizo declaraciones más moderadas y atinadas en la misma dirección. Estos propósitos no concuerdan bien con la idea de desestabilizar a Estados Unidos y a Occidente. Naturalmente, que estos propósitos tenían mejores opciones con Trump. La designación de Rex Tillerson, como Secretario de Estado (ex- CEO de EXXON), no puede ser una casualidad (declarado “amigo de Rusia” por Putin y condecorado con la más alta distinción a un extranjero) y habla claro de una relación sinérgica entre partidarios de Trump y los rusos de Putin, motivados por intereses comunes.
Los tremendos prejuicios norteamericanos, el escándalo en marcha, el hecho de que cada día aparecen más evidencias de contactos profundos entre la campaña de Trump y operativos rusos, van a reforzar la idea general de la interferencia rusa en las elecciones norteamericanas. A pesar del triunfo de Trump, los propósitos rusos están hoy seriamente comprometidos. Cualquier interferencia o, simplemente, la percepción de que la hubo, tiene que ser profundamente negativa para las relaciones bilaterales. Un impeachment de Trump sería catastrófico para estos propósitos. Es claro que los rusos están en modo de control de daños. La prensa estatal rusa ha suspendido toda alusión favorable a Trump y los voceros se han dedicado a negar rotundamente toda interferencia con las elecciones.
La situación creada, en lugar de favorecer los esfuerzos y deseos rusos, los ha afectado tremendamente. Todo está envenenado hoy contra Rusia. Hay un barraje informativo sensacionalista tremendo, que ha puesto a la Administración y a la mayoría del legislativo, a la defensiva. Pareciera que unos malévolos actos rusos quieren destruir la democracia norteamericana, desmembrar la Unión Europea, etc. Es decir, le salió el tiro por la culata a Putin. El gobierno ruso pudo haber cometido un error de cálculo tremendo, pues no fue capaz de evaluar (nadie habría podido) la profundidad del desajuste que late en la actual Administración. Lo cierto es que la situación creada exhibe exactamente el tipo de desarreglo, disfuncionalidad y caos que se atribuye a la acción de los rusos. Esto está hinchado y politizado, por motivos evidentes, por los demócratas, que han logrado la paradoja de tener la iniciativa aun estando en minoría.
Los cubanos tenemos, aún, una visión “soviética” de los rusos. Para los de la Isla los rusos son aliados, para los que están fuera son enemigos. Esto también es axiomático. Y por lo tanto, fundamentalmente equivocado. El gobierno ruso actual tiene muy pocos puntos de contacto reales con esa visión. Estamos en presencia de un gobierno nacionalista, autocrático, de un conservadurismo que roza la extrema derecha, en el que subyace una tentación revanchista por el trato recibido como consecuencia del derrumbe soviético. Hay evidencias claras del apoyo ruso a los partidos políticos de extrema derecha europeos y la virtual vinculación con esas tendencias en Estados Unidos parece estar a la vista. Está en marcha el plan de recuperación económica y el fortalecimiento del arsenal militar. La intervención en Siria, criticada en Occidente como la expansión geoestratégica rusa es, por encima de todo, la intención de poner fin a la indecisión y ambigüedad occidental en esa región (que constituye un peligro real de carácter existencial para la integridad rusa y la de los estados tapones aledaños a sus fronteras).
Es el apoyo a un gobierno laico en medio de la catástrofe creada por la intervención norteamericana que desmontó a gobiernos similares en la región, porque estos eran parte de la antigua zona de influencia soviética, que había que destruir para consumar la victoria en la “Guerra Fría”. La acción norteamericana abrió el espacio a todos los tránsfugas de la región y dejó el vacío de poder que dio lugar a ISIS. La acción rusa, a la vez, ha servido como campo de pruebas de armas modernas y sistemas combativos mucho más adaptados a la realidad que aquellos que fueron desastrosamente usados en Afganistán. Los rusos parecen disponer de un nuevo poderío en el ciberespacio, que los coloca en posición de igualdad con Occidente. Al final del mandato de Obama, Putin declaró que los norteamericanos persiguen agresivamente sus intereses estratégicos y que no hay ninguna buena razón para que Rusia no lo hiciera igualmente. Esto no hará más que reforzar el “STRAJ”.
La situación creada tiene que estar provocando una reevaluación de los propósitos y medios para conseguirlos por parte del gobierno ruso. Una declaración reciente del presidente de Rusia establece que “el error fundamental de la política rusa de los últimos 15 años es haber confiado en Occidente”.
No es de esperar una mejora de las relaciones con Estados Unidos. Por lo tanto, hay que esperar un aumento de la agresividad rusa, un fortalecimiento de su relación con China, un entendimiento y saneamiento de sus relaciones con Turquía, una profundización de sus relaciones con Irán, y una mayor interacción con India. Todo esto apunta a una pérdida de poder estadounidense en la región del Índico, oriente cercano, medio, Asia Central y el extremo oriente. El nieto de Kim parece ser la primera manifestación de ese fenómeno. Y todo esto ayudará a los chinos como potencia militar regional en el mar de China, y como potencia económica mundial, con la extensión de su área de influencia al Pacífico y Sudamérica.
El escándalo ruso, o Russiangate, es un arma de doble filo. Si Bob Mueller no encuentra evidencias de colusión o de obstrucción de la justicia por parte de Trump y su campaña, la desarticulada oposición al mandatario va a sufrir un golpe de demoledor. Aferrada a esta investigación como a un clavo caliente, para desprestigiar al mandatario, se arriesga a quedar embarazosamente expuesta en caso de no lograrlo, y Trump conseguiría consolidar su posición política. Lo único que podría sacarlo del poder sería la aplicación de la Enmienda 25 y eso solamente parece posible en caso de que se produzca una decisión disparatada que ponga al planeta al borde, o de lleno, en la guerra nuclear.
El nieto de Kim Il Sung.
La República Popular Democrática de Corea (RPDC) no puede ganar una guerra contra Estados Unidos. Vietnam, tampoco podía… Ni los Muyahidines, un grupo de bandas armadas en Afganistán, podían derrotar al Ejército Soviético… O ISIS no podía ganar contra el ejército del Estado constituido sirio y sus aliados rusos, o pelear en dos o tres frentes contra una coalición liderada por Estados Unidos. Lo cierto es que los esquemas bélicos de fin del siglo XX, y comienzos del XXI, superan la aparente certeza cualitativa y cuantitativa para predecir la victoria en una guerra. Ni siquiera es seguro hablar de la “victoria”, tal y como nos hemos acostumbrado a entenderla, como fin último en un enfrentamiento armado moderno entre fuerzas totalmente desiguales.
La RPDC no tiene la intención de ganar una guerra contra sus formidables enemigos. Lo que intenta es poner un precio tan alto a la “victoria” adversaria, que desestimula la guerra como ultima ratio. La agresividad de Kim Jong-un, no es un problema de psiquiatría, sino el cálculo frío, rayano en la temeridad, de un Estado que tiene un plan que ha ido cumpliendo pacientemente. Parece evidente que Corea del Norte logró avanzar técnicamente para estar muy cerca de la miniaturización de las cabezas combativas nucleares hacia el fin del mandato de Kim Jong-il. Igualmente, hacia esta misma época, el programa coheteril, parece haber puesto a punto el diseño de los portadores de largo alcance de este armamento.
Kim Jong-un enfrentaba así un problema gigantesco. Tenía que probar las armas miniaturizadas y los portadores. Sin la realización de varias pruebas es imposible saber si los resultados del diseño ingenieril son realmente funcionales. La alternativa habría sido renunciar o posponer el programa nuclear. Ninguna de esas pruebas se puede hacer en secreto. El nieto de Kim tomó la decisión de seguir adelante. Parece haber estado listo para ello desde el mismo día en que tomó posesión, sustituyendo a su padre. Esta decisión tenía unas implicaciones obvias: el resto del mundo rechazaría los ensayos nucleares. Luego, para efectuarlos, la conducta norcoreana tenía que ser desafiante y en el borde mismo de la imprudencia.
Barack Obama, parece haber advertido a Trump, personalmente, que la situación más importante y crítica que iba a enfrentar estaba relacionada con el Corea del Norte. Y en eso estamos. La situación es extremadamente complicada: Trump no puede ser considerado como la persona equilibrada en este asunto y no se dispone de evidencias de que pueda ser controlado por sus consejeros antes de lanzar una guerra nuclear. Muy lejos estamos de JFK en octubre de 1962.
Y en medio de todo esto, el inquilino de la Casa Blanca decidió, de manera unilateral y contra la opinión unánime de todos los firmantes, iniciar los pasos para revertir un acuerdo internacional alcanzado con Irán, para controlar el desarrollo de un programa nuclear por parte de este país. Esto, unido a las enseñanzas de lo ocurrido a Muamar El Gadafi y a Saddam Hussein, luego de renunciar a sus respectivos programas nucleares, viene a redundar en la noción de que no se puede confiar en Estados Unidos. La RPDC no va a detener su programa nuclear, ni va a bajar el tono de su retórica mientras tenga pruebas que realizar.
Estados Unidos y sus aliados en el lejano oriente tienen un problema serio en sus manos. Y no tiene solución. Corea del Norte es una pequeña potencia nuclear que llegó para quedarse. Tiene la aparente posibilidad de alcanzar con su armamento al territorio continental de Estados Unidos, y dispone de un poder de fuego convencional que amenaza con barrer la mitad de Corea del Sur a las primeras horas de un enfrentamiento bélico. Este es, posiblemente, el verdadero elemento de contención.
Hipotéticamente, los sistemas de defensa antimisil de Estados Unidos deben derribar los ICBM coreanos. Cualquier persona con experiencia militar, o con sentido común, sabe que la efectividad de tales sistemas es una magnitud probabilística. Es decir, es virtualmente inferior al 100 por ciento. Por alta que pueda ser la probabilidad de destrucción del cohete enemigo, siempre existe una determinada probabilidad de fallo. Imagine el lector las consecuencias de no dar en el blanco. Lo que sí es completamente cierto es que no hay manera de parar una salva artillera de cerca de 150 mil proyectiles convencionales lanzados contra el Sur de Corea. El daño que estos pueden hacer está calculado de antemano por los dos bandos.
Un informe del Pentágono, preparado a solicitud del legislativo, aprecia que solo una operación terrestre puede destruir el programa nuclear norcoreano. Este informe parece haber sido filtrado a la prensa con el propósito claro de inmiscuir a los medios en el sistema general de presión sobre el establishment, especialmente su parte conservadora, que apenas ofrece contrapeso al ejecutivo en el presente.
Corea del Norte está cubierta de montañas o tierras altas en un 80 por ciento, y de bosques un 70 por ciento. Parece difícil hablar de ocupación militar terrestre después de observar las operaciones militares en Iraq y Afganistán. Esto sin contar con la presencia de armas nucleares. Las consecuencias de un enfrentamiento en la península son analizadas desde el punto de vista estrictamente regional. Todos se preguntan qué pasará en aquella parte del mundo. Sin embargo, no parece haber análisis del impacto en otras regiones del planeta en caso de producirse una guerra nuclear, o convencional en gran escala, en Corea, ni cuáles son los planes de contingencia de las grandes, medianas y pequeñas potencias a todo lo largo del planeta. El primer resultado será la proliferación nuclear.
Por otra parte, ¿es posible la guerra nuclear limitada al teatro de operaciones, justo del otro lado de la frontera con China y Rusia? ¿Acaso dejarán impunemente los chinos y los rusos que el aparato militar norteamericano se acerque a sus fronteras? Definitivamente, no. Los chinos con 1,420 kilómetros y Rusia con 17 kilómetros terrestres y 22 kilómetros marítimos de frontera, nunca permitirían una ruptura del status quo actual. Ambos participaron en la guerra de Corea del lado norcoreano con el objetivo de empujar al máximo, en la dirección Sur, la línea de demarcación. Hay información de que China estaría construyendo una carretera de 6 vías incluyendo túneles y puentes en la frontera con Corea. Eso es una vía rápida de transporte de tropas y técnica militar. Supuestamente, el grueso de las instalaciones nucleares norcoreanas se encuentra a una distancia aproximada de 90 kilómetros de la frontera china. Estos serían los primeros objetivos por ocupar o destruir en caso de invasión. Es posible que los norcoreanos permitan rápido acceso a los chinos a estas instalaciones. También es posible que no le permitan nada a “nadie” y decidan usar todo su poder en frenar a ese “enemigo’ foráneo que tanto han inculcado en su pueblo.
Realmente, estamos presenciando el fin del mundo unipolar surgido con la desaparición de la URSS y el campo socialista, donde China y Rusia reclaman sus derechos como potencias y Estados Unidos trata de mantener su posición como única superpotencia mundial. De los tres, Rusia está en la posición más débil debido al estado de su economía y la cercanía de su frontera sur con regiones altamente conflictivas; pero China, actualmente una potencia militar de carácter regional, estaría en vías de ampliar el alcance de la proyección de sus fuerzas.
En cualquier caso, cualquiera que vuelva a usar el arma nuclear, va a desatar terremotos atómicos en otras partes del planeta. La primera explosión nuclear puede marcar un free for all de proporciones apocalípticas. Es aquí donde adquiere sentido la afirmación del general retirado Barry McCaffrey, hace apenas unos días, en una entrevista televisiva en MSNBC: Estados Unidos estarían en guerra con Corea del Norte “hacia el próximo verano”, y continuó: “El problema es que tenemos demasiadas crisis ahora, que potencialmente están sobrecargando los esfuerzos diplomáticos y la habilidad de las Fuerzas Armadas de Estados Unidos para lidiar con ellas.”
La incapacidad práctica norteamericana de lidiar con un escenario de crisis múltiples en la escala planetaria puede dar lugar a situaciones como las siguientes:
China. ¿No podría la destrucción de Corea del Norte, y el acercamiento del dispositivo militar norteamericano a sus fronteras, provocar una necesidad de compensación en otras partes del Mar de China, a saber, Taiwán o la ocupación definitiva de Macao y Hong Kong? El primer síntoma de que se están produciendo cálculos en Beijing es la concentración de una mayor cuota de poder en manos de Xi Jinping, por parte del Congreso del PCCh concluido recientemente. Por primera vez desde Mao Tse Tung, un dirigente chino alcanza poderes que parecen extraordinarios.
Rusia. ¿Se desbordarán los rusos y sus tanques llegarán al Dniéper o a la antigua frontera occidental de la Unión Soviética? ¿Las repúblicas del Báltico podrán sentirse seguras, luego de permitir la instalación de misiles de la OTAN en su territorio? ¿Retomará Rusia la cooperación estratégica con Cuba, para aprovechar un enclave geoestratégico en la misma trastienda norteamericana? Ya Putin dijo que no hay ninguna buena razón para no perseguir los objetivos estratégicos rusos con la misma agresividad que los norteamericanos.
¿Se irán a las manos la India y Paquistán, con armas atómicas por Cachemira?
¿Tendrá Israel que usar sus armas atómicas para impedir un relampagueante resurgir del programa atómico Iraní? Ya hay quien dice que la guerra entre esos dos países es inevitable. Y esa es una guerra eminentemente coheteril. En un mundo convulso, en que el apoyo de Estados Unidos es dudoso o imposible, el Estado de Israel es una chalupa en una marejada.
¿Se generalizará el enfrentamiento sunni-chíita en Oriente Cercano y Medio? ¿Qué pasará con todas las milicias irregulares y combativas de Oriente Cercano? ¿Quién y cómo va a contener esta yihad? Un enfrentamiento real entre saudís y persas pudiese originarse en caso de una guerra en la península coreana. Las condiciones existen y las guerras a través de terceros están en marcha en la actualidad (Siria, Yemen, Iraq). Es evidente que el lado que Irán apoya, está llevando la mejor parte y la derrota de ISIS, que se anuncia próxima, deberá confirmar la victoria en toda la línea para el Estado persa.
Arabia Saudita tiene el ejército mejor armado de la región, con técnica militar occidental moderna y en cantidades suficientes, además de la presencia en su suelo de bases militares norteamericanas con cerca de 5,000 tropas. Sin embargo, en su intervención en Yemen a pesar de la pobreza y mal equipamiento de los Houthis, la coalición creada y dirigida por el ejército saudí ha demostrado ser bastante ineficiente, a pesar de contar con el apoyo tácito de Occidente, materializado en la indiferencia ante la crisis humanitaria desatada por los bombardeos implacables de dicha coalición. Hay reportes de que Arabia Saudi está empleando mercenarios latinoamericanos (colombianos, panameños, salvadoreños, chilenos y de otros países) en dicho conflicto, que en la actualidad se mantiene estancado. Los saudís son uno de los flancos más débiles entre los aliados de Estados Unidos. Las consecuencias de una guerra generalizada en Oriente Cercano, disparada por un conflicto en el Lejano Oriente, son potencialmente devastadoras para los sauditas y para sus aliados norteamericanos. La importancia de Arabia Saudita está directamente vinculada al petrodólar, nacido durante la administración Nixon. Lo que está en juego en este escenario es de vida o muerte… para el dinero. Es decir, para el dólar.
Obama, con su política de desenganche del medio oriente y la firma del tratado de desnuclearización con Irán, debilitó en cierta manera la posición saudita. No es casual que Arabia Saudita fuera el primer país visitado por el nuevo presidente Trump, seguramente tratando de recuperar “el espacio perdido” durante la anterior Administración, con la firma de la venta de armas más grande en la historia: $110 mil millones de dólares.
La prudencia en el análisis del acontecer inmediato aconseja interpretar las gesticulaciones de Trump frente a Corea del Norte como una finta para encubrir un plan de acción real en Oriente Cercano y Medio. La creciente actividad de la diplomacia familiar entre Trump, Trump Jr., Kushner y el príncipe Mohammed ben Salmane, la compra de armas mencionada, el reciente golpe de Estado y el secuestro del primer ministro libanés por este último en Riyadh, indican que el príncipe heredero goza de un permiso ilimitado para actuar y que tiene un plan de envergadura. Aquí, posiblemente, estamos presenciando la segunda fase del plan de restructuración del Medio Oriente iniciado en 2003 por los neoconservadores de George W. Bush.
Estados Unidos no pueden lidiar con un escenario global de semejantes proporciones. Los aliados occidentales no quieren la ocurrencia de semejante acontecimientos; pero no hay dudas de que todo el mundo está sacando sus cuentas. En este escenario es que tiene relevancia la supuesta afirmación de Steve Bannon a Trump en el sentido de que su principal preocupación no era ser sometido a un proceso de impugnación (impeachment), sino la aplicación de la enmienda 25[5].
Cuba: ¿política interior o política exterior de Estados Unidos?
La política de la Administración Trump en lo relativo a Cuba está enmarcada en los propósitos del desmontaje del legado de Obama. El tema de Cuba, para Trump, es un problema más de política interior. Lo único importante para el Presidente es satisfacer al segmento mayoritario de los votantes cubanos. Las estadísticas son elocuentes: los 1.2 millones de votantes cubanoamericanos constituyen el 46 por ciento de los 2.6 millones de votantes latinos de la Florida. Los votantes latinos no-cubanos solamente aportaron un 26 por ciento del voto de su comunidad a Trump. Un 56 por ciento de los votantes de origen cubano se inclinaron por el magnate. Este grupo se comportó, estadísticamente, del mismo modo, e incluso mejor, que los votantes no-latinos del estado. La conducta de Trump ha sido inequívoca: mantener su base. Todo lo demás es despreciable.
En consonancia con esta ejecutoria, el Presidente firmó una “directiva” en junio de 2017, que pretende enmendar algunas de las decisiones de Obama en relación con los viajes y los negocios con entidades cubanas. Aunque la implementación de tales restricciones, por parte de las agencias gubernamentales, debe tomar un par de meses, indudablemente deberán tener un impacto directo en el enfriamiento de las relaciones entre ambos países y algún efecto negativo en materia económica para Cuba. En la práctica, esta “directiva”, ha sido calificada de débil por algunos analistas cubanoamericanos que esperaban “más” de Trump.
Un supuesto y misterioso “ataque sónico” contra diplomáticos norteamericanos en La Habana, fue reportado recientemente. A consecuencia de este, el Departamento de Estado anunció la retirada del 60 por ciento del personal diplomático y expulsó a 15 diplomáticos cubanos de Washington. Al tiempo que la parte norteamericana aseguró la existencia de tales ataques, la parte cubana, no los negó de plano, sino que ofreció su cooperación para investigar qué había ocurrido. El FBI, autorizado a realizar sus investigaciones en Cuba, en lo que puede considerarse una movida sin precedentes, no ha cooperado con las autoridades cubanas. Estas han comenzado a presentar pruebas de la no ocurrencia e imposibilidad de tales ataques. Esta situación ha sido poco comentada en Estados Unidos y nadie, salvo los medios interesados en atacar al gobierno cubano a toda costa, parece hacerse eco de la misma.
En Cuba, ha comenzado a circular una elucubración popular sobre el incidente, afincada en nuestro pasado histórico común: los “ataques sónicos”, son un nuevo Maine[6]. O sea, una autoagresión. Como resultado del supuesto “ataque”, se decidió que la Embajada de Estados Unidos en Bogotá, se encargara de la emisión de visas a los cubanos (!?): “¡Nos la pusieron en China!”[7]. O como dice hoy en las calles de la Isla el cubano de a pie, bromista empedernido, cambiando la ubicación geográfica del problema: “¡Nos la pusieron en Colombia!”. El efecto práctico de tal decisión es impedir a los cubanos la obtención de visas para viajar a Estados Unidos. En lo relacionado con las visas de inmigrantes, es la suspensión, de facto, de los acuerdos migratorios entre los dos países.
El cambio de enfoque de la Administración Obama, generó una esperanza colectiva en la población cubana y sacó de la “zona de confort” al gobierno cubano, acostumbrado al discurso y las acciones hostiles de Estados Unidos. Por el contrario, la “directiva” de Trump y las decisiones del Departamento de Estado, con efecto, casi exclusivamente, sobre el ciudadano común, regresan a un modelo fracasado y colocan a los dirigentes cubanos en una situación de enfrentamiento al enemigo “natural”, con la que están acostumbrados a lidiar: David contra Goliath, que legitima la postura de resistencia permanente.
Lo que está ocurriendo en relación con Cuba, rebasa el marco de la política interior norteamericana. Cuba no tiene hoy la relevancia que adquirió durante la “Guerra Fría”; pero vientos helados presagian el resurgimiento de un clima que pudiera guardar ciertos puntos de contacto con aquella época.
16 militares retirados norteamericanos de alto rango, en carta al Consejero de Seguridad Nacional H.R. McMaster en abril pasado, pidieron a la Administración de Donald Trump continuar el proceso de normalización de relaciones con Cuba, en aras de la seguridad nacional de Estados Unidos y la estabilidad de la región. La misiva decía literalmente: “La ubicación de Cuba en el Caribe y la proximidad a Estados Unidos la convierten en un socio natural y estratégicamente valioso sobre cuestiones de interés inmediato, incluido el terrorismo, el control de fronteras, la interdicción de drogas, la protección del medioambiente, y la preparación para emergencias” y continuaba: “Reconocemos que el régimen actual debe hacer más para abrir su sistema político y dialogar con el pueblo cubano. Pero si no somos capaces de participar desde el punto de vista económico y político, lo cierto es que China, Rusia, y otras entidades cuyos intereses son contrarios a los de Estados Unidos, correrán a llenar ese vacío”. Los militares retirados, señalaron que es de interés para la seguridad de Estados Unidos garantizar la estabilidad económica de la Isla.
Un fenómeno meteorológico, a finales de septiembre, el huracán Irma, provocó daños de consideración en Cuba. La mayor parte de la ayuda para reparar los daños causados por el meteoro, vino, rápidamente, de Rusia. Los pasos dados por Barack Obama para mejorar las relaciones entre Cuba y Estados Unidos, se inscriben dentro de una visión que acercó a los Estados Unidos al ejercicio del liderazgo en forma de realpolitik, en algunos aspectos de su política exterior. El acuerdo multinacional con Irán arriba señalado, la firma de los Acuerdos de París, se inscriben dentro de este esfuerzo. De paso, la Administración demócrata pretendió liberar su política de la acción de poderosos grupos de presión.
La normalización de las relaciones con Cuba implicó la primera ruptura de una Administración norteamericana desde 1959, con los grupos cubanoamericanos que ayudaron a definir la política hostil que primó en ese período. El voto cubanoamericano por Trump expresa la negativa de ese grupo a normalizar las relaciones con Cuba; es decir, la negativa a perder sus privilegios en el trato político y migratorio. Esto es, en menor escala, la misma reacción de los grupos de presión pro-israelíes que temieron perder sus privilegios políticos y del apoyo militar norteamericano, cuando la Administración inició el intento de normalizar sus relaciones con Irán.
En la práctica, el apoyo del exilio cubanoamericano a Donald Trump, en un momento en el que el diálogo es finalmente posible, representa la ruptura definitiva con su nación de origen y con la idea de una reconciliación futura, incluso aunque hayan cambiado las condiciones políticas en Cuba. Esto indica, también, que los principios de una oposición cubana en un “exilio transitorio” en Estados Unidos, se están transformando en intereses comunitarios perennes movidos por el acontecer propiamente norteamericano.
Hay que añadir que no todos los emigrantes cubanos votaron por Trump. Una parte importante de la emigración cubana en Estados Unidos está de acuerdo con la normalización de las relaciones entre los dos países, viendo en ello una razón importante para el desarrollo económico y político de la Isla. Por su lado, los cubanos insulares son también favorables a este acercamiento, en la medida en que esto mejore su cotidianeidad.
Trump “tiró un hueso” al grupo cubanoamericano en forma de “directiva presidencial”; pero, en la práctica, la influencia de ese grupo en la conformación de una política hostil contra Cuba es limitada, y tiene fecha de caducidad. El senador Marco Rubio, hijo de emigrantes cubanos, quien fuera favorito del Tea Party, parece ser el depositario de la golosina. Trump se la entregó, personalmente, luego de firmarla. Esto no es un hecho fortuito. Marco Rubio trabajó intensamente con la Casa Blanca para lograr ese “resultado”. Puede especularse que la acción de Trump es un quid pro quo que pretende evitar que el Subcomité de Relaciones Exteriores del Senado, presidido por Rubio, se mezcle en la múltiples investigaciones de Russiangate en marcha y conservar un “amigo” en el legislativo, donde cada día le quedan menos.
2018
El fin de este año zanahórico, está a la vista. Los temas centrales de los dos últimos meses parecen ser Russiangate, la crisis en el lejano oriente y el esfuerzo por pasar el proyecto de Ley que reforme el sistema fiscal norteamericano, arriba mencionado.
Russiangate está al rojo vivo con la acusación de Paul Manafort, director de la campaña presidencial de Trump por varios meses en 2016, su asociado Rick Gates y George Papadopoulos, asesor de política exterior de la propia campaña. Entre los cargos presentados contra los dos primeros, figuran el de conspirar contra Estados Unidos, ser agentes de estados extranjeros no registrados, además de múltiples acusaciones de lavado de dinero. El tercero se reconoció culpable de haber mentido al FBI en relación con la coordinación con agentes rusos para favorecer la campaña de Trump y parece haber estado cooperando en secreto con el consejero especial desde julio pasado.
Inmediatamente después de presentadas las acusaciones ante el Tribunal, el director de una poderosa firma de cabilderos, asociado a los demócratas, de los que además constituye un importante donante, renunció, ante el anuncio de su filiación con Manafort para avanzar una agenda ucraniana que apoyaba al depuesto presidente Viktor Yanukovich.
Robert Mueller ha destapado la “caja de Pandora”. Más allá de la posible intromisión rusa en las elecciones norteamericanas, está a la vista la naturaleza de la corrupción institucional que subyace en la tramoya de la política interior norteamericana. Un intelectual cubano, ya fallecido, comentó a los autores que probablemente el hecho más notable, y casi completamente ignorado, de la política norteamericana en el siglo XX, fue la superación del macartismo y, con este, de la tentación totalitaria. Tal vez, Robert Mueller, quien parece tener una reputación intachable, es la personificación de la vocación norteamericana de respeto a sus Leyes e instituciones.
Posiblemente durante gran parte del año 2018, en política interior, será más de lo mismo: la disfuncionalidad como norma en la vida política norteamericana llevada por individuos sin las competencias adecuadas, o bloqueada por la imposibilidad de alcanzar compromisos entre grupos refractarios. Es de esperar la profundización de la parálisis del Estado, los escándalos político-financieros, el ascenso del “populo-twiterismo” y los desarreglos del aparato ejecutivo. Pero a fines de año es muy probable un regreso abrupto a la realidad en la vida política con las elecciones de medio término. Estas presagian el posible regreso de una mayoría demócrata en el Congreso. Las recientes elecciones para las gubernaturas en Virginia, New Jersey y Seattle anuncian un año difícil para los republicanos incapaces, e imposibilitados, de romper con el trumpismo, lo que exacerba las divisiones locales y nacionales, y envenena el cotidiano de la mayoría de ciudadanos norteamericanos. Más allá de entorpecer el quehacer diario nacional, el paso de Trump por la presidencia afectará, perdurablemente, el prestigio norteamericano y la confianza que puedan haber depositado en ellos sus aliados occidentales.
Esto, a) por cuestionar y fragilizar los principios del equilibrio mundial actual; b) por su voluntad de instaurar barreras aduanales; c) por su desafección respecto a los problemas ecológicos del planeta; d) por sus repetidas amenazas de usar bombas atómicas y e) por poner en evidencia la proporcionalidad de la corrupción del sistema político estadounidense a su poderío económico y militar. Estas razones están siendo metabolizadas por muchos de nosotros y la resultante es la creciente percepción de un país con intereses incompatibles a las necesidades del resto de los humanos.
En política exterior la manifestación de estas disfuncionalidades puede hacer realidad las ominosas predicciones del general retirado Barry McCaffrey. Estados Unidos pueden estar abocados a una multiplicidad de crisis en la escala internacional, que su diplomacia y fuerzas armadas serán incapaces de manejar.
Para Cuba, lo que hoy sucede dentro de Estados Unidos, tiene relevancia. La congelación de las relaciones, después del breve “calentamiento” producido por Obama, es el regreso a los viejos esquemas de hostilidad entre ambas naciones. El embargo/bloqueo se mantendrá por el futuro previsible. Es posible que se reduzcan los viajes de ciudadanos norteamericanos a Cuba y que esto tenga un cierto impacto en los sectores estatales y privados de la industria turística. Pero estos viejos esquemas son obsoletos y están condenados a desaparecer.
El grupo cubano no tiene que desanimarse. Es muy importante no generar una dependencia decisiva de la economía cubana del turismo o de los negocios con los norteamericanos. O con cualquier otro Estado. Cuba tiene que encontrar y explotar con efectividad todas las posibilidades que se presenten de optimizar y hacer viable su economía nacional y su sistema político.
Este es el momento de ejercer un derecho de inventario y discutir e implementar el proyecto de la nación: el proyecto de una “Cuba Posible” y próspera a largo plazo. Este tiene que ser el resultado del debate nacional, con la emigración incluida, como aceptación del pluralismo y la participación de todos aquellos que quieren llevar adelante las esperanzas de una república cubana. No se trata de transitar hacia una economía de mercado o hacia el capitalismo, aunque sí de una evolución hacia una economía más diversificada, la autonomía alimentaria, el desarrollo de un empresariado y un sistema bancario nacional, tanto como del resguardo de un sistema educativo actualizado y eficiente. Se trata de elaborar, con la diversidad de opiniones, la síntesis apropiada para lograr un Estado de eficiencia económica y bienestar social. En realidad, la tendencia debe ir hacia la equiparación del nivel de vida entre cubanos de un lado y otro del Estrecho de la Florida, para lograr retener a los jóvenes y profesionales cubanos, sin los que el desarrollo de la nación estaría comprometido.
Este es también el momento de reconocer las acciones del gobierno cubano que permitieron a la nación sobrevivir a la debacle del socialismo en Europa y mantener, e incluso mejorar, los índices en materia social, que son logros obtenidos en el último medio siglo. Si se quiere un análisis riguroso, no exento de puntos de vista discutibles, recomendamos al lector interesado leer el ensayo de la Dra. Emily Morris, publicado en New Left Review y titulado “Unexpected Cuba “(Cuba Inesperada)[8].
Los gobernantes cubanos deben comprender que no todo el que tiene una opinión diferente es un enemigo. Somos muchos los que compartimos la idea de que existe una ligazón directa entre la verdad, el pluralismo y su corolario: cada ciudadano tiene derecho a expresar sus ideas.
Nada de lo arriba dicho es posible sin una sincera revisión del sistema político cubano, incluyendo la de los canales de expresión individual y las formas de designación de sus dirigentes. Es hora de incorporar a nuestras reglas de gobierno la idea de que el vasto movimiento centralizador que percibe todo lo que se le escapa como un elemento del que hay que separarse, es fundamentalmente negativo para la nación.
Uno de los temas centrales en Cuba es permitir la movilidad social. Los individuos y grupos están dispuestos a realizar esfuerzos para mejorar su situación. Toda acción que se oponga a esta tendencia, por parte del sistema político, crea fricciones disruptivas para el mismo.
De lo que se trata no es de reformar el socialismo. El Socialismo real no puede ser reestructurado. Tampoco se trata de adoptar a ciegas el modelo de la democracia occidental. Ese modelo está sobrevalorado. Se trata de mantener los logros alcanzados en materia social y el humanismo de los revolucionarios cubanos de la segunda mitad del siglo pasado, y lograr construir un orden social viable y duradero, que rompa con la línea quebrada que ha sido la historia de la política cubana desde las guerras de independencia. Se trata de adoptar la idea actual del realismo político, que implica tener la capacidad para ceder, si es necesario, en aquellas posiciones que impiden conseguir cierto progreso en otras más importantes o centrales.
El Estado cubano tiene por delante un sinnúmero de problemas que resolver y tareas que enfrentar. Para ello necesita del apoyo de la mayoría de los ciudadanos. Sería negar la realidad no reconocer el desencanto que late en los cubanos en la actualidad. Existe un epifenómeno cubano que polemiza abiertamente con el status quo. La incorrecta interpretación de este epifenómeno conduce inmediatamente a la reducción de la base política de los gobernantes y candidatos a gobernantes en Cuba y, por ende, conspira contra su legitimidad.
Este año zanahórico, presagia tiempos difíciles y complicaciones innumerables en la escala planetaria. En muchos aspectos, la llegada de la actual Administración norteamericana al poder en enero pasado, nos hace reescribir la Ley de Murphy para la política: “Cuando creas que las cosas no pueden ponerse peores, aparece Donald Trump.”