
Foto: Brian Godfrey/ (CC BY 2.0)
Primero, la felicitación.
Segundo, este comentario que no objeta, sino que propone agregar.
El punto de partida está en las numerosas ocasiones en las que, a lo largo del texto escrito por Veiga Menéndez y refiriéndose al universo empresarial y administrativo del país, son mencionados los más variados “desajustes y males”. Pero el punto de partida es también el momento en el que menciona, como elemento imprescindible para el crecimiento y que “tenemos que proponernos alcanzar”: “La cultura necesaria en el proceso de dirección y gestión empresarial”.
Animado por ambos impulsos, comienzo por esta premisa que me repito a manera de letanía: no habrá transformación alguna que alcance profundidad y sostenibilidad mientras no existan verdadero control público de la gestión; una prensa y otros medios de difusión masiva creíbles; continuado estímulo y respeto a la crítica, sea esta proveniente de la asamblea o desde cualquier otro vehículo de opinión pública.
En el marxismo de Marx, el momento exacerbado de la explotación ocurría cuando el trabajo y la persona resultaban ser universos separados hasta el casi total divorcio; es decir, cuando el acto de trabajar se mostraba -ante el individuo– como un continuo de experiencias deshumanizantes. De esta manera, y en el reverso de lo anterior, la promesa del socialismo incluye (o, más bien, comienza) por la superación de tal bifurcación.
Es aquí donde el trabajo resulta ser el lugar de más plena realización de la persona, el principal espacio de la desalienación y donde el individuo se va a descubrir como otro superior a lo que pensaba de sí mismo; dado que no existe más opresor/propietario (de los medios de producción), no sólo porque actúa como alguien liberado, sino porque el producto del trabajo es, primordialmente, para “los otros”. En esta especie de “salida de uno mismo hacia los demás” el dinero, aún cuando sigue existiendo, se atenua o adelgaza, en atención al paso a primer plano del Otro (la comunidad en la cual vivimos), un Otro que nos necesita y espera.
Pero, si esto es (esquematicamente) así, ¿qué ocurre cuando la realidad toma distancia de semejante cuadro feliz que no es sino una proyección futura, posible acaso en una temporalidad con la cual -por lo lejos– ni siquiera se puede soñar? Entonces, ¿es posible que el trabajo continúe revelando componentes, elementos, aspectos de alienación incluso cuando no existe ya propiedad privada sobre los medios de producción y cuando el discurso político, y el de la ideología, repiten que el fundamento de la nueva sociedad es la igualdad?
La coincidencia o no entre trabajo y realización de la persona es la pregunta política básica que el socialismo, como sistema y forma de Estado, tiene que responder(se); lo mismo como una cuestión teórica y programática que en la renovación diaria que significa la práctica, la puesta en escena de la cotidianeidad. Dicho de otro modo, el trabajo tiene que dejar de ser manifestación de esclavitud para convertirse en una forma de la felicidad.
La proposición del socialismo (experimentar el trabajo como forma de la felicidad), además de espectacular y hasta poco menos que delirante, implica que allí, en ese acto, en sus premisas, alrededores y consecuencias, está la totalidad de algo que nos atrevemos a denominar como “la cantidad humana”. Dicho de otro modo, la condición de desalienación se verifica porque no sólo entrego al trabajo mi fuerza o energía (eso que demanda ser reproducido luego de cada jornada), sino que me brindo como totalidad que incluye ideales y sueños, deseos y aspiraciones, encuentro o viaje hacia mi libertad a través de esa forma de amor.
Es por ello que el trabajo, al encarnar la responsabilidad que siento para con los otros, nunca me abandona, como mismo sucede en el amor. Y entonces, es también por ello que soy lo que entrego y lo que pienso acerca de lo que hago, yo y mi opinión. Por tal motivo, y dado la desmesura de la apuesta, errores o vicios (como el burocratismo, el autoritarismo, la mentira, la corrupción, la doble moral, etc.) erosionan no una parte, sino la totalidad del proyecto, lo despellejan y aligeran de sentido.
Repito que no habrá transformación alguna que alcance profundidad y sostenibilidad mientras no existan verdadero control público de la gestión; una prensa y otros medios de difusión masiva creíbles; continuado estímulo y respeto a la crítica, sea esta proveniente de la asamblea o desde cualquier otro vehículo de opinión pública.
En esas asignaturas pendientes para el socialismo cubano está un escenario de batalla intrínseco a las transformaciones económicas que se pretendan. No de manera episódica, casual o “sancionada” desde altas posiciones, sino según normas de continuidad, transparencia, capacidad receptiva, honestidad durante la autocrítica pública y vocación de estímulo al diálogo social a propósito de los asuntos más complejos.
Al operar con una pareja de elementos que se oponen y niegan mutuamente, como son los “desajustes y males” y “la cultura necesaria en el proceso de dirección y gestión empresarial”, Veiga señala el problema, su solución y nos deja la tarea de extraer todas las consecuencias y derivaciones posibles de la polaridad. En este contexto “cultura” significa analizar, comprender, transparentar, internalizar, dialogar, aplicar en la práctica, corregir errores, planificar el próximo crecimiento y nuevamente comenzar el ciclo. Es humildad y es plenitud, amor y entrega al otro, convicción y distancia crítica, búsqueda y pregunta, sueño y responsabilidad.
Sin esto, nos aguardan para desarrollarse, en terreno más que fértil, la agonía y la simulación.